Hace años, cuando era adolescente y con mis amigos hablábamos de sexo -siempre el de otras personas, nunca el propio, o, cuando menos, nunca el propio como algo personal, subjetivo, interpelante, o sea, como algo diferente al modelo de las películas porno- y alguno de ellos se reía de lo que hacían otros -por ejemplo, “viste que x le chupó la y a p y después estuvo con q”, je je je-, había uno que pedía atención, bajaba el volumen de la voz casi hasta el susurro y decía: “Muchachos, les voy a contar un secreto: algún día, ustedes también van a coger”.
Estamos en 2016 y el sexo nos sigue sorprendiendo. ¿No es raro? Sí, señores, cogemos, hacemos el amor, garchamos, nos enfiestamos, con hombres, con mujeres, con personas a las que no les interesa definir su género, con nuestras novias, compañeros, amantes, prostitutas, esposos, amigos, amigarches, taxiboys y con nosotros mismos por medio de fantasías o de la luz proyectada por los píxeles de una pantalla. Por supuesto que no todos hacemos todo, y está perfecto, porque tampoco se trata de ser un anti Nicolás Cotugno y andar apostolando la altersexualidad como una nueva máxima moral. Cada uno sabe más o menos qué le da placer y trata de encontrarlo, y cada uno debería buscarlo -acá sí me pongo moralista- sin usar al otro, porque el sexo puede lastimar de muchas maneras, ya que siempre incluye a alguien más, y olvidar eso es la base para terminar corderizando las relaciones sexuales.
Dicho esto, me pregunto cuándo llegará el día en que dejarán de sorprendernos los videos íntimos sexuales que circulan por la web. De famosos y de no famosos. Y, además -de la mano con lo anterior-, cuándo dejarán de avergonzar a sus ocasionales víctimas. Ojo, no me quiero hacer el crack; lo entiendo: si me pasara a mí, supongo que me daría mucho calor. Sin embargo, al mismo tiempo, espero que un día de estos alguno de sus protagonistas se ponga de pie, pida silencio y nos revele ese secreto tan bien guardado: las personas cogen. ¿Qué es lo raro?
Paro las rotativas y abro un largo paréntesis: escribo esto el sábado 17 de setiembre de 2016, inspirado por el revuelo virtual causado por el video íntimo de un famoso periodista montevideano, y veo, en las redes, que el hombre hace un descargo en los términos exactos en que estoy planteando el problema: palabras más, palabras menos, se pregunta si la gente que lo critica no coge. Y me alegro de leerlo; no sólo porque estoy completamente de acuerdo con él, sino también por la justicia poética que encierran sus palabras: un tipo que se ha divertido hasta el cansancio jugando en las redes al machista políticamente incorrecto termina defendiéndose mediante un argumento que han construido tantas mujeres expuestas alguna vez a videos de este tipo. Esas mujeres -casi siempre jóvenes y adolescentes calificadas de putas y briscas por el veredicto de la exposición pública- han redactado un protocolo de respuesta para esos casos -porque cuando Facebook te escracha también te da un micrófono para que te defiendas- en términos del estilo de los que siguen: “Sí, garcho, y a veces me filmo; ¿cuál es el problema? ¿Por qué lo mirás? ¿Te gusta? ¿Te interesa? ¿Acaso no cogés vos? Qué lástima”. He aquí una apropiación política del cuerpo, un potente artefacto que invierte la carga de la prueba -ya que le pregunta al espectador: “Si no te gusta, ¿por qué mirás? Y si te gusta, ¿por qué no probás?”- y cuya elaboración hay que agradecer, reitero, a esas “briscas”, que, además, la ejecutaron de una forma tan abierta como para que los varones y adultos conservadores también pudieran apelar a ella en caso de necesidad. Salud.
