Perdí mi último celular hace siete años. Era uno de esos negritos y cabezones que ya por entonces los pibes chetos calificaban de “teléfono del Plan de Emergencia”. Me lo robaron en un subte de esa ciudad que debería ser declarada ilegal, encerrada en una jaula para leones -que, a su vez, debería ser depositada en un contenedor transatlántico y este contenedor asegurado sobre la cubierta de un buque- y trasladada hacia el medio del óceano para luego quedar flotando sobre las coordenadas de latitud-longitud más alejadas de cualquier superficie terrestre; me refiero a Buenos Aires.

No es que no haya vuelto a usar celular desde entonces, sino que ninguno ha sido de mi propiedad. Lo que me salvó de caer al vacío por un agujero de la malla de la red de la comunicación fue observar atentamente a las mujeres y comprobar -esto lo digo parado en los pedales, pese a que no haya estadísticas que lo respalden- que cambian de teléfono celular mucho más seguido que los varones, y que cuando lo hacen, al viejo lo descartan. Cuando eso sucede aparezco yo, inquiriendo tímidamente sobre el destino de esa pieza de tecnología algo vetusta pero todavía viva, y si la respuesta es un tipo de cara que significa algo así como “no sé, me chupa un ovario”, en dos o tres movimientos termino por obtenerlo en carácter de préstamo sin plazos.

Hace una semana mi novia fumaba un cigarro en la vereda de casa cuando recibió una llamada. Era un robot empleado de la empresa de telecomunicaciones de todos los uruguayos. Palabras más, palabras menos, el robot le espetó con dureza que el tipo de contrato que los unía mediante el teléfono celular por el cual ella lo oía en ese momento estaba por caducar y que, por razones poco claras, pero en las que no quiso ahondar, ese contrato no podía ser renovado. Sin embargo, no todas eran malas noticias. A cambio de la molestia, el robot le ofrecía un nuevo tipo de contrato -más caro que el que ella tenía, es verdad- acompañado de un extraordinario teléfono celular, nuevito de paquete, a un costo cuatro veces inferior al precio de mercado.

“¿Qué te parece?”, preguntó el robot, con su habitual voz metalizada. Entonces mi novia dejó el pucho en el pretil de la ventana y asomó la cabeza por la puerta: “Mauri, ¿querés un celular nuevo? El tuyo anda como el culo”.

Y como respondí que sí, ahora dispongo de los medios técnicos para, en un mismo gesto, quemarme bajo el sol de la playa de Piriápolis y escribir este texto, gracias a una aplicación del celular llamada algo así como “Documents” -el nombre puede que sea distinto; estoy inventando- que simula un procesador de textos igual al que tengo en la computadora. Me cuesta un poco, es verdad; tengo los pulgares gordos y paso errándole a las letras. Además, por una cuestión de salud mental, me resisto a tener internet fuera de las zonas wi-fi, así que cuando termine de escribir este texto voy a tener que esperar a llegar a casa para enviárselo al editor. Sin embargo, la posibilidad de escribir “en tiempo real” -sea lo que sea que esto signifique- me tiene fascinado. Porque para escribir a mano, lamentablemente, hace tiempo que perdí las capacidades.

Dejo sobre mi regazo el libro de Pedro Mairal, atraído por una familia que toma el sol diez metros a mi izquierda. Son tres personas: dos adultos y un niño. Los adultos son un hombre y una mujer. Andan entre los 35 y los 40 años y deslumbran con sus cuerpos. Él es pelado y no baja del metro noventa. Tiene la espalda y el pecho anchísimos y toda la musculatura de la cintura para arriba muy trabajada; las piernas no tanto. Impresiona un tatuaje que le cubre tooooda la espalda. No puedo ver bien el motivo pero no es nada sencillo; más que una imagen, parece un relato.

Ella, si bien está tirada sobre un pareo y por eso no puedo saberlo a ciencia cierta, es más bien baja, metro sesenta, no más. Es morocha y cubre sus ojos con lentes negros. Su bikini es del mismo color. Desde su axila hasta la cintura (por esa parte del cuerpo que está entre el pecho y la espalda, cuyo nombre desconozco y que, a falta de Google, no puedo averiguar en estos momentos) baja un tatuaje como de serpientes entrelazadas.

