El 10 y el 11 de abril se llevó a cabo en Buenos Aires una serie de actividades en las que se propusieron reflexiones sobre pasados, presentes y futuros de la revolución y la revuelta: el coloquio “Pasado de revoluciones”, organizado por la Universidad Nacional Tres de Febrero; el coloquio “Cerca de la revolución”, organizado por la Universidad Nacional de San Martín y Sur Global; y las actividades “Asambleas públicas”, “Temporalidades y cuerpos de la revuelta y la revolución” y “Territorialidades y narrativas de la revuelta y la revolución”, organizadas por la Escuela de Técnicas Colectivas, coordinada por Silvio Lang.

La atomización del evento en diferentes locales y organizadores es quizá un síntoma del tema en cuestión: lo revolucionario no es hoy un frente único e integrado. Esto se hizo manifiesto en la primera asamblea, en la que participaron varios colectivos e intelectuales. La política y la creación en el encierro fueron tematizadas por Mathilde Monnier (coreógrafa francesa que trabajó en un hospital psiquiátrico) y el colectivo Yo No Fui (que trabaja artística y políticamente dentro y fuera de las cárceles de mujeres). Las relaciones entre arte y política fueron tematizadas por Ana Longoni, que expuso sobre el agit prop mexicano y el “giro gráfico” (es decir, la posibilidad de que los artistas pasen de los talleres a las calles), y Susy Shock, que leyó su poema “Carta a la negrita Impaciencia”, en el que llama a una pueblada trans. Desde el colectivo Ni Una Menos se reivindicó el feminismo como movimiento revolucionario.

A las intervenciones de las invitadas locales les siguieron comentarios de la socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui y de la crítica cultural brasileña Suley Rolnik. Allí se discutió sobre la necesidad de superar las formas de izquierda clásica y sobre las limitaciones y potencialidades de la micropolítica. Por más que las sillas estaban dispuestas en un círculo, la dinámica fue más parecida a la de un panel con ponentes y comentaristas que a una asamblea, pero que tuviera este nombre sugiere que hasta las propias formas de las discusiones académicas necesitan ser revolucionadas. Luego de la asamblea se hizo una sesión de pases energéticos coordinada por Gabriel Bergonzi, que, bajo el título “Respiración para las marchas”, consistió en una práctica colectiva incorporada.

Las palabras “contrarrevolución”, “fascismo”, “catástrofe”, “fracaso” y “derrota” estuvieron presentes a lo largo de todo el coloquio. A veces se referían a la secuencia revolucionaria del siglo XX, abierta por los centenarios soviets, a veces al “giro a la izquierda” de los gobiernos latinoamericanos del siglo XXI, a veces a los dos.

El coloquio de la tarde, “Pasado de revoluciones”, se abrió con una charla del sociólogo argentino Eduardo Grüner, que se titulaba “Revolución(es): el retorno de lo reprimido”, y giró en torno al tema del fracaso. Un fracaso reivindicado contra un pensamiento capitalista-protestante que liga el éxito con el trabajo. En verdad, da trabajo fracasar siendo consecuente con el propio deseo. Grüner señaló que la famosa frase “los pueblos que olvidan repiten la historia” dicha desde el poder puede ser leída como amenaza: no prueben de vuelta, que la última vez ya vieron cómo les fue. Este pensamiento trabaja para que recordemos el fracaso, pero no el deseo que impulsó las revoluciones. El miedo al fracaso catastrófico de la revolución nos deja inmóviles frente a la permanente catástrofe del mundo. Mientras el deseo pueda relanzarse y esta catástrofe continúe, las grandes revoluciones no han terminado de fracasar.

El crítico literario belga Bruno Bosteels tomó la palabra en una charla titulada “El Estado y la insurrección: la dualidad de poderes”, para cuestionar la premisa de la intervención anterior: el pensamiento revolucionario tiene más para ganar si piensa la caída de las experiencias revolucionarias como derrota que si la piensa como fracaso. La derrota implica que hubo lucha y que alguien más resultó victorioso. El problema, eso sí, es mantenerse en la derrota y hacer de ella una filosofía derrotista. Para pensar la revolución de otra manera, Bosteels propone pensar el comienzo de la secuencia revolucionaria del siglo XX con la revolución mexicana y no con la rusa, planteando otra “dualidad de poderes”: entre los problemas de la acción estatal y el surgimiento de “comunas”, como surgieron en México, en Morelos luego de la revolución y en Oaxaca en 2006, en una historia discontinua, llena de conexiones e inspiraciones impredecibles.

