Por estos días egresaron dos generaciones de médicos de la Facultad de Medicina (pública) y no hay quien no tenga uno que ande cerca. Vaya a saber por qué especialidades optarán; si serán obstetras, cirujanos, médico-psiquiatras o cualquiera de las ciencias que se dedican a auscultar nuestros cuerpos como piezas de relojería o de puzles gigantescos que, si bien parecen estar conectadas unas con otras, cada vez adquieren, a su vez, mayor autonomía.

No es el lugar ni el momento de acusar a la hiperespecialización y todo lo bueno o malo que conlleva: cuerpos diseccionados hasta lo microscópico, peleas por chacras especialísimas, mayor prestigio de ciertas disciplinas en detrimento de otras, más o menos poder simbólico y económico.

Está todo eso y también el hombre frente a la puerta de un hospital con una afección que quizá sienta menor pero que, a ciencia cierta, no sabe muy bien por cuántos especialistas y pasillos pasará, si es que no queda atrapado en ellos buena parte de la vida. Antes que nada, una defensa de ciertos médicos que parece que no existieran y que a mí, qué voy a hacer, son los que me caen más simpáticos: los de medicina general; los que esperan en las puertas de las emergencias y derivan; los primeros rostros que, a veces, nos reciben de buena gana, esos que no portan galones de ejército y que, quizá por eso mismo, son los que aún conservan mayor humildad. Esos que son vistos por los otros, los engalonados, por arriba del hombro y como perezosos sin escalafón, recién llegados o medicuchos de los mandados o de las esperas. Esos que ahora son estos 700 médicos. Por ellos, una copita de vino.

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Es claro que decenas se habrán recibido por mandato familiar; otros tantos, por las sumas cuantiosas que con una carrera aplicada pueden acumular; y otros cientos -no los descartemos ni pongamos a todos en una misma bolsa-, por vocación cierta, ya sea de ciencia o de servicio, y, si van juntas, mejor.

No vienen estas letras de consejos o de juramentos hipocráticos; quién es uno para tamaña tarea. Uno no es nadie más que un simple usuario que no va a los sanatorios u hospitales salvo en casos de extrema urgencia y a regañadientes, precisamente porque frente al sistema de salud y las personas que portan su cara, se da cuenta de que todo su lenguaje preciso, argumentativo o emperifollado se empequeñece, y entonces calla, porque si pide respuestas o quiere explayarse sobre sus dolencias, estas casi siempre caen en oídos infinitamente huecos.

No es una cuestión de consejos, porque además ahora viene, para los recién recibidos, la competencia feroz a la que el sistema los arrastra por un puesto; los minutos marcados por reloj y por paciente que dictan las administraciones; el ganarse el pan, en principio y por algunos años, a destajo y a las corridas en varias instituciones. No se trata de consejos ni de tironcitos de oreja a lo maestro Ciruela, sino más bien de una expresión de deseo: que la humanidad de los vocacionales no sea tragada ni por el mercado ni por el paso cansino de los años.

Pienso ahora -deliro o estoy más cuerdo que nunca- que quizá cada uno de nosotros, cuando se recibe de algo que en su práctica implicará a otro, debería tener una de esas charlas que nos marcan y persiguen de por vida, esas que nos hacen convivir, más que con la ética, con una moral inclaudicable, con la voz de la conciencia, con una bondad consensuada más allá de todo lo mezquino del mundo. Una voz que obligue a ese* recibido* de lo que sea a +recibir* al otro, el entregado, en el cobijo de sus ojos, en el hueco profundo de sus oídos, a apoyar una mano en el hombro de un cuerpo tembloroso que quizá sea más efectiva que una pastilla inmediata bajo la lengua.

Recuerdo ahora a una amiga psicoanalista que en un hospital público de Buenos Aires (hace cuatro años; no sé qué pasará ahora con ella ni con ese servicio) hacía guardia por 24 horas en la sala de emergencia junto a varios médicos y una asistente social. En principio, ellas, la psicoanalista y la asistente social, eran las *profesionales bobonas *de un servicio que debía atender, pongamos por caso, a una persona víctima de una golpiza, un accidente, un paro cardíaco, un intento de suicidio.

