En su segunda presentación en el campeonato Sudamericano sub 17 que se está jugando en Chile, Uruguay cayó 3-1 ante Colombia, sumó su segunda derrota consecutiva y complicó sus chances de clasificación a la segunda fase y, por tanto, al Mundial de la categoría que se jugará en India. Una pena, pero es parte de la competencia y de la vida.

Los chiquilines perdieron bien con un rival que fundamentalmente, cuando se colocó arriba en el marcador, fue insuperable. Ahora los celestes jugarán mañana a las 19.15 con Chile y el viernes a las 17.00 con Bolivia, y deberán ganar los 6 puntos en juego para tratar de seguir adelante en el torneo.

Volver a los 17

Todos los que hemos superado la barrera de los 17 años sabemos o podemos especular acerca de cuán en formación estamos aún, cuánto adolecimos de una inalcanzable madurez, de acciones tan seguras como realidades, de humores y conductas más o menos estables. Nos superó la situación, no entramos con el nervio justo. “La fortaleza del equipo es la pelota, y no la tuvimos”, decía el director técnico Alejandro Garay. De esa forma expresaba que ese era el piso tras la derrota con Ecuador.

Los debuts, contaba el de Villa Soriano, son difíciles. Es el aprendizaje que deja este tipo de torneos, en los que el arranque es fundamental y a veces puede jugar como una carga que trasciende al debut y complica el desarrollo de la competencia. Debimos trabajar aspectos psicológicos para lo que se viene.

Ayer Uruguay empezó con cinco cambios su segundo compromiso del Sudamericano sub 17. En todas las líneas, y más como resultado de una falta de articulación colectiva eficiente que como castigo a posibles defecciones individuales. Aunque sólo tengan 17 años -y convengamos, por lo menos en el universo de nuestros lectores, que no tienen por qué asumir más responsabilidades que las del promedio de los muchachos de esa edad-, estos liceales salieron al campo de juego de El Teniente con la seriedad y la responsabilidad propias de adultos.

Los celestitos tuvieron la posibilidad de ponerse en ventaja tempranamente, cuando una corrida por la izquierda de Santiago Rodríguez haciendo equilibrio por la línea derivó en un centro atrás para el defensorista Owen Falconis, que la agarró como venía. No fue gol por la inmensa atajada de Kevin Mier. También lo tuvieron ellos, pero la progresión del encuentro iba mostrando una buena inclinación al buen trato de pelota, a las evoluciones, a los toques, a la profundidad con fuerza y con ganas. Era bueno el prospecto de juego celeste. Parecía que sólo era cosa de romper la galleta después de una y otra proyección ofensiva que llegaba con extremo peligro al arco contrario.

Por la izquierda, el libertense Mateo Sena fue importante, junto a Santiago Rodríguez, para generar jugadas de peligro, pero lo que sí resultó determinante fue el gol de penal de Peñaloza sobre el cierre de la primera parte. El equipo de Garay había jugado mucho más que Colombia y mucho más que él mismo en el debut; sin embargo, una jugada propia de la inmadurez, de ensayo y error, terminó en una tirada a los pies en el área de Christian Luna, que concluyó en un penal absolutamente evitable.

Owen Falconis nació en el 2000, por lo que nunca pudo haber visto el VHS de Diego Maradona haciendo lo mismo que él contra Uruguay en la Copa América de 1989 (en aquel caso la pelota dio en el travesaño). Lo cierto es que con una genialidad propia de los más distinguidos, el jugador de Defensor Sporting convirtió su acción defensiva en ofensiva en un solo clic, y al escuchar un “¡Salimos!” que venía desde el fondo cuando nos estaban peloteando, levantó la cabeza, miró el arco contrario, que estaba a más de 50 metros de distancia, como quien otea la llegada del 109, acomodó su zurda con elegancia y ¡ñácate!: embatató al adelantadísimo Kevin Mier desde ahí. Increíble. Un golazo rarísimo, extraordinario, pero de la más alta factura técnica, que sobre el fin de la primera parte ponía, con justicia poética, el empate e inflaba el pecho de los gurises, que merecían mucho más. Parece, sólo parece.

¡Qué café!

Cuando empezó la segunda parte, otra vez se puso fea la cosa. De un saque de meta uruguayo, cortado en la mitad de la cancha por los colombianos, llegó el segundo gol cafetero por intermedio de Andrés Balanta, cuando lo que esperábamos era el segundo uruguayo.

Era muy temprano y, sin embargo, todo se ponía muy oscuro. Tan oscuro que, cuando promediaba la segunda parte, con un remate de media distancia Jamilton Campaz colocó el 3-1 definitivo.

En adelante fue todo de los colombianos, mientras los uruguayos sufrían en la cancha. Los televidentes entrábamos en una zona de desconsuelo, en un camino sin retorno, como puede ser el de la discusión virtual con los críticos que evalúan a chiquilines que hace cuatro años eran escolares de la misma forma que si se tratara de futbolistas de elite. A veces duele más que la derrota -justa, inapelable, ante un rival que se mostró muy superior- esa pobre y utilitarista proyección que se hace de jóvenes que mañana serán los que tengan el presente en sus manos. Para eso se están preparando. Para eso hay que formarse y darse una y otra vez la cabeza contra la pared.

Vamo’ arriba, gurises.