Los miro detenidamente y concluyo que son actores de películas porno. Tienen el cuerpo perfecto para ese rol. Imagino que se conocieron en un rodaje y se enamoraron.

Lo que desentona es el niño. No porque los actores porno no puedan tener hijos, sino porque es claro que su presencia incomoda a la pareja. Se nota que es hijo de él pero no de ella, que lo ignora. El niño revolotea entre ambos y le pide a él que participe en diversos juegos. A regañadientes, su padre se para y comienza a lanzarle un balón de fútbol americano, lejos, para que corra. El niño debe tener diez años y su imagen contrasta con la de sus adultos responsables. Es alto pero más bien gordito, y se mueve con torpeza. Siento que el padre se avergüenza de él. Luego de lanzar la pelota, mira a ambos lados para comprobar que nadie los esté viendo. Cuando gira la cabeza para mi lado, agarro el libro de Mairal y releo la escena del Santa Catalina. Pero quizá todo sean proyecciones mías.

Si pudiera volver el tiempo atrás, viajaría a Japón, un día antes de que se le ocurra la idea, y asesinaría al señor que inventó los teléfonos inteligentes. Como Sarah Connor en Terminator II: una noche de verano en la que el tipo esté por arrancar a cenar con su familia feliz, caigo con una metralleta por el fondo de su casa, le rompo el ventanal y le tiro a todo lo que se mueva, sin preguntar, sin contarle ni siquiera el motivo de una muerte que le parecerá, de llegar a tomar conciencia de ella, absolutamente carente de sentido.

Es verdad que eso me impediría escribir estas líneas. Pero también conspiraría contra las adolescentes que decidieron instalarse a unos metros de mi reposera y escuchar en repeat a Shakira pidiéndole a Carlos Vives que la lleve en su bicicleta. Trato de concentrarme en la letra de la canción, para escribir algo sobre ella, pero sólo entiendo alternativamente las palabras “bicicleta”, “Barcelona”, “lo que es vivir”, “te quiero tanto” y “latiendo por mí”. Y un odio profundo hacia la especie humana me sube desde el esófago y coloniza mi pecho, mis brazos, mi cerebro, y sólo un esfuerzo de autocontrol extremo logra evitar que camine hacia ellas, les quite el teléfono y lo lance hacia el océano haciendo sapito.

El ruido del mar es tan hermoso.

Este año hay muy pocos guardavidas en la playa, no sé por qué. Intuyo que eso tiene algo que ver con las últimas tormentas, que destrozaron, entre otras cosas, sus simpáticas casillas de madera. Sin embargo, creo que no es motivo suficiente para retacear el servicio, porque está bien, entiendo que no tienen dónde guarecerse del sol y los vientos y que eso es un problema, pero la gente se va a meter al agua igual.

No obstante, termino de escribir eso y veo a cinco o seis guardavidas caminando por la costa, en dirección hacia mí. Me pregunto si este año, en vez de observar la playa desde sus panópticos de madera, han decidido patrullar la arena en barra. Me pregunto qué pasaría si un bañista tuviera problemas del otro lado de la playa. ¿Juntarían sus anillos planetarios e invocarían al Capitán Planeta de los mares, para que vuele a salvarlo? Lo dudo.

Lo que sí hay más son marineros. Gorra, camisa, shorts, medias y championes, todo blanco. Son casi adolescentes. En mi zona hay dos que vigilan como si fueran policías. Cada tanto se suben a los restos de una casilla de guardavidas y miran desde allí. Uno es alto, gordito y de pocas palabras. El otro es bajo, flaquito y habla hasta por los codos. Me hacen acordar a Pinky y Cerebro. Ahora mismo están quietos, cinco metros a mi izquierda. Miran atentamente a la pareja de actores porno. Ella está acostada boca arriba y él está sentado, dándole la espalda. Ella se la rasca distraídamente, con un movimiento circular, repetitivo, sin mirar siquiera lo que está haciendo. Su uña larga y prolija roza el dibujo de una mujer hermosa, que estira el brazo hacia afuera y trata de evitar que las ramas de un bosque siniestro que hay a su espalda la capturen. La arena se mueve.