Vuelvo sobre el hogar, el que sea: el familiar, el compartido con amigos, el del solitario a su medida. Los hogares que nos resguardan de estas tormentas hermosas y feroces, y los que serán destruidos. Miro la ventana cerrada a cal y canto, y el palo que coloqué entre su pestillo y la pared para que resista el envión sin tregua de los vientos del río. Hasta los enamorados del invierno (o mejor, los que no soportamos el verano y sus más de 30 grados, y el apelotonamiento de las neuronas, el sudor permanente, la impudicia de tener que mostrar los cuerpos) estamos hastiados de este larguísimo soplo de lápida que fortalece la melancolía del sur. “Dejen de hablar del tiempo”, reclaman muchos, sin darse cuenta de que el clima cala hondo en el carácter de este pueblo.

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Durante muchos años me negué a tamaña extrapolación, porque parece casi mística, hasta que uno de estos días alguien me preguntó honestamente cómo estaba y, ya sin palabras, o cansado de buscar respuestas o hilados que siempre están mutando y corriendo hacia un lugar esquivo, y mirando a través de otra ventana, de esas de un piso 10 que nos muestran buena parte de la ciudad, me conformó la correspondencia entre la imagen pura y dura y mi espíritu: “Así como se ve, como el tiempo”, dije, y sentí que encontraba una descripción perfecta que podía prescindir del diccionario.

Fue un alivio. No por la correspondencia en sí, sino porque frente a todo a lo que a uno le pasa, que una foto venga a auxiliar a un alfabeto desgastado nos ahorra el trabajo odioso de meter ganchos quirúrgicos en adentros oxidados.

De ninguna manera invoco un día en el que la correspondencia (al menos, la mía) sea de sol que raja y brisa de horno, de estado inverso de empapamiento, el que sale del cuerpo, por más cerveza fría y noche de alivio al acabarse la jornada de 35 grados. Ese estado es como aceptar insultos todo el día (por no decir una paliza) para, al final, recibir la disculpa, el remordimiento o la caricia del otro.

Pero ¿qué, le estoy hablando al clima? Estoy diciendo que definitivamente el afuera nos toca varios sentidos y se cuela o prende en la piel, en la memoria, en el adentro infinito.

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No quiero decir política, pobreza, distribución de la riqueza, estupidez que se fabrica como producción de plástico, maldad, sinsentido, un mundo de acontecimientos que, lo racionalicemos o no, lo pongamos en palabras o no, entra en nosotros y duerme, calmo, escondiéndonos su malicia. Tampoco quiero decir que todo el afuera siempre es el culpable de nuestra fotografía de décimo piso en un día de tormenta y lluvia crueles. Menos, hacer una sociología espiritual y climática de este pueblo. Una especie de patologización o diagnóstico atmosféricos. “Usted sufre de llovizna leve”. “Usted necesita una dosis de 22 grados”. “Su alma está carcomida por el invierno”. “Y la suya, por el verano”. No estoy personificando al viento (aunque existe Eolo) ni dándoles a las estaciones la potestad de hacernos mejores o peores personas. Pero sí, existe la correspondencia y, si no es universal, se las ingenia para reunir sensibilidades (políticas focalizadas, diríamos).

Con una amiga tenemos ese problema: ella ama el verano rabioso y yo el invierno (o lo amaba, hasta esa sensación del décimo piso). Y eso que sale de nuestro adentro producido por el afuera y la composición química (y espiritual) de nuestros seres nos obliga a negociar recorridos o descansos: ella se sienta justo donde el árbol abandona su sombra y yo donde comienza, en el justo límite entre su cuerpo pidiendo sol que raja y el mío, sombra que me protege; ella con los ojos entornados y los hombros descubiertos, yo con lentes de sol oscuros; los dos conversamos y emitimos soplidos: ella de placer, yo de fastidio.

