Anduve todo el tiempo pensando en Uruguay y Argentina como nociones de sociedad, de patrias aluvionales, de desarrollos tan tempranos como impensados. Pensé en iniciaciones, en el Indio Pedro Arispe, en identidades, adhesiones, sueños y frustraciones fundidos en una identificación popular tan racional como la educación y el desarrollo, tan irracional como proyectar que un color legado por unos hombres que corren detrás de una pelota conforme la noción de patria.
El Indio Arispe, compañero de zaga del Terrible José Nasazzi, atesoró para siempre su concepto de patria y se lo transmitió a aquel magnífico Homero que fue Julio César Puppo, el Hachero, que nos lo legó para siempre: “Para mí, la patria era el lugar donde, por casualidad, nací... Era el lugar donde trabajaba y se me explotaba... ¿Para qué precisaba yo una patria? Pero fue allá, en París, en Colombes en los Juegos Olimpicos de 1924, donde me di cuenta de cómo la quería, cómo la adoraba, con qué gusto hubiese dado la vida por ella. Fue cuando vi levantar la bandera en el mástil más alto. Despacito, como a impulsos fatigosos. Como si fueran nuestros mismos brazos, vencidos por el esfuerzo, agobiados por la dicha, los que la levantaron. Despacito... Allá arriba se desplegó violenta como un latigazo y su sol nos pareció más amoroso que el de la tarde parisién. Era el sol nuestro… Abajo, las estrofas del Himno que llenan el silencio imponente de muchos miles de personas sobrecogidas por la emoción. ¡Entonces sentí lo que era patria!”.
Se ve que el motor de arranque, o algo así, fue algún sueño que no recuerdo. Cuando me levanté la tenía clarísima, y abajo de la ducha la escribí al santo botón en mi cabeza. Es al ñudo, porque a uno le quedan lindas esas ideas de una parrafada mental mientras el champú de hotel corre raudo, y uno o dos pisos más abajo las medialunas del desayuno son el botín perfecto para posponer la escritura.
Pero después -después de las medialunas, del mate, de la dificultosa tarea de hacer trámites cuasi burocráticos lejos de la burocracia de uno para conseguir la acreditación de prensa para el partido-, cuando uno se propone llevar aquellos párrafos al Word, queda paralizado y decepcionado porque ya no le sale, ya no es lo mismo o, lo que es peor, es una porquería comparado con aquello que escribía en mi cabeza mientras el agua caliente caía firme y sin pausa sobre mis ideas.
Me lo imagino desbrozándolo con un psicólogo. Nunca fui como parte de consulta a terapia, aunque una vez, después de haber visto a decenas de Jorges Marrale actuando de tal, después de haber leído y escuchado a Gabriel Rolón o al crack de mi compañero de clase Alvarito Alcuri, participé como acompañante, digamos, en una sesión y me pareció interesante.
Dígame, licenciado, ¿le cuento? Vine a Argentina con mi hijo más chico, Maxi, de 13 años, entusiasmadísimo por ver el partido, por ver a la celeste, por sentirse parte de. Es la primera vez que Maxi va a ver un partido de fútbol fuera de su tierra, porque, entre otras cosas, es la primera vez que Maxi ha hecho Migraciones y permiso de menor, o más acá en el tiempo, es la primera vez que duerme en un hotel lejos de su casa. Maxi, que no podrá ver el partido conmigo porque él no es periodista y por tanto no puede ni pensar en una acreditación o pase de prensa, se trajo una bandera uruguaya en sus hombros y anda tomando mate por las calles de Mendoza.
Hace 16 años, en octubre del 2000, vine a Argentina con mi hijo más chico en ese entonces, Kike, de 13 años, que entusiasmadísimo vio aquella vez su primer partido de fútbol lejos de su tierra, porque aquel era su primer viaje con Migraciones y permiso de menor, y tal vez su primera noche de hotel. Kike andaba con una bandera uruguaya en sus hombros, amargueando tempranamente, vibrando por aquel viaje, aquel partido y ser parte de. El día que salimos hacia Mendoza con Maxi, Kike cumplió 29 años y le contó a su hermano de aquel viaje que, de alguna manera, estoy descubriendo, es un eslabón fuerte de ritos de iniciación que nunca terminan y que componen las expectativas que uno va forjando mucho antes de ser lo que termina siendo. Está fuerte.
Uruguay y Argentina, hombro con hombro y espalda contra espalda, fueron los antagonistas que forjaron la grandeza del fútbol de selecciones. En la génesis del fútbol internacional, pasión de multitudes, están los hermanos Brown y Piendi, el Terrible Nasazzi y Nolo Ferreira, uruguayos y argentinos, porque el fútbol es el mejor invento de la historia de los ingleses, pero su desarrollo, madurez y brillo son patrimonio del Río de la Plata y de aquellos criollos, hijos de gallegos, tanos y rusos, que dieron vida a la pelota, las camisetas y las banderas. Lionel Messi y Luis Suárez, que hoy estarán frente a frente, lo sienten y lo saben. Es una vibra antigua, un recuerdo arcaico cargado en el ADN.
Hay mucho en un partido de fútbol entre Argentina y Uruguay, muchísimo más de lo que un potencial y desprevenido teleespectador o radioescucha del partido de hoy podría pensar. El clásico más viejo del fútbol del mundo ha determinado símbolos tan trascendentes como nuestro color celeste, que algunos hasta creen que es parte de nuestros símbolos patrios, pero fundamentalmente es una forma de entender el juego con tanta intensidad y determinación, que nos ha heredado el fuego para la forja de los futboleros del mañana, que han sido los del ayer y los de siempre.
Un padre, una madre, una hija, un hijo, un nieto, la mano, el abrazo, una camiseta, una bandera, la convicción del aprestamiento, la conmoción emocional y la enormidad de un Uruguay-Argentina. Único, inigualable y para siempre.
Es la hora.
Te llevo tatuada en el pecho.
El Chenlo, un nieto de Nasazzi, un padre, un abuelo, desde Mendoza