I. Aún no me acostumbro a viajar en el transporte colectivo (trolebuses, metro, camioncitos) con mirada ensimismada. Viajo como una especie de niño famélico de imágenes. La etnia, o el viejo concepto de raza, aún me atropella. Los primeros meses, caminando por calles tumultuosas, sentí en carne viva lo que era ser un blanco. Más bien un güero o, cuando ya alguien entra en confianza contigo, el “gringo”, aunque muchos sepan que sos del sur y no ciertamente de Latinoamérica. Los primeros meses me sentí así: blanco. Y más blanco y extranjero cuando me hablaban (o me hablan) en inglés.
Supero el trauma porque no lo siento mío. Pero hablo de otra cosa: la portación de piel. Escribo y pienso, sin manipulación ideológica, de algo que se siente. En la calle, sobre todo, y más allá de ciertos circuitos mundiales y culturales, que tampoco todo lo garantizan.
El trolebús me da una pista cierta. Cerca de mí, una mujer pelirroja y con pecas, de rulos grandilocuentes y ojos verdes. Sus dos hijos, niño y niña, casi un calco, sólo que rubios. Hablan con acento propiamente mexicano. El contraespejo: una mujer de rasgos indígenas sentada enfrente, que también va con sus dos hijos, de piel cobriza, más o menos de la misma edad que los niños rubios. La madre pelirroja les habla a sus críos con tono alto, les indica calles, les pregunta por la tarea. La madre de rasgos indígenas los mira detenidamente mientras, en silencio, cobija entre sus brazos a los suyos. Cuando la pelirroja y sus niños bajan y cruzan una calle, la otra madre comenta: “¡Qué belleza los güeritos!”. Su hija, de no más de seis años, abstraída, le responde con un “¿qué?”. La madre repite la sentencia o la condena. Sus niños no dicen nada. Y a mí se me viene a la cabeza toda la imagen de la “belleza” que se intenta vender en cada cartel publicitario, gimnasio, refresco, marca de ropa, teléfono, iPad, en todo lo que se comercia: la belleza de los blancos sonrientes como conducto para que compre lo que sea la inmensa mayoría de los mexicanos de otras pieles. La piel como moneda de cambio. Y no termino de creérmelo. Es que cierta belleza indígena (hablo de lo estrictamente superficial, la piel) puede erotizar hasta a los muertos.
II. En México también hay afrancesados, europeizados, miles que piensan a través de los autores y creadores del siglo XX y el XXI que nos seducen a muchos. Están Gilles Deleuze y Michel Foucault y Pierre Bourdieu, y sume a la lista las vanguardias europeas y sus propuestas del ágora o los griegos, conviviendo con la cultura ancestral de esta tierra. Millones, claro, nunca escucharon esos nombres. Hay una contemporaneidad europea que cala hondo en la producción y el pensamiento latino –más allá de otras expresiones de deseo, y de este norte a sur de un continente inasible– y que nombra con rabia y encanto a Judith Butler o Jacques Rancière y cientos de ellos. Pero eso no tiene por qué ser acusable. Y además, intuyo o veo que, para muchos, pararse desde esos paradigmas u ontologías con la calle o con un territorio que explota de indigenismos se vuelve más complejo y desafiante.
He visto obras de teatro, por ejemplo, en las que el sustento o colchón teórico provienen de Europa, pero que detienen su mirada en los feminicidios de Ciudad Juárez. Una conversación o varias de escuchas insolentes, robadas, me alertan sobre este asunto. Dos uruguayos de izquierda, artistas, intelectuales, güeros, de pensamiento que muerde su origen en la Revolución Francesa y sus tópicos, con un amigo mexicano (“chilango”, en verdad: el que no es de Ciudad de México pero la adoptó como suya), no güero, igual de intelectual, formado, con lecturas muy compartidas pero con un asunto de la cultura, las creencias o ciertos paradigmas sociales que los pone en disputa: la Virgen de Guadalupe. Los uruguayos, hasta el fin de sus argumentos: enajena el pensamiento, condena al placer y a la mujer, pone en la gracia de lo divino las perpetuaciones sociales. El chilango, con otra perspectiva: imposible entender al pueblo mexicano si no comprendemos la devoción a sus imágenes religiosas. Esa imagen y otras como depositarias del deseo de cambio individual y social, de una comprensión distinta de la existencia, que no los aleja de sus mil horas de trabajo y condena. Yo escucho, tomo partido por ambos. No creo, desde hace mil años, que lo cristiano enajene por sí mismo. También creo (y digo “creo”) que poner el destino en manos de una virgen anula todo cambio. Pero no se trata de la imagen, sino de la forma en que las personas se relacionan con ella.
