Es de noche y hace días que unos asuntos me rondan, y me rondan de manera tan compleja que es la cuarta vez que empiezo este texto. Ya empecé por Macarena Gelman, por la reciente muerte del ex ideólogo tupamaro (ministro de Defensa Nacional hasta hace unos días) Eleuterio Fernández Huidobro, por los militares de la dictadura y los actuales, por los desaparecidos, por ex guerrilleros amigos que están vivos, por todo eso junto. Hace días o años que creo que vengo construyendo este texto, pero sólo puede construirse, pienso o siento ahora, a medida que se escribe.

Lo vengo construyendo hace una vida, porque quien tenga alrededor de 40 años y en su adolescencia se haya politizado por izquierda no tiene escapatoria, ese texto es parte de su vida. No digo exactamente este texto, sino el que en estas lides nos escribe a medida que vivimos.

A veces pienso que en Uruguay nos tomamos demasiado tiempo para algunas cosas (que podrían ser de factura rápida) y despachamos a la velocidad de un tren japonés aquello que precisa ser nombrado, mirado con detenimiento extremo. Como estoy en proceso, este texto sólo puede ser leído, estimo, por quienes acepten que la vida es un bosquejo o, mejor, que la vida política de este país es una larga agonía. Murió uno de los hombres que, pese a quien le pese y nos guste o no, construyó el presente en el que estamos inmersos. Estoy a punto de comenzar el quinto texto. Así que mejor apuntalar el discurso.

No se fueron todos ni pronto se irán, llevándose, como alguna vez dijo José Mujica, el peso pesado de la historia de los últimos 40 o 50 años con sus cadáveres de bocas muertas. Se fue uno importante, pero quedan miles o, si pensamos en jerarquías y pactos malditos, cientos que son longevos. Uno era un niño o apenas nacía cuando ellos ya tenían la edad de uno, y como burlándose del tiempo siguen ahí, olímpicos en sus despachos o retirados con sus secretos, con decenas de respuestas que uno sabe que tienen para darnos.

Hay un egoísmo cruel en ese veredicto (“esto se va a acabar cuando nos muéramos todos”) que instaló Mujica hace unos años. El de negarnos a todos una verdad o varias que sabemos que ellos saben. O peor, ese veredicto instaló una sospecha insana, una paranoia arraigada, una desconfianza que funda una concepción de lo político: ninguno de nosotros, los sobrevivientes, jamás entregará la verdad. Un veredicto que tiene la intención de liberarnos pero que en verdad sólo nos sujeta al pasado y a la sospecha de todo, de todos. Ese secretismo, ese misterio de pretensiones de cuidado, de gran padre protector, nos hunde más en una estacada infranqueable.

No, no queremos saber la minucia de quién traicionó a quién (quién entregó a alguien) bajo la perversidad de la tortura. Tampoco cuántos Héctor Amodio Pérez hubo. Ya todos sabemos que bajo el narcótico del dolor físico y psicológico, los humanos caen. Nosotros comprendemos, y sepan que los perdonamos. Que se lo perdonen ustedes es otro asunto. Queremos saber de qué hablan, de verdad, cuando hablan del “muéramos”.

Dice Michel Foucault que el coraje de la verdad implica un pacto con el que lee, el que escucha, el que quiere saber: es lo que los griegos llamaban parresía. El contrato supone que el que escucha la verdad del que habla o dice está dispuesto a ser herido, a escucharlo todo, porque el otro está dispuesto (perdonen la casualidad) a “decirlo todo”. Decir el fracaso, la gloria, la miseria o el secreto, así afecte de modo irreversible la vida de los que pactan. Foucault no extrae este concepto de la posmodernidad (no lo acusen tan livianamente) sino que va a los griegos y a la construcción de la polis, de la vida ideal comunitaria, para que todos sepamos de la herida y podamos subsanarla, afrontar otra, vivir honestamente. Para que ese decir veraz instale un nuevo pacto.

