Al rato de salir de Ciudad de México, el ómnibus se transforma en una víbora que serpentea elegante una ruta que son curvas. Así asciende durante más de dos horas hacia Taxco. Uno mira por la ventanilla y todo lo que podía ser miedo (altura, ómnibus al borde de un precipicio) se convierte en asombro y hallazgo geográfico. La vista se amplía hasta límites difusos, y entre montañas y pequeñísimos pueblos -allá abajo, allá a lo lejos, allá en lo alto- algo se ensancha también adentro. Parece que el hombre ha llegado y conquistado, hace cientos de años, el espectáculo de la naturaleza.

Entro en Taxco y desde la ventanilla veo la Calle de los Plateros. Sigue siendo una sucesión de curvas y me resulta caótica. Vendedores de todo: tacos, por supuesto; platería, comida, un desorden mundial que se entiende a sí mismo. Ya buscando un hostel, sobre la misma calle, camino a dos milímetros de ómnibus, pequeñas combi (el transporte colectivo interno por excelencia), taxis Fusca blancos. Es que son todoterreno y logran meterse en los recovecos más minúsculos del pueblo, y van y vienen a todo vapor, y bajan la velocidad negociando con el transeúnte su metro de calle, y cobran cifras ridículas para alguien que no sea de este México o de este mundo.

Alquilo una habitación en un hotelito, caro para la regla general, y me dispongo a hacer casi lo primero que alguien hace cuando llega a México: sentarse a comer sin pudor y sin cálculos extremos en los lugares más disímiles. Hay para todos. En la calle y en un banquito de plástico mientras un Fusca casi te toca las piernas, al lado de otro comensal que échele y échele picante al taco, la tortilla o lo que sea. En pequeños restaurantes o posadas donde un desayuno modesto trae café doble, jugo de naranja, una enchilada, y, por si acaso, el dueño ofrece dos “bizcochitos” dulces. En terrazas coquetísimas con una panorámica de todo Taxco: abajo, parte del pueblo; en lo más alto, su mirador y su Cristo. Una mirada de 365 grados con una toma secuencia que lo deja a uno perplejo frente a todo lo que lo rodea o, más bien, frente a toda esa arquitectura, a la pregunta de todas las manos que construyeron sobre piedras y entre montañas esa ciudad de, otra vez, mil calles circulares y otras mil hexagonales, todas confluyendo en una pérdida segura del hombre que no las conoce si no identifica una referencia cierta. Y la iglesia, qué lo parió, siempre se vuelve referencia certera.

No quisiera edulcorar el relato, pero pisar tierra desconocida apenas por unos días implica eso: uno se deja llevar por lo que le parece fantástico, muere de aburrimiento o indiferencia, o detesta el lugar que pisa. Ya puede adivinarse el habitar de este texto.


Perderse, estar perdido, no saber bien por qué calle doblar para llegar otra vez al hotelito y que eso no importe, porque uno tiene tiempo, claro, pero más que nada porque las calles empedradas, cada casa como pequeña reliquia, plantas en cada balcón, y la luz que va cayendo y oculta las montañas pero no un pueblo que de pronto se ilumina hasta la punta misma de su cúspide, el Cristo de brazos abiertos mirando la ciudad (bastante feo, por cierto, grotesco, de imposición celestial). Pero uno puede elegir un pedacito de pueblo donde sentarse, tomar una cerveza en paz (y parece que todos pueden hacerlo) y sólo mirar la postal y pensar o no pensar en un mundo o en este pedazo del mundo amenazado por muros, xenofobia, pobreza. Puede olvidarse (es cierto, son vacaciones) o dejarse llevar por esa construcción delirante que se acerca a una definición de la belleza. Y no es que sea tan fácil acceder a ella. Sí a simple vista. Pero esa belleza exige un esfuerzo del cuerpo. Todo es en subida o en bajada, literalmente. Los pulmones se contraen, el corazón late a la velocidad opuesta a la de uno al subir hacia la cima; uno suspira y suda como si estuviera en una maratón que lo desafía, pero no tira la toalla. Sabe que más arriba la vista lo vuelve más lejano de sí -o más cercano, no importa-, lo vuelve por un rato un buscador de más recovecos, mercados donde comer y comprarse unos guaraches finísimos (zapatos hechos y tejidos a mano) que se parecen a lo mejor de cualquier diseñador de pacotilla y que salen 500 pesos uruguayos y dan, lo juro, para sentirse un dandy calzado por las manos (y la explotación, seguramente) de indígenas que estuvieron horas y horas armando esas delicadezas que yo me pondría (o pondré) para mi mejor fiesta. Unos zapatos que llevan a todo tipo de razonamiento: el valor del trabajo, el delirio de las marcas y su elegancia en serie, el saber que a miles de kilómetros hay una comunidad entera (que no son una multinacional) que trata de vivir calzando a otros. Pero el negocio no resulta, me dice el vendedor. Son muy baratos, hay hacerlos traer desde muy lejos, los fabricantes ganan nada por tantísimas horas. Compro el último par que le queda; son de cuero azul y los guardo para esa ocasión que crea que les haga honor a esos trabajadores.

