Ya dije que me gustó de una forma muy concreta: como testimonio aleccionador. Pero luego me pregunté qué es un testimonio aleccionador; para qué sirve, cuál es su eficacia.
He leídos varias críticas de la película y alguna que otra entrevista a la directora, pero no tengo respuestas. De todas formas, tengo hipótesis. Puedo plantear, sin sentir que estoy diciendo algún disparate, que la película pretende extender, entre el público uruguayo, la conciencia del horror de la dictadura. Ahora bien, ¿para qué? Para formar ciudadanos más atentos, empáticos y sensibles ante el terrorismo de Estado. ¿Y para qué? Para que podamos compartir la lucha de las víctimas y sus familiares, para que enfrentemos ese terrorismo -que vive, muta e incluye a otros tipos de víctimas-, para desencadenar en nosotros algún tipo de acción política. Para que hagamos algo.
Esto es una propuesta de lectura. Es mía. No se le puede cargar a la directora ni a nadie más que haya estado involucrado en la producción de la película. Dudo que la suscriban. Tal vez sí, aunque sin dudas no en los términos esquemáticos en que lo estoy haciendo.
Esta propuesta inscribe a Migas de pan en una tradición del arte político; más concretamente, en aquella que pretende que las intenciones de un autor pueden trasladarse a su obra, y esta las puede trasladar a los espectadores, con el fin de desencadenar en ellos una reacción específica, como si entre las ideas o emociones del autor, por un lado, y la conciencia y acción de los espectadores, por otro, se moviera un péndulo capaz de recorrer fluidamente la distancia entre los dos. Y ese péndulo se llama obra.
No digo nada nuevo. Por eso, para decirlo mejor, le pido ayuda a Jacques Rancière.
En varios de los ensayos incluidos en su libro El espectador emancipado, Rancière expone el caso de una serie de fotografías de la artista estadounidense Martha Rosler, titulada Bringing the War Home (algo así como “trayendo la guerra a casa”), de comienzos de la década de 1970. Las fotos de Rosler eran collages. Contenían, por un lado, un símbolo de la vida lujosa y confortable que disfrutaban (o que el sentido común yanqui pretendía que disfrutaban) los estadounidenses; por ejemplo, la imagen del interior de una residencia moderna de clase media alta. Por otro lado, impresa sobre aquella, una imagen del horror que Estados Unidos estaba provocando en Vietnam mediante la guerra: subiendo por la escalera del living de esa casa aparecía una madre vietnamita cargando a su bebé muerto. Con ello, Rosler pretendía (o dice Rancière que Rosler pretendía) hacer consciente al espectador de que su disfrute de los bienes de consumo que hacen a la felicidad doméstica estaba directamente relacionado con la política imperial de su país. Más claro: que ustedes, American people, pueden vivir en el lujo porque gozan de los recursos que Estados Unidos extrae por la violencia a los pueblos subalternos. Mírenlo, ¿no entienden? Sí, eso, que la casita preciosa que te compraste en las afueras de Nueva York, que el toque de decoración vanguardista que tus ingresos de primer mundo pudieron permitirte, que incluso el hecho de que estés en esta sala del MOMA mirando arte con la cabeza ligeramente ladeada y una copita de champagne en la mano sólo es posible porque sos parte, aunque sea por omisión, de la política de exterminio llevada a cabo por el mismo Estado que garantiza tu disfrute de todos esos chiches.
Se supone que abrir los ojos ante este hecho, sigue Rancière, debería comprometer a los espectadores en la lucha, debería sacudirlos por dentro hasta el punto de que no pudieran soportar su vida más que por medio de un cambio radical que los redirigiera hacia el compromiso antiimperialista.
Pero este efecto no se podía verificar. Porque las imágenes de Rosler, es cierto, eran difíciles de soportar, pero no hay razón para creer que su contemplación fuera a concientizar sobre la culpa del imperialismo y, además, fuera a transformar esa conciencia en militancia. Porque para que eso pasara, el espectador debía estar convencido de antemano de que la culpa de la guerra de Vietnam debía cargarse a la cuenta del imperialismo, y no a explicaciones apolíticas del estilo “la locura del género humano”. También debía creer previamente que su prosperidad estaba asociada al imperialismo y no a otras causas, por ejemplo, su esfuerzo personal. En una palabra, termina Rancière, el espectador debía sentirse ya culpable de mirar la imagen que debía provocarle sentimiento de culpabilidad. Ergo, la imagen sólo convencía a los convencidos.
Capaz que me equivoco. Es problable. Pero creo que hay un límite bien marcado para ficciones como Migas de pan. Y ese límite somos nosotros. Soy yo, que escribo sobre la película. Sos vos, que pasaste la mitad de este texto y seguís leyendo. Son los que fueron a verla como parte de un ritual de sanación. Y son los que me dijeron que no irían porque esa historia ya la conocen y no quieren revivirla. Quiero decir que para participar en eso llamado Migas de pan hay que ser parte de un convencimiento previo sobre la relevancia y las responsabilidades de aquello que se está mostrando. Pero además, quiero decir que tampoco eso alcanza. Porque al igual que ocurre con el espectador neoyorquino que se inventa Rancière -que debía haber relacionado, antes de ver la obra, su vida de confort con el imperialismo y no con otras causas-, el uruguayo debe creer previamente que Liliana, la protagonista de Migas de pan, es una abnegada mujer que sacrifica su seguridad por el bien colectivo, y no una adolescente ingenua e inconsciente que pone su vida en riesgo por ideas irrealizables y que, además, lo hace a costa de abandonar a su hijo. Y que esa conexión suceda no es para nada evidente. Y mucho menos evidente lo es para la gente de mi generación, aquellos que nacimos al borde del final o luego de la dictadura, los que crecimos en el mundo que ha ridiculizado las utopías o las ha resignificado como ideas cool para el mercado publicitario (a todo esto, me vuelvo conservador, lo admito, pero por favor, que alguien les prohíba a los publicistas el uso del concepto de revolución para vender facturas electrónicas u otros fetiches tecnológicos. Basta, señores, ganaron, no peguen en el piso).
Temo no ser claro y, mucho más, ofender. Saludo la película y me alegra que lleve varias semanas en cartel. Pero me pregunto por las representaciones que nos faltan, por las formas de abordar el horror que podrían sacudirnos, incomodarnos, perturbarnos, desorientarnos, dejarnos al final del viaje en un lugar diferente a aquel por el que comenzamos. Me pregunto por un arte que no funcione como un ariete chocando contra la puerta de la fortaleza con la esperanza de que esta alguna vez ceda, sino como una bomba de fragmentación que limpie el terreno y sacuda lo que hay en él. Me pregunto por esas ficciones que pueden desacomodar a los seguros, a nosotros, a los que compartíamos el universo de referencias y estamos “de acuerdo”, y a veces tan de acuerdo que quedamos girando como un trompo en torno a nosotros mismos.
Claro que no tengo respuestas. Pero intuyo que un camino es abrir la cancha de las voces, y, para eso, nada mejor que la ficción. Hacer hablar a los perpetradores, al hombre común, a los impostores. Reconstruir la trama de sentidos que se pusieron en juego en el pasado tal vez pueda servir de espejo para iluminar las redes que nos sostienen y sujetan. Porque hoy tambien hay Lilianas y hay Garones. Y hay maridos, nueras e hijos de Liliana, aunque no tengan voz ni nombre.
Me quedé sin espacio. Quería hablar de Jack Nickolson en A Few Good Men, gritándonos a la cara que no estamos preparados para la verdad. Quería hablar de Jihad Diyab. Pero supongo que ya habrán entendido.