Hace poco, el editor de la revista mexicana La Tempestad me invitó a escribir sobre la alegría para un dossier sobre ese tema, pensado oblicua o directamente a través del filósofo Baruch Spinoza (1632-1677). Dudé mucho qué responderle, porque además de que no soy una especialista en el filósofo en cuestión, no tengo una relación del todo feliz ni estable con la alegría. Decidí escribir, no desde el lugar de experta sino de practicante insistente, casi de creyente, de esta palabra tan difícil de nombrar hoy y tan necesaria de hacer verbo.

Como para luchar contra la brecha entre su conceptualización y su experiencia, empecé citando:

“Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos y lo expulsará de todas las tribus de Israel abandonándolo al Maligno con todas las maldiciones del cielo escritas en el Libro de la Ley. Pero vosotros, que sois fieles al Señor vuestro Dios, vivid en paz. Ordenamos que nadie mantenga con él comunicación oral o escrita, que nadie le preste ningún favor, que nadie permanezca con él bajo el mismo techo o a menos de cuatro yardas, que nadie lea nada escrito o trascripto por él”. (Excomunión de Spinoza)

Este es el decreto con el que la comunidad excomulga y expulsa a Spinoza del pueblo de Israel. Las palabras y su tono nos dejan una certeza: la alegría es peligrosa. Si en 1656 lo era por motivos religiosos, hoy amenaza a un capitalismo gris que nos quiere sobrios, medidos hasta para el exceso y productivos, anhelando una alegría que llegará en última instancia allá por la vejez, con la jubilación si nos va bien, con la muerte según quien ve la vida como un ritual de sacrificio.

Spinoza habló de la alegría y hoy vuelve a nosotros porque lo necesitamos.

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Hay algo de expansivo en el pensamiento sobre la alegría, al menos al levantarla de este filósofo nada pasado y sus traducciones, por este filósofo de moda, por estas ideas que pasan boca a boca. Cuerpo a cuerpo entre quienes buscan seguir encontrando motivos para la lucha o para resistir. Querer seguir queriendo se hace sustentable a fuerza de alegría. Es inevitable que el estilo de esta escritura no excorpore un poco de romanticismo. Y de amor, concomitantemente.

Sobre la alegría habría que escribir alegremente. Habría que escribirse. ¿Es la alegría un tipo de ficción contra lo posible? ¿Es un tipo de ficción sobre otros posibles posibles? La alegría es un mérito que no resiste oposición ni concurso.

Y como por derecho natural nada es prohibido -salvo lo que no se puede realizar-, hasta se puede tener alegría de lo que aún no sucedió. De lo que puede estar a punto de suceder.

Dice Damasio que la alegría es una emoción primaria, que ocurre en el cuerpo y que, una vez traducida por la mente, pasa a la esfera de los sentimientos. Sin el sentimiento no se puede abstraer y sin él ni podríamos preguntarnos qué es la alegría.

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Hoy la alegría está cercada por algunos estereotipos de la alegría. ¿A qué poder le sirve que el significado de la alegría esté apropiado por sus versiones individualistas, irresponsables, evasivas o superfluas? En los niveles básicos de la escuelita occidental de ser de izquierda aprendemos algo así como que la conciencia de clase trae adjuntos -sobre todo para la clase media- cierto pesar y cierta culpa que puede ser redimida con horas de militancia y de sacrificio. ¡Qué mala propaganda para los procesos revolucionarios colectivos! Revolución o colectivo no son entidades utópicas o seudomágicas, sino -robándole más a Spinoza- la activación por medio de pasiones alegres a aquellas potencias de las que somos capaces.

Cada ente se esfuerza cuanto puede en conservar su ser, y la ética consiste en hacer y buscar aquello que nos da más potencia. Si nos vemos separados de las capacidades que sabemos que tenemos, entramos irremediablemente en un agujero de pasiones tristes. Aquel que desea pero no actúa engendra la peste: proverbios del infierno, del invierno. Habituados -siempre demasiado- a disociar la emoción y la razón, la alegría y el pensamiento: dos capacidades que juntas son dinamita (y están en el radio de nuestras capacidades). A las políticas de la seguridad no les gustan los estallidos. El boom. El bloom. A las políticas de la certeza, tampoco.

Pensamiento, libertad y alegría parecen ser en la revolución spinoziana los equivalentes de igualdad, fraternidad, libertad. Siempre se trata de tríadas. Y yo, siempre del lado de los herejes de la política y de la religión, porque su pensamiento, de una forma u otra, sobrevivió a algún tipo de explosión. Fue peligroso para alguien. Fue ejecutado con cierta alegría del lanzarse. Sin desaparecer pero harapeciendo. La alegría no es un órgano dentro del cuerpo organismo, sino lo que activa su misma vitalidad.

Según la alegría, la libertad siempre es más alcanzable en colectivo y pensando. Es capitalista la idea de que la alegría es algo superficial, efímero, irracional e individual.

Hay política en la alegría. Y aunque el enunciado en viceversa está por materializarse, siempre hay alegría en la política, en pensar que estamos siendo la causa de nosotros mismos, que estamos incidiendo en nuestra condición de vida, ya no sólo como meros espectadores del show de la democracia representativa, sino que somos los cuerpos de la política.

Cuerpos: lo único de lo que la política no puede prescindir.

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Hace días que le doy vueltas a este texto. Querría tanto que me saliera hablar con alegría de la alegría... Me cuesta no desplegar mi afectación posmoderna de sujeta conflictuada con la alegría, distraerme cómodamente en su deconstrucción, desconfiar de las emociones (esas tan poco controlables) como orientación para una ética política. Vengo de un campo que pone al cuerpo en el centro del escenario y después se olvida de qué iba a hacer ahí.

