Las sociedades y sus costumbres, así sean ancestrales, no son una entidad quieta, una pureza antropológica, una repetición de sí mismas. El Día de Muertos –o, más bien, los días y las noches que lo rodean– es todo a la vez: fiesta de disfraces, Halloween y sus calabazas, distensión propia y social y muchedumbre festiva o enajenada, o la verdad que se percibe tras la máscara, el encanto turístico y esa asfixia o anonimato en el centro de la ciudad el 1° de noviembre. Uno ya sabía, o lo intuía. En las grandes ciudades los festejos populares se asemejan: son populosos. Y aquí, tanto.

Es difícil, a golpe de ojo, calcular la cantidad de personas, pero uno no tiene más remedio que comparar masas con masas. El 1° de noviembre en el centro de la Ciudad de México casi que circulaba la mitad (si no el total) de la población uruguaya. Lo único que se me ocurre similar en mi recuerdo (por la cantidad de personas, insisto) son los grandes actos de masas cuando el auge del kirchnerismo en Buenos Aires o los dos primeros triunfos electorales del Frente Amplio en Montevideo. Qué pobreza de pueblos, pienso a veces, tenemos en el Río de la Plata, si todo festejo siempre está atado a la ilusión política o partidaria, a la disputa ideológica, a ese estricto sentido de la existencia. Y qué belleza, también. No alabo esos hitos o formas nuestras que sucedieron y nombré, pero parece que sólo por esos parajes o paisajes del entendimiento o la pasión es que podemos reunirnos de vez en cuando en muchedumbre, perder algún sentido ombliguista, aunque el día después, tantas veces, también sea de muertos, de otras muertes, las del batacazo de la realidad sobre esa otra mitología que encierra la política.

En fin, el día previo, el Centro era un hervidero. Infierno y Paraíso. Tortura para los solitarios o los que gustan de caminar aireados, festín para los que se mueven como coche último modelo en medio de calles atestadas, aunque haya inminencia de atascadero. Niños de mil disfraces (algunos tenebrosos), brujas de mil calañas, bares hasta la puerta. Me como un choclo embadurnado aquí, me tomo un helado allá, un pulque de nueces en el siguiente puesto, camino, miro, cierro los ojos de tantas imágenes juntas y no asimilables para una sola mirada.

La muerte o el disfraz como excusa para el olvido o la pertenencia a un todos quizás deseado. El más simple, ese de tránsito por las mismas calles.

Igual, uno sabe de sus límites o de sus fobias. Una concentración (sea política, festiva o ritual) tiene para algunos su tiempo justo. Tres horas así pueden ser una especie de eternidad mayúscula del encuentro colectivo, sea el que sea. Entonces uno se satura y se va con unos amigos, extranjeros y de este territorio, a otro encuentro, con vino, comida siempre y altar que tiene su sentido. Sea por los muertos (nos habite esa creencia o no) o por la estética cercana a lo kitsch y a lo mexicano (todo ese híbrido) que es espectáculo para miradas abúlicas o tristes. Calaveras y comida, santos y diablos, siempre el alcohol, las velas encendidas, la foto del difunto y la música de fondo.

Puede pasar lo mismo que cuando un ateo irredento conserva o valora las estéticas o los sentidos de algunos ritos, el afloje del pensamiento atado que siempre, aunque no quiera, se le escapa por las rendijas de los ojos; esas estampitas, o las estampidas de la vida. Relajarse, pues. Que no todo el que recuerda, festeja y le cocina a un muerto es un enajenado.

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Claro que mi ilusión estaba puesta, pura intuición o algo de zorro viejo, en el 2 de noviembre. La promesa era lo que todo extranjero que quiere contar lo que no sabe desea. Estar con una familia real, criada aquí, de larga vida. A veces hay que decir los nombres. Abril se llama. Ella está siendo mi guía sin fantoche ni folclore, lejos del turismo, cerca de cierta parte de la sociedad mexicana. Me invitó al Panteón donde está enterrada “la abuelita” y donde sus padres, hermano y tíos iban a pasar la tarde. Me perdonan, pero algunas coincidencias –que no sé qué vienen a decirme– me sedujeron por completo. “La abuelita” murió hace 15 años, el mismo día que yo cumplía no sé cuántos y –puedo decir “ohhh, Dios”–; el Panteón lleva ese nombre que me persigue, el del departamento donde nací o me crié (sea campo o ciudad): Panteón San José. No leí demasiado en los nombres de las tumbas porque temí encontrarme con el mío inscripto en una lápida. Aunque, vistas las formas, no me hubiera inquietado tanto. Cada lápida, rodeada de familiares o personas solas (algunas sin nadie, claro), y cada familia o cada deudo en su homenaje. Se escuchan risas, se pone el plato caliente preferido del difunto sobre un hornito, sus bebidas de siempre. Tequilas, pulque, cocacolas diminutas. La familia de Abril come chicharrón con picante alrededor de la tumba de la abuela. Y también conecta una laptop a dos parlantes sobre el altar para que la vieja escuche o ellos recuerden su música. Todo se hace tan natural que, si hay un momento de congoja o de silencio, pronto se disipa. O lo distraen los vecinos de parcelas, muertos y vivos.

