Cuando era niño sólo sabía una cosa de la dictadura: estaban prohibidos los cumpleaños. Me lo había dicho mi madre expresamente: “Mauri, en aquella época no podías festejar los cumpleaños porque la Policía no te dejaba hacer reuniones con más de cuatro personas. Así que imaginate, un cumpleaños con cuatro personas, tremendo aburrimiento”. Cuando pensé en escribir este texto, hace unos días, le pregunté por qué me lo dijo, pero no se acuerda. Es más, dice que nunca dijo algo parecido y que lo más seguro es que sean inventos míos. Mi vieja ya pasó los 60 y yo defiendo una norma según la cual no hay derecho a discutirle la memoria a nadie que haya llegado a esa edad, pero más allá de eso, debe tener razón, porque en realidad me olvidé de preguntarle.

El caso es que me gusta imaginar esa frase como un buen recurso didáctico de ella para explicarme por qué los de la dictadura eran malos sin verse obligada a abordar cuestiones más espinosas. Porque me quedó clarito que los de la dictadura eran flor de soretes, pero, más allá de eso, el tema dejó de interesarme. A lo sumo podré haber preguntado por qué no dejaban festejar los cumpleaños y seguramente la respuesta haya sido “porque sí” y con eso me habrá bastado, puesto que me crié jugando atrás de una comisaría y ya sabía por experiencia que a un milico nunca se le piden razones.

Con el tiempo supe que los de la dictadura eran malos por motivos que iban más allá de su escaso apego a los onomásticos. Primero me enteré de que no dejaban votar a la gente. Si bien no me acuerdo cómo lo supe, estoy casi seguro de que también lo aprendí en casa. No me extraña, porque el mecanismo represivo denunciado era similar al anterior: nadie podía soplar las velitas y nadie podía poner el sobrecito en la urna. Todos sufríamos lo mismo.

Pero luego conocí que esa maldad estaba relacionada con prácticas más jodidas, como encarcelar gente del barrio que yo sabía que era buena o meterla en un cuartel y torturarla hasta que se muriera. De eso en casa casi no se hablaba, y supongo que es porque introducía una cuña en el relato. En efecto, había qué explicar por qué esas personas (y no todas, como sucedía con el voto o el cumpleaños) habían sido víctimas de esas aberraciones. Para hacerlo había que resolver el reparto de las culpas. Y ese reparto, durante los años 90, para una familia del interior no politizada y ajena a los circuitos intelectuales, estaba lejos de zanjarse. Por un lado, la respuesta apuntaba a que la víctima “había estado metida”. ¿En qué? No sé explicaba, pero esto cargaba las tintas. Sin embargo, por otro lado, la víctima siempre era recordada como un ser entrañable, un viejo compañero del liceo al que quería todo el mundo o el hijo del doctor que atendía gratis a medio pueblo. Y era así, supongo, porque la respuesta estaba armada a partir de la sedimentación de dos cosas: el terrorismo de Estado -sobreviviente en el marco de un relato institucional que hablaba de fuerzas políticas antidemocráticas y antinacionales con oscuros propósitos, cuyos integrantes, a fin de cuentas, se habían buscado su destino- y la experiencia compartida con las víctimas, el recuerdo de la vida común y corriente, bajo el cual el enemigo público volvía a ser Ricardo, Cachito o María, buena gente que, más allá de aventuras políticas más o menos ajenas a la ley, no se merecía lo que le habían hecho.

Al recordar esto, es inevitable pensarme (y a mí familia también) como el producto de una batalla por la memoria. Como buenos espectadores de la historia, fuimos el objeto de deseo de aquellos que se disputaron las formas de recordar el pasado, ya fuera para afirmar el régimen posdictadura como para impugnarlo. Cuando yo era niño, venía ganando por robo el sanguinettismo, pero en mi adolescencia cobró fuerza el discurso de los derechos humanos y en gran parte eso explica que yo esté escribiendo este texto. No miente la derecha cuando habla de luchas por el sentido del pasado; miente cuando dice que el que lucha es uno solo.

