Pasó el ¡Llame ya! Me dejó un mix y arréglate como puedas. Es que en los últimos días vengo queriendo unir la invisibilidad del deporte original con la invisibilidad del deporte establecido y la invisibilidad de una rama pretendidamente olvidada del deporte sugerido. El fútbol que nos hizo ser el fútbol, futbolistas, ya no es nuestro. El fútbol que se juega por todos lados pero no aparece en la tele, en las golas de los relatores masivos, en la crítica de los comentaristas más escuchados, es una suerte de subproducto del que, sin embargo, surge un altísimo porcentaje de los grandes futbolistas que después tendrán minutos de relatos elogiosos y 4 k de imágenes, gigas y gigas de difusión. El fútbol que juegan las mujeres y que, a pesar de estar reglado y arreglado a las normas de quien manda, la FIFA, parece que, por omisión manifiesta, nos plantease la duda a nosotros, sus fieles consumidores finales: ¿eso también es fútbol?

Por estos días, el profesor Julio Osaba, coordinador de edición, reeditó por intermedio de la Biblioteca Nacional del Uruguay el libro de Carlos Sturzenegger Football. Leyes que lo rigen y modo de jugarlo. Es un texto original que vio la luz en Montevideo en 1911, apenas 11 años después de la creación de la Asociación Uruguaya de Fútbol, apenas 20 años después del primer partido de fútbol en nuestro país, 40 años después del nacimiento de aquel pionero, hijo de suizos afincados en Nueva Helvecia. Dice Osaba en el prólogo a la reedición que Sturzenegger fue un sportman, calidad que trascendía la de un practicante activo de un deporte –a aquellas mujeres no les daban espacio– y que, con el crecimiento del fútbol, fue quedando atrás.

Para contextualizar, Osaba agrega una cita de otro pionero, Enrique C Lichtenberger, que escribió en la revista Mundo Uruguayo del 19 de junio de 1924: “La prensa, como se dice ahora [...] no nos llevaba el apunte. ¡Cuántas de nuestras crónicas de nuestros primeros matchs fueron a dar al canasto de El Siglo! Nosotros teníamos la constancia de, una vez terminado el encuentro, describir con lujo de detalles técnicos el desarrollo de todo el partido y llevar nuestras crónicas a las imprentas pero, ¡ay!, los redactores, poco menos que riéndose de nosotros, nos aconsejaban que no perdiéramos el tiempo: esas cosas no interesan a nadie”.

Cambio y fuera

Esos muchachos eran los deportistas, los futbolistas que, gozosamente enamorados, sublimados a diario por esa práctica colectiva, única y singular, la hicieron crecer tanto y tan rápido, que primero generaron afición a ese ejercicio; después, aficionados que fueran a ver a esos sportmen; después, clubes que aglutinaran a esos aficionados, dirigentes que oficiaran de administradores de aquel juego y todo así, hasta llegar a nuestros días. Porque se entiende eso de que primero fue un juego y después se transformó en deporte, después en competencia, después en espectáculo y después en negocio.

Aquellos hacedores de la maravilla no pergeñaron ni nunca hubiesen imaginado la figura de un Fredy Varela soslayando por completo la obra y el esfuerzo de los futbolistas, de sus futbolistas, con su omnipotente “Sólo Dios puede contra mí. Este logro es mucho más mío y del doctor Víctor della Valle que de ningún otro”.

Sportwomen

En estos días Peñarol, el que empezó con el espíritu sportman del CURCC en 1891, fue campeón Uruguayo y, casi como en aquellos tiempos de Sturzenegger y de Lichtenberger, casi nadie le llevó el apunte. Les estoy hablando de las sportwomen del siglo XXI, que pusieron a Peñarol por primera vez en lo más alto del fútbol de mujeres. Y si te he visto, no me acuerdo. Los grandes sistemas de información lo niegan mediante la invisibilidad. Pero fíjense además que se trata de Peñarol, y entonces el rubro negocio, aunque más no fuera, sazonado con igualdad de género, podría haber promovido un evento de mediana masividad e interés, tal vez hasta televisado. Pero no. Hay que ir contra el sistema prevalente, y en la diaria sabemos de eso. Ahora nomás, en unos meses, se jugará en Uruguay el primer Mundial de fútbol femenino que se organiza en Sudamérica. ¡Un Mundial! Ah, claro, es de mujeres.

Afuera de lo que vende

Absolutamente emparentado con el fútbol femenino, pero con más visibilidad compartimentada y territorial, está la Organización del Fútbol del Interior (OFI). Desde Melo –hoy y desde hace décadas Melo Wanderers–, que nació en 1903, Ideal de Santa Rosa, de 1904, que suman centenarios a sus practicantes organizados en clubes que pasan los 600 en todo el territorio nacional, con miles de jugadores y jugadoras que quedan escondidos detrás de otros nombres de colores desconocidos y de tierras lejanas.

Hace unos días, OFI me sorprendió y me conmovió con el premio Ariel Delbono. De inmediato pensé –y estoy convencido de eso– que ese premio no es mío sino de todos los que a diario, de una manera u otra, están en esta cruzada de “una vez terminado el encuentro, describir con lujo de detalles técnicos el desarrollo de todo el partido y llevar nuestras crónicas a las imprentas pero, ¡ay!, los redactores, poco menos que riéndose de nosotros, nos aconsejaban que no perdiéramos el tiempo: esas cosas no interesan a nadie”.

