Conducía mi bicicleta alegremente por 18 de Julio mientras volvía del trabajo a casa cuando vi a Héctor. Estaba parado en la esquina diagonalmente opuesta a la del Banco Hipotecario, esperando para cruzar 18 y sin ser del todo consciente de que el cruce en esa esquina no está habilitado. Paré porque el semáforo se puso en rojo. Héctor avanzó unos metros pero a mitad de camino tuvo que recular, porque los autos que venían por Rivera y doblaban hacia el centro casi se lo llevan puesto. No pensaba saludarlo; tiendo a recordar a las personas más de lo que ellas me recuerdan a mí, y casi siempre quedo pagando cuando saludo en la calle a conocidos lejanos. A Héctor lo conocí hace ocho años, en una zona de la periferia montevideana, cuando lo entrevisté para un trabajo que no viene al caso. Lo recuerdo como un veterano gritón y amable que vivía con su señora. En el fondo de su casa tenía una pequeña quinta. Nos volvímos a ver dos años después, por casualidad; Héctor me recordaba con mucho cariño. Así que me animé y lo saludé, pero me miró fijo y no me devolvió el gesto. El semáforo se puso en verde y me fui.
Cuando ando en bici mi actividad cerebral se divide en dos funciones, que operan con absoluta independencia. Una se dedica a controlar el tránsito: divisa la señalética de las calles, calcula mi posición relativa con respecto al siempre amenazante transporte motorizado, cambia las velocidades del birrodado en función de las exigencias de la penillanura suavemente ondulada y detecta a los peatones que gustan de cruzar por la mitad de la calle contestando mensajes de WhatsApp (a ellos me gusta asustarlos: les freno bien al lado, como si sólo un milagro nos hubiera salvado de la colisión; dejaré de hacerlo el día que algún señor mayor infarte y empiece a sentirme culpable). Como todos esos procesos funcionan automáticamente, gran parte de mi actividad cerebral queda liberada y por eso el momento de la bicicleta es la gloria, puesto que es casi el único del día en que mi cabeza puede desconectarse por completo del mundo. Por supuesto que no es el único momento en que el bocho produce cosas que nadie le pide, pero sí es de los pocos en que nadie lo distrae o le labura la culpa recordándole que debería estar haciendo algo productivo. Y este milagro se produce por la sencilla razón de que en ese momento -y hasta que llego a mi casa y puedo volver a sentarme frente a la computadora- no existe posibilidad de realizar ninguna actividad productiva más que la de mover mecánicamente las piernas en forma de pedaleo. (Si alguien sabe de alguna, guárdesela; hay ignorancias que conviene mantener).
El día que vi a Héctor todavía me faltaban unas 40 cuadras para llegar a casa, tiempo suficiente para que mi mente tejiera varias hipótesis acerca de por qué no me había saludado. Y como varias de ellas estaban relacionadas con unos u otros posibles derroteros de su vida, con cosas que le habían pasado y que lo habían transformado en un sujeto huraño, cedí a la tentanción de stalkearlo (creo que se dice así) por Google. Y así entendí que Héctor me había negado el gesto porque llevaba dos años muerto; una bala perdida -o directa, no me queda claro y no entiendo por qué me importa- le había pegado en el pecho durante una caótica balacera producida en un almacén de su barrio, tras un intento frustrado de rapiña.
Por supuesto que ver muertos no tiene nada de especial. A mí me pasa frecuentemente y en esto no creo ser diferente al común de las personas. He visto caminando por la rambla al que cayó de un octavo piso y nunca quedó claro si por propia voluntad o tras resbalarse mientras lavaba una ventana; de noche, por la calle Magallanas, me crucé al que una sobredosis de drogas varias mató antes de cumplir los 20; también al que le falló el corazón en la cárcel de Las Rosas y al vecino de mi infancia que, como Héctor, tuvo la mala suerte de ubicar la cabeza en el lugar y el momento justos por donde viajaba una bala que no iba destinada a él. La más removedora fue la imagen del amigo que aceleró demasiado su motocicleta una noche mientras viajaba por una ruta mal iluminada y dio contra una camioneta cuyo chofer no había tenido la deferencia de encender las luces traseras. En cualquier caso, la imagen siempre es breve e intensa. Dura exactamente el momento que tu cerebro tarda en procesar el hecho de que el ser humano que está pasando frente a ti no puede ser la persona que instintivamente has decidido que sea, porque esa persona ya murió, y que lo más probable es que se trate nada más que de alguien con una complexión física similar. Cuando la magia se acaba, paradójicamente, la persona que pasa frente a tus ojos se tranforma en un envase vacío, un walking dead.