En un curso sobre performance y archivo leímos a Suely Rolnik. Ella observa cómo en la macropolítica la percepción protagoniza las tensiones de los conflictos en el plano de la cartografía de lo real visible y decible, mientras que en la micropolítica las sensaciones nos confrontan con las tensiones existentes entre ese plano y aquello que se anuncia en el diagrama de lo real sensible, invisible e indecible.

“La percepción aborda la alteridad del mundo como mapa de formas, que asociamos a ciertas representaciones de nuestro repertorio y las proyectamos sobre aquello que estamos aprehendiendo, de manera tal de adjudicarles sentido. En tanto, la sensación aborda la alteridad del mundo como diagrama de fuerzas que afectan a nuestro cuerpo en su capacidad de resonar. En este proceso, el otro se integra a nuestro cuerpo como molécula de su tejido sensible y se vuelve una presencia viva que produce inquietud y pone en crisis a este mismo repertorio” (Furor de archivo).

La alegría tiene algo de contagioso y funciona como una epidemia que, descontrolada, puede abrir los cuerpos a acontecimientos impredecibles. No todo Deleuze tiene que llevar al suicidio, pienso y me parece tragicómico. Y pienso que mal la han pasado los escritores que apostaron a la potencia y a las intensidades. Pero hay también ahí -en los excomulgados, en los suicidados- cierta alegría de hacer lo que se quiere. La alegría se resiste a ser mártir. La alegría no es un juego de anti o contra o post, sino un juego de sí-es.

De decir sí inclusive a la posibilidad de perdernos afirmativamente en un juego pasional que haga nuestras identidades transitivas o, mejor aun, irrelevantes, obsoletas.

Porque la alegría no es sólo resistirse (al movimiento, a la significación, al mercado).

La alegría no es sólo una postura moral, sino una herramienta de construcción. La alegría no es sólo brasilera, dice Charly García. Y yo no quiero volverme tan loca. La alegría no funciona con la lógica de la propiedad ni de la fijación. La alegría es siendo y no juega a la escondida con la ontología.

En la Ética de Spinoza hay un axioma: “Lo que no puede concebirse por medio de otra cosa debe concebirse por sí”. La alegría tiene algo de intraducible.

Y pienso en intentar pasar de la alegría como trinchera a la alegría como trincheta, que corte la realidad, y que odiando esta realidad rompa la superficie para descubrir otra, para inventarla sobre un nuevo suelo. Agujerear la realidad para poder respirar.

Spinoza piensa los afectos no a partir de la falta y la necesidad, sino de la potencia. Nos propone intentar pasar de la alegría como deuda a la alegría como actividad, como vida. La alegría sin cuantificar, como una sustancia desmedida, expropiada siempre a algo o a alguien, sea la mera vida o las garras repelentes y atrayentes de la tristeza. Alegría desinteresada.

Defender la alegría puede ser a veces atacar la alegría, o hacerla gritar, vociferar cosas, movernos. Optando por la alegría siempre que se pueda elegir, diría yo si alguien me invitara a escribir un axioma.

La alegría no es una sátira ni una comedia, sino una ética.

Y al final -y en principio-, no debería dar tanto trabajo. El humano maneja máquinas complejísimas y domina todas las especies, pero no puede saber qué le da alegría. Qué incapacidad, qué burrada. ¿Cuándo fue que desaprendimos?

Sin ánimo de hacer el final de este texto anticlimático, es triste que lo primero que pensemos cuando pensamos en los manifestantes más radicales de la alegría sea en niños, perros o locos.

Hay algo en la evolución de la propia seriedad/sobriedad versus alegría a lo largo de una misma biografía. Como si la adultez consistiera en ir desaprendiendo algo tan básico. O quizá es que la alegría no quiere saber nada con la muerte y se va retirando...

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¿Cómo sería un Spinoza anticapitalista? El capitalismo aumenta la potencia del capital pero disminuye la de nuestros cuerpos, la de nuestras potencias. Nos une mediante pasiones tristes: el miedo, el odio, el resentimiento, la inseguridad, la esperanza, que para Spinoza también es una pasión triste.

Yo no quiero vivir paranoica,

yo no quiero ver chicos con odio,

yo no quiero sentir esta depresión.

Voy buscando el placer de estar viva,

no me importa si soy una bandida,

voy pateando basura en el callejón.

La alegría es un juego de sumas y de agregación, de seres gregarios, de cuerpoyalmas, de monismos sin automatismos, de la promesa viva (tan viva) en una democracia agónica, de éticas demostradas según el orden geométrico u otras leyes, de multitudes que dejan de reunirse en torno al bastión de la indignación y empiezan la danza de lo que pueden los cuerpos. Y es impresionante cuánto pueden, juntos, los cuerpos.

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Muchas veces, y como herencia de nuestra moral protestante, la alegría no viene desprovista de cierta culpa (y me da un poco de culpa manchar la expectativa de que este texto sea todo jovialidad y pum para arriba) para los seres con conciencia -de clase, de las injusticias, de la asimétrica distribución de sus índices y sociométricas-, y eso es un problema. Si, como dice Spinoza, quien usa mejor la razón es más libre, ¿cómo puede ser que en esta posmodernidad, cuanto más crítico el sujeto, más difícil se le hace la alegría? Salvo esos filósofos que nos enseñan y proponen a pensar desde ella. Qué temita el de la alegría en la posmodernidad, que nos enseñó a sabernos fragmentados, irreparables, desarmadores de todo sin concesiones, sin pistas de cómo saltar ese enorme abismo que se abre entre nuestro triste armamento mental y las pasiones alegres que nos mueven el cuerpo a dar un próximo paso. A despertar nuestras potencias en un otro mundo posible que aún no percibimos, no construimos y mucho menos estamos capacitados para pensar.