Una mujer, sobrecogida y sola, preparó el altar con coca cola, comida y un tequilazo, y, sentada en una silla, con toda la serenidad de ese universo, lee un libro frente a su difunto. Pienso que le está leyendo algún pasaje de su novela favorita o, simplemente, algo que descubrió recién (me oriento por lo primero: es el homenaje a los propios). Al costado, unos mariachis entonan canciones románticas y clásicas. Pegadito, un muchacho está sentado solo al borde de la tumba mientras habla por teléfono. Inevitable pensarlo o fabularlo: está hablando con su muerto. Una familia numerosa (con niños que corren y juegan entre las tumbas de todos, sin que nadie sienta una ofensa) beben cerveza a piacere como no se puede beber en las calles de la ciudad. Una mujer, vestida de negro impoluto, reza, consternada, con el furor más católico, mientras el resto de los deudos la acompañan. Otra veterana, vestida de mil colores, canta una cumbia con una voz de otro mundo al compás de los cuerpos que la siguen en el homenaje. Y de otros: Abril y yo nos tiramos unos pasos de baile inevitables en el cementerio. Y todo rodeado de color chirriante, desbordado, de calaveras y vestidos hechos a mano, de jardines y flores y figuras que componen escenografías de película o realidad pura y blanda. Película para mí, que no sabía de esta realidad, de estos sentidos.

En un momento la Policía (siempre la Policía) sugiere que el rito o la fiesta se acaban, que el cementerio cierra. Yo saco fotos como loco en un cementerio donde soy el único extranjero (estoy casi seguro) con una Nikon pegada a mis ojos. Me lo dicen la tonalidad de las pieles y el barrio. Un cementerio obrero en un barrio obrero (delegación Iztacalco). Soy el “güero” del cementerio (qué metáfora) pero nadie me lo hace notar. Soy, quizá, el hijo de aquel otro cementerio lejano y presente en mi vida llamado San José. Y quizá, también, a mil kilómetros de todo este rito y estas coincidencias –la abuelita muriendo el día de mi cumpleaños, la idea de una ciudad con nombre propio y de panteones– me traigan algo de paz, de entierro, de reconciliación, de ver entre la muerte la posibilidad bailable de la vida. De algún perdón.

Mientras la Policía nos desaloja, Abril, sus padres y tres tíos cuchichean algo que Abril enseguida trae a mis oídos: “Dice mi familia que si quieres puedes venir a nuestra casa a la cena del Día de Muertos”. Es lo único que esperaba, casi en rezo. Nos subimos todos a una camioneta con cajuela. Los más jóvenes (de edad, que no de espíritu) vamos atrás. Nos detenemos varias veces en el trayecto: en este comercio (ninguna cadena de supermercados: ellos también son comerciantes), las cervezas. En aquel bar, el pulque que tanto le gustaba a “la abuelita” (un litro por día se bajaba, tranquila, la señora) y que no conseguimos porque ya se agotó. En otro, las tortillas. Yo quiero en cada lugar pagar algo, aportar al rito, y es imposible: ponen sus cuerpos ante los mostradores o ventanillas dejando el mío en segundo plano y mi plata, otra vez, en el bolsillo. No hay forma, me dice Abril, y está bien: me rindo ante los que por una noche quieren darte todo sin nada, nadita, a cambio.

Y llegamos. Y con el encanto del encantado, no por lo exótico sino por la hospitalidad, me entrego. Manden. Sí como mole y pollo, sí tomo cerveza negra, sí una sopa deliciosa.