Así que por ahora camino con mis Nike comprados en Ciudad de México, que espero aguanten tierra, montaña, caminatas, adoquines, el destino próximo más cercano.


La buena mujer del hotelito me marca un recorrido de los que hay que visitar, de esos que no podría perderme. No es mentira ni estoy edulcorando nada, o al menos es mi experiencia. Al final, me quedé tres noches y cuatro días en Taxco y sus alrededores y viví lo que no vivía desde hacía mucho tiempo: una hospitalidad hasta excesiva, siempre los buenos días, algo que para los que se aferran o asustan del “mande” con supuestos tintes conquistadores (sobre todo para con un turista blanco) no me resulta de agachar la cabeza o una práctica de la genuflexión. Como siempre, cada término en su contexto. El “mande” también es “no te escuché” o “¿podrías repetírmelo?” o nuestro “a las órdenes”. Entonces, escucho con atención los paseos que me sugiere la mujer que atiende el hotelito y dejo para después el teleférico, y me dirijo sin dudarlo a un pueblo vecino, Atzala. Me convence fácilmente la promesa de las Pozas Azules.

Llego por más caminos serpenteantes -ya no rutas: caminos de tierra- en una pequeña combi compartida que va dejando y recogiendo personas en el camino. Uno con su compra en Taxco, otro regresando del trabajo, uno con su perro sentado quietito al lado del dueño, yo mirando de reojo o directo a los ojos, reconociendo la lejanía y buscando el encuentro.

Al llegar a Atzala, al destino de la combi, la “terminal” es un techo plástico sostenido con ocho palos o fierros. Bajo ese amparo arquitectónico, un hombre joven vende las cervezas más baratas del universo, y una señora, que parece trabajar desde antes de la existencia (con parte de su familia), vende comidas cuyos nombres me resultan impronunciables pero que se derriten fácilmente en la boca. Al instante, quizá al minuto, un muchacho me está dando la bienvenida, preguntándome de dónde soy, con una cerveza en la mano. Llegan turistas, personas en motos ruidosas que al rato se van (creo que el ruido no convive demasiado con el lugar), gente del pueblo que pide una cerveza e invita la ronda para luego recibir lo mismo. Me sumo a la hospitalidad (o la devuelvo) y dejo que el muchacho sea mi guía. “Ahorita vamos hasta las Pozas”, dice, mientras retrasa el ahorita con otra ronda de cervezas.

En un momento, el ahorita se hace ahora y nos introducimos, con otros dos muchachos que viven en un pueblo atrás de “aquella montaña” (la tercera que los ojos pueden vislumbrar), por otro camino minúsculo y, cómo no, curvo, hacia una naturaleza selvática en medio de las montañas (en un pueblito de no más de mil habitantes fijos), con cascadas que vienen de más arriba (siempre hay un más arriba, y no es una apelación mística o religiosa, es real: otra montaña, otro pueblito; atrás de aquella, uno más). Cascadas que caen, entre rocas, en una especie de piscinas naturales. No son piscinas, son las Pozas. Agua transparente y quieta, y, aunque fría, irresistible. Hay que andarse con cuidado. Son tres las Pozas, y si bien están una al lado de la otra, las rocas son resbaladizas y uno, torpe como sí mismo, debe sujetarse bien a las cuerdas que las conectan, para no caer en desgracia.

El muchacho que nos comanda ha vivido siempre en ese pueblo y se desenvuelve con tal prestancia y pericia entre rocas, alturas y aguas que uno queda boquiabierto. Sube hasta la cima -unos 15 metros- y desde allí prepara su salto ideal. Hace frío y cada cual combate la inmersión como puede. Algunos se tiran en short y sin camisa; otros (como yo, que no había ido preparado) en boxer y remera corta; mi guía y atleta de Atzala, en jeans. Y otros sólo miran o curan el frío al costado de una de las Pozas, en un bar improvisado justo en el límite entre las rocas, el agua, la sed y la selva. Hay familias enteras, también. No es broma; es un pedacito del Paraíso.

