Aquí las distancias no se miden tanto en kilómetros. Se calculan en tiempo: a veinte minutos, dos horas o quince. Efecto del tráfico, claro está, y de una cultura de milenios, intuyo. Así que el campamento Los Conejos, en el estado de Hidalgo, está a dos o tres horas de la Ciudad de México si el trayecto es en auto.

¿Está segura esta gente que me invita a acampar? ¿Yo estoy seguro de querer hacerlo? Dejé de pelearme con carpas, sobres de dormir y fuegos que no sé encender hace más de veinte años. “Nunca más un campamento” era ya un enunciado asumido. Pero qué tentadora resultaba la invitación: somos siete personas, en dos autos, tres de ellos escaladores o montañistas profesionales, duchos. De armas tomar: carpas hasta de más, garrafitas, cálculo exacto del presupuesto de ganga por cabeza y por dos días. Además, un viaje fuera de lo urbano. Todavía deseo el Pacífico, pero no estoy para descartar experiencias vitales y visuales nuevas. Menos si voy con cinco mexicanos y un argentino (ya se sabe: siempre hay un argentino). Esa posibilidad de escuchar, envueltos en silencio, a los que portan su cultura. Rodearse de mexicanos, una apuesta. Y esperar lo que viene sólo confiando en la palabra del que hospeda. Nada de mirar fotos antes, de hacerse una idea; llegar virgen a algún sitio.

Ya salir de Ciudad de México en el asiento trasero de un coche todo lo paga. Soy un viajero, en caso de que lo sea, de asientos traseros. La construcción de esta ciudad, y los ojos que no alcanzan o que se queman de tanta imagen (quizá por eso noto que me estoy quedando un tanto chicato: cada salida infiltra mis pupilas). Esa inmensidad de avenidas y un barrio tras otro, puentes que se cruzan, autopistas que se elevan, todo de una ingeniería feroz, capitalista y alucinada, con miles y millones de habitantes que a uno lo ponen en su sitio, lo colocan con cierto alivio en el mundo: un viajero (flâneur, si me hago el afrancesado del sur) de asiento trasero.

No sé adónde voy, y me gusta. No sé bien con quiénes viajo, y me gusta más. Conozco a dos mexicanas (son parte de los cuatro inexpertos que viajamos), y eso también me alivia. Ya hemos conversado en la seguridad de un boliche y en la cómplice borrachera de una fiesta. Y entre ellos, tampoco se conocen todos. Uno conoce a dos; dos conocen a tres; uno no se conoce a uno (eso siempre). Nadie es adolescente ni inocente encantado por las montañas. O no sólo eso. Hay tres politólogas, un psicólogo, un actor, estoy yo.

La carretera casi nunca está sola o vacía frente a la imponencia del paisaje, que contiene pueblos y pueblitos o construcciones intermitentes pero ciertas todo a lo largo de dos o tres horas de viaje. Pueblos o delegaciones, ya saliendo de la Ciudad de México, en perfecta empinada, y pintados de colores (una politóloga ofrece la ironía: “Para mí que los coloreó el gobierno”); carpas enormes donde parar a comer, y puestos y puestitos donde lo mismo (comer, comer, comer: lo que más claro, se me hace, de la idiosincrasia y el placer de los mexicanos); interminables construcciones que en parte nos explican este país de 120 millones de habitantes. Y en esa inmensidad terrestre hasta el más experto alpinista –de campo o de ciudad–, con brújula, google maps y celulares y aplicaciones ultratecnológicas, se pierde. Es que, de pronto, la ruta se parte en tres y cada camino no conduce a Roma sino a distintos planetas. Nos perdemos, retrocedemos, damos vueltas en círculo y entre puentes, peajes y más rutas, con una calma chicha que sosiega mi ansiedad –disfruto de ser el viajero de asiento trasero, sin la responsabilidad del copiloto– de hombre que no siempre quiere saber dónde está, cuándo llegará, quién conduce. Confiar en la sapiencia y la hospitalidad del otro.

Pasamos Pachuca, la capital del estado de Hidalgo. Los caminos empiezan a serpentear, una empinada lateral de la ciudad desafía al auto, volvemos a perdernos. Cada vez que nos perdemos, los conductores de los autos se hacen señas, casi sin palabras o con un mensaje corto de Whatsapp, y nos detenemos a evaluar los puntos cardinales. Nunca hay bronca; tampoco demasiado apuro. Todos sabemos que de alguna forma el destino del día será conquistado.

