Hay algo que una vez me dijo una amiga veterana y que más sabe por diabla. “Toda generación cree que es la generación perdida”. La frase me dejó pensando por años y todavía me acompaña. Hablábamos entonces de las generaciones que rondan la madurez (los 30 años), que tienen una formación cultivada, que están insertas en cierta cultura política que dobla a la izquierda. Nos referíamos a esa generación que -grosso modo- fue parte de los movimientos insurgentes en los 70, resistió el oprobio de transitar las calles en la dictadura, se fue al exilio; también a otra, que se alumbró en los 80 (la del punk o el margen o la que venía por la estructura del Frente Amplio); a la de los 90 y las ocupaciones liceales y universitarias (aquella universidad vestida de negro) y el neoliberalismo a cara de perro; y la de los 2000 y la llegada tópica de la distopía. Todas perdidas en sus entrañas.

Hace un rato, en un chateo con más de dos personas, y hace unos días, en una conversación grupal, apareció la misma palabra repetida alrededor de mi generación, la parida en los primeros años de la dictadura: derrota. No el derrotero de una vida, su tránsito, sino la derrota.

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Vuelvo a mi amiga, la sabia, que de joven, en los 70, se exilió. Ella no piensa la derrota como una tragedia sino como parte de la vida, la propia, la social. No apela a llorar por los rincones ni habla de un monstruo horrible que está por fuera de nosotros (“la tele”, “los informativos”, “el sistema”), culpable de todo lo que no pudimos ser.

Para ella, la derrota es el derrotero, la caída de los dioses, la asunción de que la vida y los ideales definitivamente no se corresponden. Un desayuno con la verdad.

Miremos la realidad ahora, y todos los sueños o discursos hechos añicos de los últimos diez años: no hubo patrias unidas ni Mercosur de algarabía; hubo parches, señales, síntomas, y demasiado entusiasmo por los gobiernos del sur. Esto no es tristeza; es la necesaria desconfianza que deberíamos incorporar si de verdad queremos hacer otra cosa de nuestras vidas colectivas. Llega Lula y, con él, algunos planes prósperos y también la corrupción; llegan los Kirchner y muchos planes y algunos cambios, pero también el bombo peronista insoportable, maniqueo, que taladra los oídos y anula el pensamiento, y el inasible poder gaucho argentino, el acomodo, el enriquecimiento impúdico de “los buenos”; llega Tabaré Vázquez y después José Mujica, y bueno, todos ya sabemos: ni la pureza democrática de la Suiza en verdad deshecha, ni la correspondencia entre tanto discurso fértil, ilusionado, y el entorno, las personas, los sueldos, los ricos y los pobres, la larga lista que nos rodea.

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Quizá ya habría que dejarse de pendejadas y asumir o aceptar la disociación patológica entre lo que se dice y lo que se hace. O, más bien, empecinarse en sortear esta reedición permanente del sueño, del proyecto, de entusiasmarse cada vez. A eso me refiero. Apelo a la cordura y a mirarnos en los ojos de los otros, calladitos la boca, y ver qué sale de ahí.

Podrían tomarse estas palabras como el detenimiento en el vaso medio lleno, esa imagen a la que acuden los orgánicos y los militantes cuando se los interpela por lo que sea. No, la pendejada a la que aludo tiene que ver con no arengar más con unas vidas y una sociedad que no existen, aunque sé que sin banderas y enunciados que entusiasmen, todo aparato discursivo se cae a pedazos.

No es que reivindique como proyecto político la derrota o la pérdida que sienten esas generaciones o miles de personas de esas generaciones. Es que tantos (ahora las generaciones se me entreveran y pienso más en sensibilidades) ya no tenemos en mente ese proyecto político (o no comulgamos con buena parte de lo que devino, aunque funcione por inercia y hasta tenga en sus urnas varias mortajas preparadas), sino uno vital que se ocupe de los sujetos. Claro que de la megaminería, los derechos humanos, la vivienda, la salud, salarios dignos y toda la larga lista, pero uno que nombre antes que nada esta discordancia fatal entre lo que somos y lo que queremos ser, entre lo que tenemos y lo que no, entre lo soñado y lo palpable, entre lo dicho y lo visto.

Quiero decir, y dejemos que el humor, si me sale, también hable: ni el “a pesar de todo no dejen de soñar”, ni el otro paso a dar aunque la utopía se aleje un paso más de Eduardo Galeano.

Así como ya no queremos criar niños que sueñen con ser princesas o príncipes azules que luego terminan fregando pisos o acomodando góndolas de supermercado, tampoco deberíamos azuzar los sueños a punto, siempre, de conquistar. Echémosle una miradita al mundo cada día, abandonemos las teorías que todo lo cierran, aceptemos lo hiriente prendido a nuestras pupilas. La historia es larga y está imbuida de esta repetición. Si se lo decimos al gran Otro (el capitalismo atroz), debemos también decírnoslo a nosotros: las cosas no andan bien, ni acá ni en la China. No seamos susceptibles ni ególatras, no es sólo un asunto nuestro.

Hace unos días, leí que los paranoicos y los enamorados (y parece obvio que los militantes férreos, o más bien los bodoques, son paranoicos y están ciegamente enamorados) comparten una característica fundamental: están condenados por la interpretación. El paranoico ve, encuentra o busca desesperadamente signos de todo lo que lo persigue allí donde esté, en cada enunciado y en cada intersticio. El enamorado, lo mismo: ¿Me querés, me dejaste de querer, hasta dónde me querés? Buscan el error o la falla para reponerlos, pero en el otro.

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Hace un tiempo que convive otra generación política con nosotros y con todas las anteriores, todas parecidas en ciertas variables pero con un tono o una actitud radicalmente opuesta. Quizá porque todavía no siente que ha perdido, es cierto, porque está en plena acción. La recién llegada -y ni tanto-, que vino de la mano del partido que gobierna y que quizá también tuvo su origen en militancias no partidarias, aunque luego hayan sido homologadas, en su mayoría, al FA y a gran parte de su aparato social, económico y cultural. Esa que no resiste ni soporta la duda, la interpelación, y huye como del diablo de la palabra “derrota” hasta en su lado más amable. Quizá fue una exageración condenarla y castigarla en el fragor del champán cuando, por intermedio de alguno de sus voceros, una noche se nombró a sí misma “la generación dorada de la política”. No lo hicieron más, pero algo de eso gotea en muchos de los nuevos militantes que no nombran la derrota: es quizá la primera generación política militante del FA que a la tristeza, ni cabida. Y que a la realidad, los números. Y que no paran de hablar de índices -y sueño y utopía, claro-, aunque miles de derrotados en serio (los de los cantes, por ejemplo, los que ganan apenas para el alquiler, todos los que todos vemos cada día) sean evidencia pura mientras ellos luego cuelgan todo el tiempo en Facebook (somos tan pocos, muchachos) las fotos de sus autos, sus cenas gourmet, sus continuos viajes al exterior. El mismísimo bienestar social. El de ellos. Está bien, repitamos que no podemos cambiar de plano todas las estructuras de poder, pero si van a hablar de pretiles y dos pesos más por cabeza para el pueblo, al menos tengan el pudor de no agitar permanentemente sus joyas. Es de una ostentación grotesca. Más, en este pueblito perdido.