El otro día, antes de la final, me pasó algo que, en cualquier caso, se podría entender como natural y no extraordinario. Sin embargo, seguramente por los patrones de comportamiento social a los que estamos habituados, procuré esconderlo, travestirlo, ocultarlo.

Iba con 49 personas más, y sin que mediara dolor físico o una acción de corte emocional que los demás pudiesen descubrir, me puse a lagrimear. En mi mundo habían pasado cosas distintas de las de que les pasaban a los otros 47 pasajeros y al chofer de la Cita al llegar a Canelones. Durante la semana se me había frustrado ligeramente el plan de vivir la ciudad en la plaza, en el club, en el boliche, en la tienda, respirando el aire dulcemente tenso de los días previos al gran momento. Por una razón u otra, no pude llegar a explorar el ruido de la siesta, la música de los pedaleos levemente acompasados por los saludos a los transeúntes -“¡¿Qué hacés, Cholo?!”, “Adióoos, Susana!”-, el bufido de los interdepartamentales poniéndole ritmo de ciudad a la plaza del pueblo. Entonces, como no pudo ser, me mandé tempranito nomás el mismo día del partido. Ni bien divisé desde el bondi el cartel de la ciudad, supe que una vez más, y no por mi perspicacia sino por la baquía de los que me fueron legando el trillo de la vida, estaba en el lugar indicado en el momento indicado.

Era ahí que iba a suceder. Pensar, componer mentalmente la inmensidad, me conmovió y accionó mis lágrimas, que luyeron inexorablemente, tapando cualquier intento de disfraz de alergia o de irritación por los lentes.

Ya me había pasado una semana antes. Al conversar con el director técnico finalista el día del partido sentí la emoción mientras imaginaba ese vaho de alcohol y linimento en desvencijados vestuarios que vibran igual o más que los del Bernabéu. Creí escuchar el ritmo de los tapones afinando en la mayor en los 20 pasos de baldosas hasta el pasto; me pareció sentir la humedad de esos pelos empapados de peinadas que anticipan el despeinar de la ilusión, y mi corazón se sincopó como si estuviera haciendo carreritas de rutina, de pronto listo y ya, como si flexionara mis rodillas en el cemento, para sentarme antes de que todo empezara, como si me arrimara al alambrado para emitir el último mensaje antes que el primero. La inmensidad. Eso y muchas cosas más, pero ante todo, es la final del interior.

Héroes de por aquí nomás

Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que pasa, que mientras en el mundo que nos guionan desde los medios sociales, los canales, las radios y los diarios, nada de esto es visible o vivible; mientras miles de vidas desde su mando a distancia ignoran o cuando menos desprecian estas vivencias, nosotros, unos pocos que somos muchos, nos conmovemos, nos conmocionamos con un juego, un partido, un campeonato, 11 héroes, 11 conocidos, vecinos, amigos, enemigos, que están ahí, por ellos y por nosotros, armando un modelo a escala de la búsqueda de la gloria?

Hoy, con el partido de Barcelona metido entre los ravioles, con el de Manchester combinado con el primer amargo, con Antoine Griezmann al lado de la tortafrita, ellos, nuestros compañeros de banco en la escuela, el que me vende las lechugas recién cosechadas y el Beto, que es primo o algo así de tu primo, son los portadores primigenios de la ilusión. La de ellos, que desde que corren detrás de una pelota en las veredas tranquilas del pueblo saben que su primera y mayor ilusión es ponerse la camiseta de la selección, que sin falluteces de por medio es -hay que decirlo- la de la selección, y punto, que les aviso que no es la celeste, a menos que sea en Flores o en Rivera. Es la de nosotros, que en las noches de verano sabemos desandar el camino.

El fútbol como capital

Juntos, muchas veces pegoteados con Montevideo, Canelones, Santa Lucía, Juanicó y todos esos pagos que están por ahí tienen fútbol, más allá de que ni bien despuntan los gurises que la hacen carozo en la canchita del baby, ya los están pescando para llevarlos a Montevideo y no dejan ni picar sus 14 años para ficharlos en la Asociación Uruguaya de Fútbol. Aun así, decenas de botijas en las noches de verano se pusieron a pelotear en el siempre apetecible césped de la tribuna del Martínez Monegal; gurises que después se hicieron muchachos que llegaban al estadio despreciando el bucito por la posibilidad de que tal vez estuviera Florencia, Maggie o Luisina y quedaran pegados, pero que siempre están y estuvieron, siguiendo a sus vecinos o al flaco aquel de Santa Lucía, o al de Juanicó. No es fácil mantener una identidad futbolera, una continuidad de jugadores cuando los espejitos y el utilitarismo de la metrópolis chupa continuamente proyectos de jugadores que, casi niños, llegan a Primera y ni pican en la selección, porque el ojeador o el representante ya se los llevó con un abono de la Cita y la promesa de unos pesos que no siempre llegan.

Canelones siempre ha tenido buen fútbol: rápido, punzante, moderno. Los canarios juegan a espaldas del fútbol de la A, y el híbrido a imagen y semejanza funciona manteniendo la cadencia de la esquina, del banco, de la zapatería del Toto. Sólo dos veces en la historia Canelones había sido campeón: la primera vez, en 1952, y en 1970, hace 47 años, la última.

Cada verano, año tras año, como aquel lejanísimo 1952-1953 en el que la gesta primigenia desembarcó en el ferrocarril que trajo a los campeones desde la finalísima en Durazno, la azulgrana, su gente, sus futbolistas edifican el sueño. Este año, los albañiles de la gloria lo hicieron con tal sentido de pertenencia y de proyección, que gracias a la cabeza pensante de su joven director técnico Paolo Parolín, que vistió de azulgrana a los campeones santalucenses, con trabajo, razón, conocimiento e inteligencia, consiguió un modelo de fútbol que desembocó en que el mejor fuese el mejor. Eso eran mis lágrimas: la invulnerable sensación de saber ser testigo y postulante para trepar esa escalera a lo inalcanzable.

Salú, campeones.