No es changa imponer en los medios nacionales o prevalentes el relato democrático y justo de nuestras canchas. Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que pasa, que mientras en el mundo que nos guionan desde los medios sociales, los canales, las radios y los diarios nada de esto es visible o vivible, mientras miles de vidas desde su mando a distancia ignoran o cuando menos desprecian estas vivencias, nosotros, unos pocos que somos muchos, nos conmovemos, nos conmocionamos con un juego, un partido, un campeonato, 11 héroes o heroínas, 11 conocidos, vecinos, amigas, enemigos, que están ahí, por ellos y por nosotros, armando un modelo a escala de la búsqueda de la gloria?

Mi primera señal de identidad y pertenencia colectiva me fue dada por unos vecinos inmensos para mi niñez y también –a posteriori me doy cuenta– inmensos para mi madurez, que defendían a la selección de mi pueblo.

La radio, la tele, los diarios, y ahora las páginas web, y por qué no un youtuber o un instagramero a imagen y semejanza de los de otros lares, son la acotada caja de resonancia de nuestro espectáculo, eslabón invisible de una enorme cadena de sensaciones, emociones, hechos y acontecimientos que forjan la historia de nuestros pueblos en su aldeano imaginario popular, en su vecinal sentimiento de pertenencia.

A veces hago un viaje a mi pasado, a los años más felices, y me vuelvo con una valija llena de cosas simples, cálidas y agradables, que son el combustible de mi vaga prosa. La mayoría de las veces, esos viajes, pequeñas ensoñaciones atadas con alambre, son a mi infancia, que algunos dicen que es la patria, y ahí aparece una pelotita de plástico, el sol, la imponencia del Campeones Olímpicos tocando bocina desde el auto, un icecream en el Café del Centro, una camiseta albirroja de algodón y franjas anchas, la caravana de los campeones y decenas de imágenes más que me pasan a 60 cuadros por segundo: cuando las nochecitas de enero dan por fin la más inequívoca señal de que el verano es algo especial, en el boliche del Chivo Romero que a cada pago le toca por padrón estará sonando la cantora con ese lento pero seguro, segurísimo locutor comercial que es capaz de zurcir los lechones recién faenados de la carnicería La Negra con los vestidos hindúes llegados de Katmandú de la tienda Sensaciones y la declaración de IRPF, Fonasa y otros trámites del gestor Cacho Pérez Valero, que también atiende lotes rurales con el reconocido escritorio de Juan José Asconavieta.

Aquel incienso, alquimia de aceites y masajistas, corporizado en viejas piernas lustrosas, te sacaba de ambiente y te conducía a un mundo de fantasía, de caballeros y héroes guerreros que, con pesados pasos de león, se abrían paso entre sus vecinos de todos los días. Los niños podíamos estar potreando por ahí, o caminando de la mano de nuestro padre, abuelo o tío, padrino de aquel bautismo de esa compleja emoción colectiva, pero todo se congelaba ante la menor señal de que se acercaba aquel momento de efímera comunión y máxima emoción, en el que los futbolistas, murguistas cantando entre la gente, daban el tono con el estridente sonido de sus tapones marcando una marcha triunfal. Ahí, entre la gente, desandan los escalones por el medio de la tribuna llena que los conduce al portoncito que delimita el rol de héroe local. Ante nuestra pequeñez y nuestro asombro, avanzan con la seguridad y el miedo de la batalla desde el mísero vestuario caballo de Troya del pueblo al campo de la gloria, a veces, al infierno tan temido, otras tantas, siempre enhiestos, serios, grandiosos. Astronautas del pasto con luces de faroles elegidos para llegar al más allá, avasallantes o inseguros conquistadores de mares de dudas, caballeros cruzados de las elegidas noches pueblerinas, sempiternos luchadores por sacarnos del Medioevo de aquel fútbol grotesco y luchado.

Y ahí está un posible intento de respuesta a mi pregunta aún no formulada: me gustaría saber si esa alegría efímera pero no superflua, finita pero lo suficientemente perecedera para embarcar definitivamente mi humor a una sensación de placidez, tranquilidad y esperanza que a veces me da el fútbol, el deporte o esa camiseta que nos une, es trasladable a la mayoría de los casos, a todas las ciudades, a los barrios de rascacielos y a los pueblos que tienen calles de tierra, al cemento que se confunde con los shoppings, a mi canchita o a tu estadio con nombre de compañía aérea.

En nuestras mentes forjamos el paso a paso de pacíficos combatientes contra los zombis de EA Sports y Konami o los robots de ESPN, Fox Sports y Gol TV, que nos quieren reunir en el teatro de los sueños, soñar con juntarnos en un pub de Manchester o acompañar a Florentino Pérez en un palco del Santiago Bernabéu. Esos muchachos de hoy, los viejos del mañana, son quienes toman la posta de mantener viva la llama de los estadios apenas iluminados, el recuerdo de los cracks de antaño, semidioses de camisetas de algodón juilliard, y de las hazañas mínimas como el cabezazo del Coco Sánchez en el arco de las viviendas que fue el glorioso 4-3 en los descuentos, o la caravana de recibimiento a los campeones cuando la Onda llegaba a la plaza.

¡Llame ya!

Es otra dimensión, en la que los problemas y las soluciones del mundo, sus alegrías y sus miserias, quedan encerrados en esos hombres o mujeres que enfrentan el juego de la vida, igual que lo hicieron sus antecesores, que no fueron otros que sus madres, sus padres, sus abuelos, sus vecinos, que le dan de punta y para afuera y la juegan con paciencia y al toque. Y ahí está uno, siempre intentando conectar como sea con sus vecinos, sus pisteros de estación, sus primas, sus compañeros de clase, sus plomeros, sus electricistas, travestidos por 90 minutos, días, meses, años o hasta quizá la efímera eternidad aldeana en apóstoles del fútbol, en héroes de la congregación de la pelota, en nuestras maestras de la pertenencia, en profesores de la adhesión a la causa.

Avísenle, avísennos que eso es la gloria.