◆ ◆ ◆

Me acerco, pero de todas formas aún no he practicado mi parresía. Les pido a otros, a ellos, que lo digan todo. Aunque también respeto el silencio. Sobre todo el de los silenciados por decisión propia, el de los alejados, esos que optaron por irse de ese mundo o construir otros, esos que claman olvido sin que, no los malentiendan, descarten la justicia o persigan un perdón bíblico o fuera de lo humano. “El derecho al olvido”, escribe Edda Fabbri en su libro llamado, precisamente, Oblivion, y en ningún momento ese decir es una reivindicación de un olvido histórico sino un deseo o una epifanía incrustada en el texto de su autoficción: el olvido de los hechos, porque la memoria también construye a su antojo. Relatos ideales, heroicidades, personas intocables, ficción de uno mismo. Claro que están las huellas, la lucidez o el amor que le ganaron a la locura, la supervivencia vaya a saber por qué llamado (el pasaje en que la narradora ve el rostro de su padre en el fondo del recipiente con agua donde su cabeza está siendo sumergida), los recuerdos que vuelven a ordenarse para construir un texto que es el texto de la vida, la de quien escribe y la de sus compañeras. Y todo eso es inapelable. Además, ¿quién es uno para interpelar la forma ética y estética en que otro construye la narrativa de su vida?

Pienso en ella y en miles de ellas, en Primo Levi, Carlos Liscano, todos los sobrevivientes que contaron y lo dijeron todo por medio de testimonios de los que uno sale herido, claro está, pero sin respuestas acabadas, con su espíritu atravesado por la vida de los otros, insertos en determinados momentos de la historia. Pero ni Fabbri ni Liscano amenazaron nunca nuestro tiempo y su devenir con grandes sospechas. Liscano incluso escribió en su momento una carta en Brecha (por el famoso “cuando nos muéramos todos”) pidiendo que entonces fueran apurando la cosa, como para no retrasar sin sentido una verdad urgente.

Lo que quiero decir, o a lo que me acerco, es que, tomando otra vez las palabras de Mujica, “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, haber sido guerrillero y más de 30 años después ser diputado, senador o presidente y tener las herramientas para saber algunas verdades antes de que nos muramos todos (muramos, Mujica, muramos) no es lo mismo que escribir para olvidar o darle sentido a la propia memoria, a la propia existencia (aunque también sea social). Y mucho menos, dar a entender un día sí y otro también que se llevarán a la tumba no sólo parte de la historia de un país (al fin y al cabo, ¿quién la escribe y la reescribe?) sino la de la vida de otros. ¿Con qué derecho, viejos, con qué galones?

◆ ◆ ◆

Entonces sí, la parresía, y le duela a quien le duela y pierda los espacios que pierda: yo estoy hastiado de desaparecidos y dictadura, de vuelos de la muerte, de esta construcción política en el terreno de un cementerio virtual, de 20 años de Marcha del Silencio, de héroes que me la dibujaron toda desde los 16 o 17 años, de que Macarena Gelman sea acusada de demagoga cuando tiene una buena idea, porque es Gelman, de haberme alumbrado a la vida política con la dictadura aún en llaga viva y empezar a envejecer con la misma llaga. Estoy harto de la política y los políticos de incidencia en este país; de los de derecha, claro, y de los de izquierda, esta izquierda del “muéramos” al que ahora me refiero: cuando uno nacía ya habían intentado y fracasado en su revolución, cuando uno tenía 12 años salían de la cárcel y se preparaban para la contrainsurgencia, a los 18 uno los votó, y muchas veces más, también. Luego uno se hacía grande y ellos más, y uno más escéptico y ellos con más poder, y todos más viejos, y las distancias y las desilusiones, o más bien la realidad y la certeza de que 40 años es mucho (para lo que sea), y sí, algunos son y serán una tumba, y más que decirlo todo, todo lo callarán.