Entonces, no hay una generalidad, pero sí grupos de pertenencia al clima, e intermitencias de humor, entusiasmos, transferencias afuera-adentro. Y, a veces, bipolaridad. Me seduce esa imagen desde el décimo piso, congelada (un adjetivo acertado), y me da pánico. ¿Debo salir y enfrentar toda esa fuerza física que destroza cualquier paraguas, arranca árboles desde las raíces, descentra el recorrido de los autos? Y sí, debemos salir: a trabajar, sobre todo. Y pelearle la vida al viento, la lluvia, la tormenta y los fenómenos meteorológicos (qué extraño que les pongan nombres como “El Niño” o “La Niña”; por suerte aún no han nombrado a ninguno, creo, “El Bebé”: rayaría la perversidad).

Debemos trabajar, y los más suertudos tenemos la bendición (sí, ya sé, las estructuras sociales dadas) de volver a casa y, a lo sumo, tener que sujetar la ventana con un palo fuerte. Porque las fotografías con las que muchos alucinamos (por miedo o por fascinación) son ese instante de conmoción estética que esconde algo tras el disparo climático: el más allá que no veo pero sé que existe por fuera del marco que revela belleza, misterio o angustia de existencia.

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Por fuera del marco de esas fotos, los que estamos protegidos (y vuelvo al hogar como se vuelve al sur); en estos días aparecerán las otras, que se repiten temporal tras temporal: evacuados, rancheríos inundados o destruidos, colchones arruinados, niños durmiendo en galpones o clubes deportivos que ofician de refugios momentáneos, sillas solitarias flotando sobre ríos improvisados en donde hasta ayer o una semana atrás había una calle y hasta un barrio entero. Y, siempre, grandes planes de viviendas dignas.

Ojalá que el último gran plan enunciado ahora por el Partido Comunista encuentre su realización, que no sea uno más de los tantos enunciados vacíos, y que, de ser construidas esas casas -o recicladas, da igual-, apenas un estornudo de Eolo no se las lleve puestas o las deje invadidas de sus mocos; sobre todo para la mujer que, ante cada tormenta, comienza en el insomnio a juntar sus petates más valiosos, a preparar las mudas de emergencia para sus hijos, a asumir otra vez que el rancho se le puede venir abajo y bueno, cuando amaine, levantarlo como sea.

¿Estoy anotando la culpa del pequeñoburgués (o licuándola) que mira por la ventana de un décimo piso y encuentra la correspondencia huracanada del afuera con su desquicio interno? Puede ser. Pero también la certeza de que puedo sacar la foto esperando algunos “me gusta” en el Facebook (“qué belleza”, “captaste el momento”, “desde este piso se ve así”) y que otros sólo son fotografiados después del huracán, o que sus fotos de celular no buscan la estética sino que son un registro de la verdad y, ciertamente, un pedido de auxilio que se repetirá en la próxima tormenta, si es que el celular no cayó también en las aguas violentas y dulces que amargan el trago.

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Vuelvo, sigo volviendo. A las correspondencias y a cierta dialéctica de los sentidos, de la percepción, de la realidad. ¿No hay una sola realidad? Por cierto que no. Ante esta virulencia climática, algunos nos estacionamos en los efectos espirituales que nos provoca o la transformamos en metáfora clara de un tránsito propio; otros la viven en perfecto estado de bienestar (y no hay que cobrarles nada si no producen el malestar de los otros: siendo ricos, por ejemplo, y pagándole a la mujer del rancho dos pesos o una limosna que ni siquiera le da para cambiar una puerta después del temporal o comprar un nuevo colchón); otros no sólo son destinatarios de sus casas pobres y casi hechas con cajas de cartón (de su pobreza), sino también de la furia de los dioses (si quieren, de las inclemencias del tiempo). Hay muchas realidades, sí, pero un solo huracán.

Todo es así, creo yo: no podemos anotar las vidas de la gente que habita en el campo o la supuesta bondad “de los del interior” sin sus lados sórdidos o, ciertamente, humanos; no podemos introyectar la belleza de un rayo fotografiado sin su peligro latente; los vendavales de bandera roja (hermosos para ver a través de ventanas protegidas) sin la gente que realmente los padecerá. No es arruinar la vida, la vista, el momento de fuga o las correspondencias (y elecciones de climas y clímax) que cada uno puede o quiera vivir, sino saber (y ya todos lo sabemos) de esa dialéctica más que de la realidad, de las existencias. Es que la lluvia también cae para todos.