“Lo que ocurrió allí es que, por primera vez en la historia, se quebraron los grandes tabúes del conflicto. Las fronteras de 1967, los refugiados palestinos, los colonos judíos, y, ante todo, el futuro de Jerusalén”. Lo que falló fue “ante todo, los problemas políticos internos de todas las partes”, y “el principal error estaba relacionado con Jerusalén”. Esto declaraba el ex canciller israelí Shlomo Ben Ami a La Vanguardia allá por 2010 tras las fallidas negociaciones de paz en Camp David (2000) entre Israel y la Palestina de Yasser Arafat. Jerusalén hoy está dividida en dos, a lo Berlín; una zona está en manos de Israel y la otra está bajo control jordano, dado que Palestina no está reconocida como Estado por parte de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Por su parte, Israel tiene allí su museo del Holocausto judío cometido por los nazis (ver para creer).

Podrían haber sido declaraciones de anteayer, y es que el conflicto en torno a Jerusalén no es nuevo y podríamos entender bastante el problema mediante tres imágenes que quedarán para la posteridad cuando se estudie la torpeza de la política exterior de determinados bloques políticos, siempre y cuando esté medida en términos humanitarios y no de realismo político conservador.

La primera imagen es la del Parlamento israelí votando en 1980 la Ley Básica de Jerusalén, donde se declaraba irrenunciable la totalidad de la ciudad, haciendo de ella su capital, literalmente, “entera y unificada”. En definitiva, Israel no puede renunciar, por ley, a la soberanía completa sobre la Ciudad Santa.

La segunda imagen es la de una pléyade de presidentes estadounidenses asumiendo esta ley como sagrada, prometiendo que sería cumplida y que Jerusalén, al completo, sería capital sionista. El demócrata Bill Clinton se comprometió personalmente a trasladar la embajada de Estados Unidos a Jerusalén, pero en el último momento y con la ley de traslado ya aprobada, dio marcha atrás e impuso el veto presidencial.

La tercera imagen es la de un Donald Trump que va consolidando su política exterior de continuismo radical con la etapa anterior en Oriente Próximo. Y las partes de su política que no son continuistas consisten básicamente en volver a lo anterior de lo anterior: aislar a Irán y reforzar relaciones con Arabia Saudita e Israel mientras se sostiene la autocracia egipcia. Nada nuevo bajo el sol en un Estados Unidos carente de ideas y que camina por el mundo como un gigante torpe y herido armando conflictos y dejando en manos de la plutocracia internacional los designios económico-políticos de los estados y sus poblaciones, bajo etiquetas tan sofisticadas como “innovación” o “emprendedor”.

No obstante el escándalo suscitado por tan trágica decisión, también se puede decir –sin ningún temor– que es una decisión que se veía venir tal y como hoy está planteada la partida de ajedrez. Estados Unidos prometió una y otra vez que reconocería a Jerusalén como capital del sionismo internacional. La otra opción era seguir en este impasse según el cual había que negociar sin hacer ninguna concesión a Palestina; seguir colonizando el territorio palestino y, de vez en cuando, soltar un poco de fósforo blanco en hospitales de Gaza o envenenarles el agua para responder a “ataques terroristas”. Cuando una parte no cede en nada, no se puede hablar de negociación, sino de legitimación de la dominación bruta.

Cuando Trump fue elegido presidente en las elecciones de 2016, publiqué en la diaria un artículo en el que desarrollaba dos ideas. La primera, que Trump era el producto de determinada hegemonía cultural estadounidense basada en la televisión y el éxito individual, consistente en acumular dinero y patrimonio. La segunda, que Trump era el tabú, aquello que no se podía nombrar: la cara amarga (y más real) de la política estadounidense. Pasado un tiempo, se puede decir que estas dos ideas parecen ir cumpliéndose: Washington sigue siendo incapaz de salir de su propia construcción hegemónica y sólo ofrece imágenes de obscena dominación, sin velos negros ni buenas intenciones que puedan funcionar de manera equívoca. Buena muestra de ello es haber reconocido la “nueva” capital israelí, aunque no es la única. Cuando Trump viajó a China a verse con Xi Jinping terminó halagando a su homólogo; puso como foto de portada de su cuenta de Twitter la celebración convocada en su honor y dejó tranquilo a Kim Jong-un, el presidente de Corea del Norte, con sus inofensivos cohetes. Y es que, entre otras cosas, la deuda estadounidense está concentrada fundamentalmente en manos chinas.

Las debilidades de Estados Unidos son palmarias: eso es lo que representa Trump. La Unión Europea, mientras tanto, sigue girando en círculos hacia la integración, nostálgica del consenso del pasado y entre sorprendida y escandalizada con las cosas que ocurren.

Volviendo al tema que nos ocupa, el profundo problema de Palestina e Israel tiene muchas aristas: religiosas, étnicas, geopolíticas (el polvorín de Estados Unidos en la región) o financieras (el llamado lobby judío)... Sin embargo, a mi juicio, el problema no se basa tanto en una cuestión nacional del estilo “un país contra otro, y uno es débil y el otro es fuerte”. El problema fundamental es una cuestión tremendamente ideológica.

Lo primordial es que en un momento de la historia se le concedió a una etnia-religión el control sobre un territorio, y carta blanca a una ideología que desde el inicio planteaba características racistas. Esta ideología es el sionismo, que cree que el territorio de Oriente Próximo pertenece única y exclusivamente a una etnia y a una religión. Esto se hace completamente evidente cuando nos paramos a ver cómo los musulmanes en territorio israelí son tratados en un régimen de apartheid y de segregación racial, ocupando el escalafón más bajo de la estructura social. En definitiva, este es el problema de base: el carácter racial fundacional de un Estado en oposición al habitante no judío del mismo territorio.Esto le venía muy bien a Estados Unidos para tener controlado ese territorio, rico en materias primas, después de la Segunda Guerra Mundial.

Como solución a los conflictos generados por esta ideología que refuerza el wahabismo –la ideología ultraconservadora islámica–, se ofreció la posibilidad de crear dos estados: el israelí actual y otro que habita en el mundo del inconsciente colectivo llamado Palestina, al que ni siquiera se le reconoce una continuidad territorial, sino que está integrado por una especie de cantones aislados dentro de Israel y, por tanto, fácilmente bloqueables (pueden mirar un mapa). Sin embargo, el resultado de esta estrategia de paz planteada por Estados Unidos, y asumida por los dirigentes palestinos, no sólo derivó en el no reconocimiento de la supuesta nación palestina, sino también en la intervención impune del Estado israelí en un territorio que formalmente carece de soberanía, tanto si esas intervenciones son en forma de colonización del territorio con asentamientos sionistas, o en forma de ataques militares, en un claro abuso de la fuerza cuando algún “terrorista” palestino cometía un atentado en alguna ciudad judía.

En conclusión, la idea de resolver el conflicto por medio de los dos estados es prácticamente una ensoñación. Y es posible que también lo sea la solución de un único Estado multiétnico y pacificado que acoja a musulmanes y judíos, tal y como plantean Noam Chomsky e Ilan Pappé –este último, historiador israelí judío– en su libro Gaza en crisis. Sin embargo, toda opción viable para construir la paz en Oriente Próximo a nivel regional pasa por resolver el conflicto árabe-israelí. Esa solución puede pasar por seguir como hasta ahora, beneficiando a los de siempre; o, en su defecto, puede promover una necesaria convivencia y colaboración entre el mundo árabe y el occidental, cosa que, de momento, no parece creíble, a no ser que la correlación de fuerzas políticas dentro de Israel dé un giro de 180 grados.