La charla que cerró el primer coloquio, “La forma no es formal: la revolución hoy”, a cargo de la filósofa estadounidense Susan Buck-Morss, hizo énfasis en este último punto. La filosofía progresista que piensa la historia y el tiempo de forma lineal debe ser abandonada: no hay etapas que deben ser atravesadas, no hay modelos a imitar; hay mucho más para perder que para ganar en imitar a los países “avanzados”. Repasando innovaciones tecnológicas soviéticas truncas por la decisión estatal de detenerlas para imitar el desarrollo industrial estadounidense, Buck-Morss se preguntaba cuanto más “avanzada” habría llegado a ser la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas sin su ideología evolucionista y modernizadora. La imaginación tiene así más fuerza que la razón instrumental, y si no hay un esquema de la historia, no hay metafísica de revolución ni sujeto revolucionario prefijado, y no hay justificación para el liderazgo autoritario. El rumbo de las cosas depende, simplemente, de lo que haga la gente.

El coloquio del martes, “Cerca de la revolución”, fue abierto por la charla “¿La revolución hoy?”, del filósofo italiano Maurizio Lazzarato. Comenzó con algunos comentarios sobre el leninismo. La importancia de Lenin se basa en el cierre de la seguidilla de derrotas revolucionarias de 1848 y 1871, gracias a una máquina de guerra que articulaba el poder (que había que tomar), la guerra (que debía pasar de ser imperialista a ser revolucionaria) y un sujeto revolucionario (la clase obrera conducida por el partido). Pero hoy, los intentos de detener la máquina neoliberal vienen de derrota en derrota hace décadas, sin que la estrategia leninista pueda responder a la nueva situación, a lo que se suma su incapacidad para articularse con la guerra de razas y la guerra de sexos. La lucha subjetiva se hace fundamental, ya que el sujeto mismo es una construcción del neoliberalismo, y si la multitud y lo común van a construir subjetividad revolucionaria, va a ser por medio de una guerra de subjetividades.

La conferencia de Rivera Cusicanqui se tituló “Palabras mágicas: reflexiones sobre la crisis” y se dedicó a una crítica de la colonización del lenguaje y de los cuerpos desde la experiencia aymara y boliviana. Con la intención de recuperar el pensamiento indio (usando esta palabra, pues no nos deja olvidar que fuimos colonizados), la investigadora presentó la etimología aymara de palabras como pachakuti, un equivalente de “revolución” que también significa cataclismo, profundo malestar de la Tierra y del cosmos, catástrofe que no necesariamente trae algo mejor y que emerge de una relación entre humano y no humano. Fuertemente crítica del Movimiento al Socialismo y del presidente Evo Morales, denunció su corrupción y la destrucción ambiental, así como un proceso de desafiliación étnica en el que cada vez menos bolivianos se identifican como indígenas, en un proceso que es más una repetición del nacionalismo de la década de 1950 que una descolonización. Mezclando jergas aymaras y europeas, propuso construir un universo ético-estético desde el sur donde otras estrellas nos miran, en el que suplantemos las cadenas de valor por las de montañas, construyendo una episteme comunitaria que use la crisis y piense luchando, en regiones y no en naciones, con el hígado en vez de con el cerebro, que rechace al “viejo leninismo aggiornado y disfrazado de multiculturalismo neoliberal”, y salga de los delirios de grandeza que son la contracara de los complejos de inferioridad.

La conferencia de Rolnik, “Sobre el inconsciente colonial”, abordó posibles formas de resistir al inconsciente colonial capitalista, apelando a los inconscientes de protesta y al saber del cuerpo, que con armas como la intuición o la empatía es capaz de encauzar políticas del deseo. Llamó a la construcción de una brújula ética y opuso dos paradigmas en lucha: el “antropo-falo-ego-logo-céntrico” de la cultura occidental y el “ético-estético-clínico-político” de la micropolítica y la diferencia. Su exposición concluyó con algunos puntos que, organizados casi a modo de receta, pueden ayudarnos a desplazarnos del inconsciente colonial: desanestesiar, activar el saber del cuerpo, desobstruir el acceso a la experiencia, no negar la fragilidad, no ceder a la voluntad de conservación, no atropellar el tiempo de la imaginación creadora, no renunciar al deseo en su lógica de afectación de la vida, no negociar lo innegociable, ejercer el pensamiento en su función plena, reimaginar el mundo.

Sobrevoló estos eventos una fuerte discusión sobre el legado revolucionario del siglo XX, si pensarlo como derrota, fracaso o traición, si terminar de enterrarlo o pensar qué recuperar, pensando en historias discontinuas, intermitentes, en las que el pasado puede irrumpir o en las que algo que no había sido considerado toma el centro. La alegría, el amor, la afirmación de la vida tomaron también la palabra, entre tanta destrucción.

Los neoliberales, tecnócratas y despolitizados no tienen el monopolio del pensamiento. Las calles, las comunidades y nuevos pensamientos están en pleno proceso de creación de nuevos sujetos revolucionarios, en los que todas las disciplinas del arte y la academia pueden participar. A la salida del coloquio nos encontramos con una movilización en apoyo a los maestros recientemente reprimidos y por el femicidio de Micaela. Las vallas macristas no impiden que estos mundos se crucen.