El lugar es una especie de garaje enorme (que alquilan para algunos autos), pero también un sitio que crearon entre todos para hacer fiestas, reunirse, bailar, vivir a los muertos. Tiene una especie de escenario en donde con un tío (narrador oral incansable) enseguida decimos que haremos, pronto, un encuentro de lecturas, bebida y música. Al fondo, una barra armada o casi lista para servir mil bebidas, con una alusión clara: “Cien años de soledad... Macondo”. Una pista enorme en cuya pared de fondo se ven negros dibujados bailando su salsa. Y luces psicodélicas listas, casi gritando ser encendidas.

Una mesa de Día de Muertos que contiene toda la delicadeza: platos preciosos, mantel blanco, impoluto, con calaveras vivas y bordadas. Por supuesto, música de fondo: todos los clásicos de muerte y vida, y mucho romanticismo, de pura cepa mexicana folclórica y verdadera. No miente lo folclórico cuando tres generaciones cantan la misma canción.

Como en todo encuentro con un desconocido o intruso, al principio las cosas van lento, pero la comida, el beberaje y los ojos (lamento decirlo así de encantado, sin encontrarle pelos al huevo: es que no los tiene) van aflojando la conversación y el humor. No sé si es una cuestión de nacionalidades o de encuentros y nada más, pero ya he notado que muchos mexicanos también manejan cierto humor negro y sarcástico, o se regodean en él, en la burla de sí mismos, en “torear” al otro. Yo en mi tango, entonces. De pronto, el tío de Abril me organiza el cumpleaños en ese lugar. ¿Qué quiero de comida para mis amigos? ¿Cuántos serían? Esa fiesta ya es un hecho, sentencia. “Y al mismo tiempo, ya recordamos a la abuelita”, dice, y se manda una carcajada. Así, todos vamos aflojando la boca, o lo que queremos decir.

Una tía, la más callada (y la que rompe muchos de mis prejuicios, quizá hasta de mi racismo o asociación etnia–cultura), se larga en un monólogo para filmar o retener en la memoria. Habla por todos: hijos de madre (la abuelita) que trabajó hasta el cansancio vendiendo comida en las calles (y díscola, me dice Abril, o anarca de actitud, de dejar esposo por antojo o deseo, en una época imposible para eso). Todos los hijos, tras ella. Ganándose las tortillas. Aprendiendo a hacer cuentas a los cinco años y negociando con la vida. Fantaseando, también: la mamá de Abril, que invita a los compañeros de escuela a su casa a mirar la televisión, sin televisión alguna. La tía, la que habla por todos, y su hermana, metiéndose a trabajar en una fábrica de costureras a los 16 años. Mil horas por jornada y hace mil años. Hasta que un día a una se le ocurre preguntar en una escuela, ya con 24 años, cómo hacer para terminar la primaria. La maestra que las detecta y las quiere ubicar directo en sexto año. Pero la tía que no, que de ninguna manera, si sólo cursaron hasta segundo. En quinto, dice entonces la maestra. Que no, que no. Transan en tercero. Y luego viene la secundaria, y la tía, que habla por todos, que llega a tener dos títulos terciarios. ¿Y qué va a hacer uno ante tamaña vida? Escuchar, admirarla, pedir, a lo uruguayo borrachín, un brindis por ella.

Pero fueron años de fábrica. Y en esos años también fue el terremoto del 85, y la famosa fábrica de costura en la que trabajaban se vino abajo y se cobró la vida de decenas de mujeres. No las de ellas. Ni tampoco la de su compañera costurera Evangelina Corona, que se convirtió en símbolo de la lucha sindical mexicana y que trabajó los sismos de aquel sismo (muchos relatos) con la escritora Elena Poniatowska. “A veces Eva se sienta aquí con nosotros”, me dice la hermana que habla por todos, y a mí, literalmente, la boca se me hace agua, o las palabras del otro me piden un texto. Y siempre me pasa lo mismo. Llega un momento en que ya no puedo digerir más; necesito volver a mi búnker, procesar por días todo lo visto y escuchado. Porque de eso se trata: de ver, de oír. Y luego vaya a saber qué hará uno, más allá de un texto, con todo eso. Igual me voy con otro sabor predestinado en la boca. El tío no afloja y, convencido, me dice: “El día de tu cumpleaños y el de la abuelita, ¡pozole!”. Después del Día de Muertos, fallezco por días. Y revivo.