Además eran mujeres, y bellas, frente a un cuerpo médico viril, de urgentes decisiones tomar. Cuando las heridas evidentes eran curadas, digamos, ellas se acercaban, miraban a los desesperados a los ojos (casi siempre trataban con los desesperados), les daban un tiempo, les ofrecían la palabra. Esperaban. Y a veces sucedía “el milagro”. Bella expresión proviniendo de una lacaniana.

El llanto, la confesión, la palabra. No curaban de inmediato, es claro; pero allí, en un instante, se abría, a veces, una posibilidad. “Un instante”, repetía la psicoanalista, en el que el herido mostraba su doble herida y la cosa podía encauzarse hacia otro sitio que no fuera el de la venda, la pastilla y hasta la próxima.

La posibilidad, entre tantas, de conmover al paciente: moverlo de sitio a través de sí mismo. Me fui. Estoy hablando de lo psicológico cuando se trataba de lo médico. Pero es que efectivamente quería hablar de eso. Más que de lo psicológico, de lo emocional. Claro está que hay asuntos que son estrictamente físicos, y que nada holístico va a venir a salvar a un tipo que se está desangrando aquí y ahora. Claro que habrá mil afecciones, infecciones, transfusiones, que sólo por medio de la ciencia (catéteres, tubos, tratamientos medicamentosos, cirugías refinadas, técnicas y tecnologías) podrán auxiliar y salvar a un paciente, pero también hay otras -lo sabe un médico y lo sabe un lego- que no se curan o tratan sólo con el aparataje tecnológico, arquitectónico y humano de la medicina. No hay que entrar en caminos rojos, tomas de ayahuasca o cualquier otra forma, en el otro polo de la medicina institucionalizada, para saber que cientos de afecciones tienen también su raíz en los afectos (y su falta), y que el malestar del cuerpo (ha sido dicho tantas veces) también es el de la cultura.

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Quizá sea demasiado aguafiestas escribirles a dos generaciones enteras de médicos que aún no saben de su futuro (aunque nunca lo sabrán, como todos los mortales) para pedirles que no entren de plano, o, más bien, que se abstengan todo lo que puedan, como un adicto que lucha contra sí mismo, ante la maquinaria que está preparada y dispuesta a devorarlos.

Pedirles que, más allá de los rituales catárticos que terminan ensuciando la ciudad (o de lo naíf o inocente de este pedido), cuando puedan, sean ladrones de guante blanco: cinco minutos más por paciente y a costa y cuenta de la mutualista; pedirles que ofrezcan la mirada y la escucha del que los mira con ojos de ternero degollado o habla sin parar o, por el contrario, tiene la boca metafóricamente vendada; pedirles que la túnica blanca sea sinónimo de servicio y no de poder (“Doctor no, mi señora, dígame Pedro”); pedirles que se recuerden a sí mismos que pueden hacer plata, y mucha, pero que siempre proviene de bolsillos y afecciones ajenas; pedirles que antes de los 30 no pierdan el alma y advertirles que desalmarse en pocos años (“¡El que sigue! ¡Número 21, número 21!”) produce más enfermedad, para uno, para los demás. Y decirles que nosotros, los locos, los que olemos mal, los cardíacos, los descuidados con sus cuerpos, los hipertensos, los enfermos de VIH, los crónicos y los hipocondríacos, los psiquiátricos, las embarazadas y los viejos, todos nosotros, los afectados (en literatura, Arthur Rimbaud: “Escribo en lugar de los analfabetos, de los idiotas, de las bestias”), les pagamos la carrera y el sueldo.

No debe ser changa ser médico, andar tantas veces entre los pasillos de la muerte, lidiar todo el tiempo con el dolor o el sufrimiento del cuerpo y del alma ajenas. No debe ser changa desligarse de eso, no llevarse cada historia a casa, y seguramente traiga otros entendimientos, sobre todo el de la finitud, qué alivio. Quizá por eso, a veces los médicos nos resultan fríos, porque lo que para uno es la afección de su vida, esa que se incrusta en su cuerpo, para el médico es la séptima que ve y trata en la semana. Un obstetra, digamos, ¿ve un milagro o un acontecimiento irrepetible en cada nacimiento? Luego de 20, seguramente no. El asunto no es que no se pueda olvidar. El asunto es estar mientras se está y que la fragilidad humana y ajena (aunque repetida) les ensucie cada día la túnica blanca. Y, de ser posible, que los conmueva.