Y anoto la campaña de odio de hace unos días, desatada en Brasil por grupos conservadores y religiosos a ultranza, cuando la filósofa Judith Butler pisó el aeropuerto de San Pablo. La bruja, la portadora de ideología de género, la perversa. Hasta quemaron su imagen en vivo. Ella escribió una carta astuta y, también, creo, honesta. Hizo un repaso del odio de siglos, del machismo introyectado, de su propuesta de pensamiento vital: la libertad de cada uno para convivir en sociedad. Y devolvió con elegancia el golpe sin poner la otra mejilla: quizá habría que rescatar lo mejor del cristianismo. Su amor por el prójimo y cierta búsqueda de una comunión ontológica.
El problema, tantas veces, creo, son más bien los ismos y no tanto las personas que los practican. Y pasa con todos: comunismos, islamismos, cristianismos, doctrinas intencionadas de poder.
Ahora los uruguayos y el chilango vuelven sobre sus argumentos: el mexicano se va furioso de la casa de los orientales, que, a su vez, quedan afectados por la virulencia de la discusión o por el desentendido mayúsculo. Al otro día recibo un mensaje de texto que, por suerte o gracia, rezaba: “Ya está todo bien. Hoy hablamos con ‘tal’ y en un rato nos tomamos una cerveza. Estábamos todos muy borrachos”. Otra religión o entendimiento. Y la amistad o el amor, que les pueden ganar a ciertas furias de casi cualquier ideología o creencia.
III. Un asunto, por suerte, ha devenido mundial y contemporáneo: las mujeres y la violencia que sufren. En sus casas, en las calles, entre géneros. Aunque algunos conceptos quizás estén perdiendo el efecto buscado, un cambio profundo. Patriarcado, violencia machista y hasta feminismo –cuando es dicho en singular– corren el peligro de convertirse en oratorias vacías. La realidad, no; ella solita sigue su curso acorralando, golpeando o matando a miles. El miedo sigue su curso. Y se transforma en reflexión (a veces congelada, sin fisuras), y también ocupa y lastima lugares físicos reales, los cuerpos.
La primera vez que subí al metro lo hice, despistado y rápido, al último vagón. Ya la segunda estaba más que advertido, y las vallas o mojones que indican y separan áreas en los andenes me lo enrostraron: en una parte y en el vagón que ahí se detiene, sólo pueden subir mujeres y niños. Cuando no lo había leído ni advertido, mi cuerpo y vista me lo indicaron: viajaba rodeado de mujeres y niños. Yo, el único varón adulto. Creo que también leí la advertencia adentro, escrita sobre carteles. Entonces, me arrinconé lo más que pude contra una pared, les di la espalda a todas las mujeres, hice todo el trayecto pensando en que podía ser objeto de insultos, recriminaciones, acusaciones. Mis manos, más escondidas que nunca.
Luego he conversado con muchas mujeres y el asunto tiene su lógica (también hay taxis sólo para mujeres): hartas de ser manoseadas, a veces sutilmente y otras impúdicamente, las mujeres tienen sus propios vagones, y a muchas eso les da tranquilidad. También hay carteles en muchas líneas de metro con la imagen de un hombre joven y de mirada lasciva que indica que esos ojos tampoco tienen que ser soportados.
Me acordé de un festival de música en Suecia que algunas mujeres querían organizar sólo para ellas, hasta que ellos “aprendan a comportarse”. Y de la gran marcha del 8 de marzo de este año en Uruguay, cuando algunos colectivos de mujeres, o mujeres sin colectivo, invitaban a marchar contra la violencia de género pero sólo entre pares, genitalmente hablando, como forma de darle una relevancia simbólica al asunto y ofrecer una foto contundente de que son miles las que están hartas. Ellas y sus rostros. Luego, marcharon miles de hombres y mujeres y, creo yo, el batacazo social fue mucho mayor.
Dialogo, también, con una amiga uruguaya y muy joven que anda sola por México y que me cuenta lo que su cuerpo le narra. En Uruguay tiene miedo a ser atracada o asaltada, hasta golpeada, pero en México su miedo sube varios escalones: teme ser violada y hasta desaparecida.
Trato de comprender los miedos y los tiempos actuales. Pero me niego filosóficamente a estos vagones que, aunque sean un buen paliativo, corren el riesgo de volverse estructurales.
Otro relato que complica el asunto me lo cuenta un taxista. Él mismo, cuando toma un taxi por la noche, pone como escudo a su novia. Es que muchas veces un hombre no recoge a otro hombre. Y el taxista me lo dice con todas las letras: se tienen miedo entre ellos. El terror de los hombres, literalmente, frente a los hombres.