Más ruta, o ya ruta interna, y de pronto, camino de tierra a diez kilómetros por hora (durante media o un poco más, y no sé cuántos kilómetros), rodeados de nada o de todo: selva y montañas. Llegamos a destino, pagamos por carpa y por persona (todo ínfimo), armamos las carpas.

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Los expertos se visten con toda su indumentaria y chiches (“quiero todos esos juguetes”, dice otra politóloga) que les hacen la escalada más fácil. Los inexpertos, como podemos, pero protegidos por los otros. Nos metemos bosque o selva adentro, en bajada y empinada y luego más empinada y otro poco más (recuerdo mis 30 cigarrillos diarios, aunque tampoco pienso en dejarlos). Primera sorpresa: una roca como gruta que es la puerta al siguiente escenario; una ventana en medio del camino (fila india), por la que se ausculta lo que viene, o lo que es. La otra inmensidad: montañas hasta los confines, altura que no produce vértigo, verde inaudito. Seguimos. Rocas, barro, madera, obstáculos. Silencio o respiraciones entrecortadas y los consejos de los expertos. Y cierta comunión: uno se detiene a respirar, los otros esperan. Hay tiempo. Al menos, hasta que el sol se mantenga en alto. Vemos la primera gran roca. ¿Hay que escalarla? En la cima hay una promesa. Todos lo sabemos. Apuro la crónica aunque fuimos despacio (el espacio –o el tiempo– del diario no es el mismo que el de la existencia). Uno asoma la cabeza a la punta de la roca y desfallece de asombro por lo nunca visto. Altura jamás trepada; una interminable sucesión de verde y montañas con sus relieves, recovecos, un más allá del cuerpo por suerte inaprensible. Por momentos, dan ganas de tirarse a esa inmensidad, pero no por suicida, sino por algo que invita, como si nos convirtiéramos en niños, a desplegar las alas que no tenemos: el viejo sueño de pájaro.

Los ojos de todos, perdidos. El silencio de todos, compartido. Lo inaccesible al entendimiento. Alguien se tira por dos horas sobre una roca, recibiendo todo el sol del mundo. Otro queda estupefacto, parado, frente a tamaña dimensión. Dos o tres conversan y callan, según el soplido del viento. Lo juro: nada es bucólico o soñado; todo es real. De pronto, estamos todos juntos frente al espectáculo callado, y de pronto uno se aísla y piensa o calla su pensamiento. Y también (hay politólogos, psicólogo, artistas) aparece la realidad, esa que está allá lejos geográficamente y acá cerca, en nuestras cabezas y corazones. Aparece México y el sismo y todo el dolor de la política, la corrupción, la mentira. Y Santiago Maldonado. Y Uruguay y yo, siempre aguafiestas. Que no es lo que cuentan o les contaron: campos vírgenes o fértiles vendidos a precio de ganga u oportunismo, discurso que no se aplica, un for export traicionero. Pero ningún discurso largo. Alguien dice y todos callamos. Nos damos cuenta de la mierda universal, de que no es momento de nombrar a México, Argentina, Uruguay o Latinoamérica. Lo decimos (deformaciones profesionales, y no somos tan bucólicos) y nos aliviamos como con el ejercicio de meditación, que tampoco es naïf. Es sólo dejar entrar aire a los pulmones, aflojar la contractura provocada por el mundo, ser un momento roca o el deseo de pájaro.

Silenciar nuestros saberes, aminorar nuestros dolores, mancomunar en la lengua quieta, tan quieta como esa naturaleza atroz, por bella, que por un segundo te murmura otras cosas. Y eso pienso y siento: por tan quieta, incólume, con un enunciado ancestral incontestable, es lógico que a veces reviente y nos arrastre, hasta nos mate. Si no la escuchamos, entonces grita cada tanto hasta rompernos el cuerpo, el pensamiento, las ciudades. Hasta su fin y nuestra finitud. Y un fuego azuzado en la noche (con mucha comida, chocolate y ron), donde cada uno cuenta una parte de su historia. O la calla.