El atleta de Atzala cae en picada perfecta desde 15 metros de altura y cuando su cabeza asoma a la superficie, se acerca hasta las rocas y apoya sus dos manos en tierra firme para salir orondo de su riesgo. Al salir del agua, le tiembla el cuerpo azteca entero. Sus labios morenos se vuelven morados. Del pelo negro azabache le caen gotas de agua que resbalan por su pecho; algunas quedan detenidas en su abdomen y otras confabulan para unirse en el ombligo, cobrar fuerza y perderse sutilmente en la entrada casi sellada (el agua hace milagros) de su vaquero abotonado que, mojado, le marca cada músculo de un cuerpo que cada día recoge piedras o corta leña o levanta casas, igual que los otros dos muchachos que vienen más allá de la “tercera montaña” y que visitan Atzala más o menos cada ocho días. Pero no creamos que en la tercera montaña sólo tienen como destino la piedra y la tierra. También van a la secundaria, y en la moto pagada con el trabajo del más grande, van de un pueblo al otro, de una amistad a otra. Y tampoco creamos que todos son de rasgos indígenas (qué importa si lo fueran, la verdad): estos dos tienen una piel cobriza pero más bien curtida por el sol o el viento y el trabajo; uno tiene ojos verdes, y el otro, miel; los dos cuestionan asuntos o prejuicios de etnias, y etnias fijadas a los territorios.


Volvemos a la carpa. A las siete de la tarde, mi última combi con destino a Taxco (media hora de viaje) y al hotelito alquilado, ya se fue. Yo quería que se fuera, porque el atleta de Atzala seguía prometiéndome hallazgos y presentándome personas. Me contó de su comunidad y de cómo se cuidan o cuidan al visitante. Algo que repitió mil veces y yo me animé a decirle que ya me lo había dicho. Era su necesidad. “Somos buenos, amables, nos cuidamos entre todos. Aquí todo el mundo es bienvenido”, decía cada 20 minutos o media hora, como para refrendarse a sí mismo o combatir un estigma que tiene estudiado. Y me presentó a otros borrachos y más gente trabajadora, y a una vecina, enfrente a la carpa, que alquilaba una habitación por 100 pesos mexicanos la noche (160 uruguayos). Y a la mierda con todo, porque estoy feliz entre desconocidos. Le estreché la mano al policía o al comisario de la comunidad y tuve que tragar saliva cuando me mostró su arma: un machete que le colgaba desde la cintura hasta la rodilla; no sé si me da más miedo un policía con pistola o con machete (se lo dije), pero el policía se rio y se echó una cervecita mientras caía la noche.

La señora que vendía comida en la carpa se retiraba y llegaban nuevos parroquianos: los trabajadores de Las Fosas, los que levantan casas. Es cierto, un mundo de hombres. Y entonces llegó otra invitación de mi guía, aunque yo ya estaba en la estratósfera; mi cuerpo asimilaba el baño profundo de las Pozas, en un país extraño. En un rato iríamos a otro pueblo, a unos kilómetros: Paintla. A un casamiento, a una fiesta. ¿Cómo a un casamiento, sin conocer a nadie, sin saber quiénes son los novios? Pues sí, a un casamiento.

El atleta se fue a su casa, apenas a unas calles de la carpa, y volvió engalanado. Un perfecto muchacho vestido como se visten los citadinos. Las manos cuarteadas por las piedras pero oliendo a Dolce & Gabbana.

Yo estaba impresentable. Hacía un día que andaba entre rocas, aguas, tierra, selva. No había llevado ninguna ropa extra para cambiarme. “Así no puedo ir a ningún casamiento”, me dije, le dije. Entonces él me ofreció ropa, y ya todo me pareció un abuso. “Con un poco de desodorante está bien”, le dije. Fuimos caminando hasta su casa, me rocié de desodorante en espray, husmeé su hogar, construido por sus manos, pequeño pero con un patio inmenso mirando a las montañas y a su otra casa, la que está construyendo, de dos plantas, sobre un precipicio que deja mirar aun más lejos.

En el camino sucedió lo inevitable: yo sí, yo no. Yo no, yo no, yo no, repitió. No te preocupes, le dije, sos mi guía, y por hoy, mi amigo. Con las cuentas claras, emprendimos viaje hacia Paintla, no sin antes pasar por otro kiosco (tienda, me dicen que diga) a comprar unas cervezas. Esperamos un taxi escarabajo, y entre caminos de tierra y oscuridad, nos dirigimos hacia “las bodas”. Porque ahora me enteraba de que no era una, sino cinco. Cinco bodas una misma noche en Paintla.

En medio de la inmensa noche, sentí algo de miedo. ¿Qué hacía yo en un taxi sobre un camino inhallable, con dos desconocidos que empezaron a hablar más cerradamente, en su castellano, en el estado más peligroso de México, Guerrero? ¿Mi confianza es ciega y feroz, o la aventura también implica riesgo? ¿Estaba teniendo, de pronto, un iluminación racional, o se asomaba en mí una inminente paranoia? No podía pasar nada malo, dije, la hospitalidad no puede transformarse, así como así, en una maldad inexplicable. Me relajé. Me dije paranoico. “Asumí tu entrega y la de los demás”. Llegamos a Paintla por 30 pesos mexicanos (algo así como 50 uruguayos, por un recorrido de cinco kilómetros), y otra vez la sorpresa, lo desconocido, la boca abierta.


