Y llegó el día. No tengo de qué escribir. Miren que me pagan un sueldo pomposo, ¿eh? Carretillas de plata. Pero no se me ocurre nada.
De todas formas, tengo una carta bajo la manga. Peñarol inteligencia. Busco en la computadora un documento que se llama “inicios”, en el que agrupo enunciados que me vienen a la cabeza todo el tiempo y que me resultan fonéticamente atractivos, aunque no significan nada. Son semillas en una bolsa. Sé que si tiro una en el papel y le pongo amor, algo va a crecer. Algunas veces agrego, a continuación de tal o cual inicio, una sugerencia [entre corchetes rectos] acerca de la forma en que la semilla debería seguir creciendo, destinada a mi Yo del futuro, ese tipo que va a tener la responsabilidad de cuidarla.
No me gusta llegar a eso. Es una estafa. Porque usted, querido lector, podría usar el tiempo que le dedica a este texto para hacer cosas más valiosas -como cazar pokemones, mirar los Juegos Olímpicos o jugar con sus hijos-, pero lee porque tiene la ilusión de que el tipo que firma escribió porque, primero, tuvo algo relevante para decir y, después, buscó las palabras para expresarlo de la forma más clara posible. Pero no es el caso. Cualquier idea que pueda contener este texto se está desplegando en la medida en que aprieto botones y salen letras en la pantalla. No hay nada diseñado, y reitero que eso me rompe soberanamente las pelotas. Hay veces que el texto está bailando en mi cabeza antes de escribir una sola letra. En esos casos, mi cuerpo entra en estado de trance y las palabras salen como churros. Hoy no.
La diferencia entre ambos tipos de texto se nota a la legua. (Dicho sea de paso, no saben cómo lamento esta pobreza de lenguaje, esta incapacidad para referirme a estos textos con una palabra que no sea textos. ¿Qué mierda son? No se sabe. La gente que conozco de la facultad les dice “artículos”, debido a un automatismo impuesto por las exigencias de la carrera académica. Otros les dicen “columnas” o “columnas de opinión”, como si yo estuviera ocupando el lugar tradicionalmente asignado en la prensa escrita a aquellos que tienen algo novedoso o interesante para decir sobre problemas de actualidad. A mí me gustaría decirles “ensayos”, pero me da vergüenza).
Más vergüenza me da, por supuesto, cuando los veo publicados. Escribir tiene una parte linda, que es la que me toca en este momento: sentarse en la computadora y escribir. Tiene una segunda parte linda que es cuando el texto quedó demasiado largo y hay que sacarle algo. En mi experiencia, ahí se puede proceder de dos maneras. Una es el pulido. Todo se puede decir con menos palabras (no voy a extenderme en esta idea; ya quedó clara). La otra es el hachazo o amputación. Es la que más disfruto, y consiste en arrancar de cuajo uno, dos o más párrafos y darse cuenta de que el sentido del texto no sólo no se resintió, sino que se volvió más cristalino. Casi siempre lo que vuela es lo que escribí primero, cuando estaba calentando motores y no había llegado al quid de la cuestión. O sea, el principio. Y si me vienen siguiendo con atención, notarán que esto tiene algo de paradoja, porque al amputar el comienzo desaparece la semilla, ese inicio salvador, esa frase musicalmente atractiva que me impulsó a escribir todo lo que vino después. Es como volver al pasado, impedir la copulación de tus padres y, sin embargo, seguir vivo.
Pero me distraje. Estaba diciendo que me da vergüeza cuando el texto se publica.
Yo me formé en Ciencias Históricas, aprendí a escribir como historiador y desarrollé estrategias narrativas destinadas a invisibilizar mi lugar en el texto. Pese a que la historiografía zanjó hace varias décadas el debate sobre la objetividad -no hay-, la escritura de la historia no ha cambiado radicalmente desde los Anales de Eduardo Acevedo. Cambió la teoría, cambió la metodología, pero no la escritura. Esto quiere decir que los historiadores son (¿somos?) radicalmente conscientes de su lugar históricamente situado con respecto a aquellas cosas sobre las que escriben, pero buscan que, a la hora de exponer sus resultados, eso no se note, que el texto tome la forma de un informe que se escribió a sí mismo, o que tanto dé que el autor haya sido A o X. La ilusión de las ciencias.