Espectadores. La palabra sirve también en otro sentido.

Hace poco fui a ver Migas de pan, la película de Manane Rodríguez sobre la prisión política femenina en dictadura. Me gustó de una forma muy concreta: como testimonio aleccionador. Ya sé que decir esto significa acercarla al terreno de la propaganda, pero no creo que eso sea necesariamente malo. En varios puntos me hizo acordar a La espera, de María Condenanza, ese libro-testimonio que es difícil leer sin sentir mucho orgullo ajeno por las mujeres que sufrieron el terror en carne propia.

Durante los días siguientes comenté la película con varias personas y me sorprendió una reacción común entre aquellos que pertenecen a la generación de mis padres. Si bien hablo sólo de tres y el número no es representativo de nada, los tres dejaron claro de que no irían a verla. Ninguno sufrió la prisión política, pero todos pertenecen al círculo de los “amigos o hermanos de”, es decir, aquellos que en esa época vivieron una vida, dentro de todo, normal (estudiaron, se casaron, tuvieron hijos) pero que a la vez tienen una o más historias para contar acerca de cómo el terror les picó de cerca. Todos coincidieron en que ya sabían suficiente, que ya habían visto suficiente. Que era bueno y saludable que las nuevas generaciones fueran a ver la película, pero que para ellos ya estaba.

A veces me pregunto de dónde viene esa negación. Y sospecho que se relaciona con una culpa, soterrada, por haber sobrevivido a los procesos de selección, persecución, secuestro, tortura, cautiverio y, en algunos casos, exterminación. “Es como una deuda”, dijo Manane Rodríguez, entrevistada la semana pasada en la diaria, acerca de sus motivaciones para hacer la película, “un compromiso y una deuda que nadie me quiere cobrar”, pero que sin embargo muchos sienten que tienen que pagar.

Hablé de dos tipos de sujetos que atravesaron la experiencia dictatorial cuya voz se ha escuchado muy poco. Y eso se debe a que les cuesta hablar. O a que nadie les ha preguntado. Pero hay un tercero.

Hace poco conocí el caso de Brunhilde Pomsel. ¿Les suena? Difícil. Brunhilde es una señora alemana de 105 años que hace mucho tiempo, a comienzos de los años 40 del siglo pasado, se afilió al Partido Nacionalsocialista. No era una fanática nazi. Era “apolítica”. Pero quería un buen trabajo. Era escenógrafa y mecanógrafa, y sólo afiliándose al partido podía conseguir que la consideraran para un puesto en el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich. “¿Por qué no iba a hacerlo?”, se pregunta Brunhilde en Una vida alemana, el documental sobre ella que se estrenó hace poco en su país, “si todo el mundo lo hacía”.

Brunhilde afirma no saber qué pasaba en los campos de concentración, aunque sí conocía su existencia. También recuerda no haber dado la más mínima pelota cuando escuchó a su jefe directo -Joseph Goebbels, uno de los ministros más poderosos del Tercer Reich- jurarles la guerra total a los aliados y comprometer al pueblo alemán a seguir al führer hasta las últimas consecuencias, pasara lo que pasara, en pos de la victoria. “No escuchaba, no me interesaba”, dice Brunhilde, con una sencillez que desarma, porque contra el fanatismo se puede discutir, incluso pelear, pero contra la apatía hay que entregarse.

En la reseña del documental que hizo The New York Times -la Revista Ñ de Clarín la tradujo hace poco- se consigna el desprecio de Brunhilde hacia todos aquellos que se han atrevido a juzgarla: “Esas personas que hoy dicen que hubieran hecho más en favor de aquellos pobres judíos perseguidos, creo que lo sienten sinceramente. Pero no lo hubieran hecho, tampoco”. Yo le creo.

Los hombres y mujeres grises, los que no ejercieron el terror pero aquellos sin los cuales el terror no podría haber sido. Los que no se preguntaron nada. Los que miraron para adelante, como caballos.