En una de las calles principales del pueblo, cientos de personas jóvenes iban y venían con cervezas en las manos y vestidos para seducir. Impecables en su estética. Desde los adolescentes hasta los más veteranos. Todos prontos para las bodas. O algún baile que me perdí. Otra vez: sin faltar mujeres, muchos más varones. Y más cervezas. El anverso de Ciudad de México: en la capital, una cerveza en la calle es un problema con la Policía; en estos pueblos se bebe en todos los muros.

No viví ni un minuto de agresividad ni de tensión (por las dudas, para los que asocian mexicanos-alcohol-riña). Quizá una sola noche no sea una buena medida para evaluar peligros y conflictos. A mí me tocó eso. Quizá porque estaba, parece, con el muchacho más popular de esos pueblos (a veces sé elegir a mis guías), el que saludó a todos, el que me presentó a todos. Y en un momento, después de que le dijera que de verdad hiciera lo suyo (ir en búsqueda de “alguna vieja”), desapareció tras su deseo. Yo decidí aceptar la invitación extraña a las bodas. Me dejé conducir por la música que sonaba en tal zona, en tal calle, y así: en encuentro con una boda, de verdad una boda. El novio y la novia perfectamente engalanados de novios clásicos ante el altar (pero ya en la fiesta), las acompañantes mujeres que hacen la corte, luces en un espacio al aire libre (uno techado con una lona, otro en una especie de club social pero sin techo), un pastel del tamaño de un pueblo, bailes típicos, luces a todo trapo, bebidas. Todo el mundo emperifollado. Y uno, extranjero, no conocido por nadie, un poco sucio y ahora ya sin guía, mirando como si todo eso no fuese real o lo estuviese soñando.

De pronto, ya casi metido en medio del baile (pero no, no me dio para tanto), necesito un baño y paso a la casa de alguien. El baño de una casa y listo. Todo celeste y vírgenes. Y cámaras de filmación de una alegría que no era impostada ni para ningún turista (creo que hasta quedé registrado en las imágenes de una boda de Paintla).

Necesito sentarme para ver cómo se come todo eso, pero la vida sigue y la fiesta también, no hay respiro: alguien me alcanza una cerveza, un mozo me ofrece un trozo de pastel (por respeto y agradecimiento, digamos “pastel”). Me entrego a no entender demasiado, y mucho más cuando, a la media hora, el hombre que en Atzala vendía la cerveza más barata del mundo en la carpa de recibimiento, se acerca de la nada y me dice: “Nos volvemos al pueblo con la familia en el coche. Vente con nosotros”. Y yo, que siempre soy el último en irme de las fiestas, que no, que me quedo un rato más. “Pero ya se acaba”, me insiste. Y ante mi nueva negativa, me dice que me cuide.

Pasa un rato, miro extasiado o perdido todo lo que sucede a mi alrededor, trato de digerir el día. No es el momento. Es hora de cierto silencio. Quizá de cerrar los ojos. O de dejar que todo eso me invada de la manera que sea. Puedo volver en un taxi, razono. Y en eso, otra vez el hombre de la carpa: llevó a su familia a Atzala y, con un amigo, a las cuatro de la mañana, volvió entre caminos de tierra y oscuridad a buscarme y dejarme en un sitio que él considerara seguro. Volvió y me dejó en la puerta de la casa donde había alquilado la habitación. Volvió por amabilidad, hospitalidad y porque (así lo sentí) se sintió responsable del extranjero que visitaba su pueblo.

Hice todo el viaje de vuelta en silencio. Ya no tenía palabras para la experiencia de ese día. Al siguiente, sobre las nueve de la mañana, me levanté y le pedí un café a la dueña de casa (a voluntad, me dijo) mientras todo el pueblo parecía dormir. Sólo escuché un autoparlante con dos mensajes. Uno convocaba a algunas mujeres de la comisión de un comedero a reunirse en una hora para cocinar y hablar de asuntos de organización. El otro provenía de la Policía: advertía a la comunidad que alguien estaba entrando en las casas cuando quedaban vacías, que había un ladrón merodeando. Sugería cerrar puertas y ventanas, y estar atentos. Aparte de eso, nada, nadie más que la magnificencia montañosa y un silencio radical. A las diez en punto de la mañana llegó la combi y, al poco rato, yo estaba otra vez en Taxco. Me cambié de hotelito por uno más bello y más barato, y pasé la noche mirando cómo las luces iban tomando el pueblo mientras mi cerebro y mi cuerpo callaban ante más estímulos vitales y visuales, conmovedores, que los transitados en mucho tiempo.