En estos momentos estoy escribiendo una tesis de historia y siento la tentación permanente de explicitar el sesgo que tengo con respecto a mi objeto de estudio -no de decir que tengo un sesgo, sino de explicar cuál es y qué he hecho tratando de evitarlo- y de poner sobre la mesa las virtudes y defectos de mi estrategia de investigación en relación con los problemas que se me plantearon. No sólo porque eso podría aportar pistas de trabajo a otras personas que quisieran investigar lo mismo, sino porque, al mostrar los engranajes de la máquina de producción de historiografía, desnudaría el hecho de que la historia no se escribe sola. El relato sobre el pasado debería acompañarse del relato sobre las formas por medio de las cuales quien la está escribiendo tuvo acceso y se vinculó con los restos que quedan de ese pasado, porque ambas historias van juntas, como la doble hélice del ADN.
Por suerte, eso está cambiando y ya es común, por ejemplo, problematizar la relación entre el historiador y el archivo.
Pero me distraje de vuelta. Perdón. Volvamos a la vergüenza.
Imaginar que la historia era un relato sin sujeto me puso en un lugar cómodo, porque al escribirla nada de lo que soy quedaba expuesto. Todo lo que pasaba en ese relato les pasaba a otros, que estaban allá lejos y hace tiempo. Ni siquiera eran personas, eran objetos de estudio. Lo mismo ocurría con los testigos. Algún día escribiré sobre la deshumanización a la que sometí, durante muchos años, a decenas de entrevistados, antes de darme cuenta de que, antes de ser fuentes de información sobre el pasado, eran gente.
Sin embargo, escribir en primera persona me avergüenza. No necesariamente porque sienta que estoy exponiendo “mucho de mí” -esto son letras, chuco, nada más-, sino porque, de mañana, cuando me llega la diaria y veo mi nombre impreso, siento que hay alguien usurpándolo. Eso que está ahí no soy Yo. Esto que estás leyendo no soy Yo. Es un cosa que cobró vida y que sin embargo anda por ahí, con mi nombre, haciéndole creer a la gente que soy Yo. Hija de puta. Por eso nunca la defiendo. A veces le pegan, la insultan, la escupen y la humillan, pero cuando siento la tentación de salir a protegerla, me recuerdo a mí mismo que ya es grande, que se fue de casa y que tiene que valerse por sí misma, y que si no lo consigue y se muere por el camino, que se joda, así es como debía ser.
Ah, me había olvidado. Mucho más arriba comencé a explicar la diferencia entre los textos que escribo sobre la marcha -como este- y los que tengo preescritos en la cabeza, pero mejor vuelvo a lo anterior. La diferencia es simple: a los primeros se les ven las costuras; a los otros, no. Pero no sólo eso. Los primeros los escribo rápido; los otro, no. Estos me cuestan, porque tengo que domarlos. No quieren salir, y yo los obligo. Y para obligarlos tengo que empujarlos, sacarlos de a partes, ponerlos arriba de la mesa, respirar para serenarme y coserlos como a Frankestein. Cuando, al final, son un cuerpo maniatado que me mira feo, ya no tengo energía para curarles las heridas y largarlos prolijos. Se los mando a Lucas y le digo que se haga cargo.
Dicho esto, debería empezar a escribir el texto de hoy. Veamos. Puede ser por acá.
Y llegó el día. No tengo de qué escribir. Miren que me pagan un sueldo pomposo, ¿eh? Carretillas de plata. Pero no se me ocurre nada. [Usar eso como excusa para mostrar esa obsesión por hablar de los procesos de producción de las cosas, cómo se hacen, que hay atrás de las cocinas, cómo se escribe la historia].