Yo doy 15 o 20 años para que la práctica de filmarse manteniendo relaciones sexuales no sorprenda a nadie, para que sea tan normal como ir a comer asado con los suegros el domingo. Mis hijos, si algún día los tengo, seguramente transmitirán en vivo su debut sexual y a mí me dará tanto pudor que tendré que bloquearlos o cerrar mi cuenta de Facebook. ¿Les parece poco probable? Traten de meterse en la subjetividad de una persona cuya imagen -gracias a las ecografías 4D- circula por las redes incluso antes de haber nacido. Lean de vuelta: incluso antes de haber nacido, incluso antes de ser. Imaginen que desde el primer día de su vida -y, desde ahí, todos los días para adelante- sus padres o adultos responsables están fotografiándolos, filmándolos y premiándolos con risas o besos cuando hacen algo gracioso para la cámara. Imaginen no poder separar la ficción que impone sobre el cuerpo el registro visual -no sé ustedes, pero yo, cuando me filman, me pongo duro como una estatua, hablo distinto, trato de parecer lo más digno posible, hago chistes de mierda, me pongo nervioso y termino haciendo al ridículo-, de la vida cotidiana, de la voz y el gesto espontáneo, de ser sin pensar. Imaginen que la cámara no fuera un intruso, sino un apéndice, algo plenamente integrado a la vida. Y entonces piensen, sinceramente, si no se grabarían cogiendo.
¿Esto es inevitable? Sí. Lo de filmarse va a pasar cada vez más, hagamos lo que hagamos. En la conformación de esa cosa que se llama subjetividad y que se hace mediante la relación con otras personas, la camarita jugará un rol cada vez más importante. Y antes de que estalle el moralinómetro, bien valdría recordar que haber nacido en un mundo hipermediatizado no es culpa de las nuevas generaciones.
Pero, además de inevitable, es incontrolable. Y ahí está lo bueno de todo esto. Lo que va a pasar se ubicará en algún punto, imposible de precisar, entre los dos siguientes extremos. Uno: un futuro terrible y desolador. Empujadas a reproducir los modelos de comportamiento divulgados por la industria y los medios pornográficos, las futuras generaciones perderán todo atisbo de subjetividad y se transformarán en meras máquinas copulantes sin sentido. Cogerán como cogen los actores porno o los bailarines de Tinelli y producirán una chorrera de posteos sexuales en las redes, todos igualitos a sí mismos y todos versiones baratas del mismo vacío espiritual del que adolecen los profesionales del mete y saca.
Dos: todo lo contrario. Munidos de poderosas herramientas de expresión y comunicación, los jóvenes producirán formas nuevas de explorar su subjetividad y de elaborarla colectivamente. Otra sexualidad surgirá del intercambio abierto de experiencias, libre del tamiz uniformizador impuesto por los medios de comunicación dominantes.
Entre ambos puntos, infinidad de grises. Si tuviera que pronosticar uno, me quedaría con el segundo, aunque pecara de un optimismo adolescente. Pero, en rigor, es evidente que van a pasar las dos cosas. Porque ya han pasado las dos cosas. Porque siempre pasan las dos cosas. Porque no es la primera vez que la sociedad se enfrenta a un encrucijada de este tipo, y siempre una ampliación o renovación en la caja de herramientas que los seres humanos usamos para conceptualizar y crear nuestra realidad redunda en nuevos medios para la dominación y para la libertad.
Por eso, discutir por qué la gente se filma cogiendo no tiene mucho sentido. De aquí a poco va a tener tanto sentido como discutir por qué la gente coge. Y lo mismo vale para todas las formas de la exposición de la vida íntima en las redes: ¿por qué la gente se saca selfies?, ¿por qué cuenta en Facebook los fracasos de su vida amorosa?, ¿por qué muestra los símbolos de su acceso al consumo de bienes y servicios? Porque puede. Y, a no ser que sobrevenga una improbable catástrofe tecnológica, va a poder seguir haciéndolo.
Sin embargo, eso no quiere decir que haya que quedarse de brazos cruzados, esperando que el mundo venga y haga, sino todo lo contrario. De lo que se trata es de subjetivar a las personas y objetivar los dispositivos. Pero si más arriba dije que el dispositivo es un ápendice del cuerpo, y que por eso no tenemos conciencia de él, ¿cómo se hace entonces? Linda paradoja.