Con Héctor fue diferente, porque el instante de certidumbre infundada se alargó más de lo que debería. Estuve demasiado tiempo en un mundo paralelo que era igual al real, salvo por el hecho de que en ese mundo, Héctor todavía respiraba. Y una vez que Google me arrancó violentamente de esa línea de la historia y me puso en la verdadera, en la que estaba antes, pude imaginar -digo mal: pude ver- las miles de líneas paralelas que se unen con la propia en ese punto de nuestro pasado en que un hecho o una decisión cualquiera fundó una tangente y disparó la vida en otra dirección.
Héctor pudo no haber ido al almacén ese día o el almacén de ese día bien pudo haber sido el que regentaban mis padres. El asunto, entonces, habría sido personal y no una mera elucubración retórica.
Tengo un pensamiento muy intelectualizado con respecto a la inseguridad, de esos que en un asado “fuera del ambiente” te hacen objeto de chistidos o insultos. Creo que la revolución tecnológica en que vivimos desde hace 40 años ha vuelto obsoleta, desde el punto de vista económico, a una enorme porción de la población mundial, y creo que eso ha sucedido, además, debido a la paradoja de que la propiedad privada impulsó esa revolución tanto como evitó un reparto más racional y equitativo de sus frutos. Creo que esto ha provocado la guetización de la gente que le sobra a la economía, y creo que la lucha por la superviviencia en esos guetos ha naturalizado la violencia como forma de relación. Creo que las personas más expuestas a esta violencia son las que allí viven, aunque el miedo suele ser mayor en las clases medias y medias altas. Creo que no hay solución a ese problema que no pase por una revisión radical de las formas de producción y distribución de los frutos de la economía, y creo que para eso es necesaria una intervención política, de carácter transnacional, sobre el flujo y los destinos del capital, de forma de volverlo una fuerza socialmente constructiva. Punto, ya pueden insultarme.
Pero soy consciente de que entre esto y el pitufo fascista que te martilla los párpados al grito de “hay que matarlos a todos” media una distancia más corta de lo que parece. Que yo no haya recorrido ese trecho puede deberse a la casualidad de que el papel de víctima nunca me tocó a mí o a un ser querido (aunque, por otra parte, tengo ejemplos sobrados de personas que han sabido elaborar, en este terreno, traumáticas experiencias personales en cosas muy diferentes y mejores que el odio).
Convive con nosotros un llamado expreso a la “solución final”. Lo tenemos tan naturalizado que ni siquiera nos llama la atención. Nos reímos de él y buscamos exorcizarlo. Está en la boca del chofer conductor que ha sido rapiñado -o sabe de otros que han sido rapiñados-, en la del médico que día a día atiende víctimas y victimarios y en la del abogado que defiende de oficio. (También en la del ingenuo que se cree intelectualmente por encima de todos ellos; no nos hagamos los boludos). Lo que más alarma es ver cómo cobra fuerza incluso entre aquellas persona que, de verificarse, ocuparían el lugar simbólico del pueblo judío. “Matar a todos” no es sólo un discurso sobre los varones jóvenes y pobres que han cometido delitos violentos. Es un combo que se arma a gusto del consumidor y que en sus formas más radicales abarca “barrios” enteros -decenas, cientos de miles de personas- por aquello de que el objetivo no debe ser sólo el delincuente, sino también el ambiente que lo cobija, como Gillo Pontecorvo nos enseñó en La batalla de Argel.
Soy una persona bastante optimista. Pero le tengo mucho miedo a ese pitufo que grita en tiempos de crisis.