Es la capital departamental más próxima a Montevideo, y eso modifica muchas cosas, pero no todo. Es verdad que para ir al Parque Capurro o al Parque Viera demorás menos que uno que viene de la Unión, pero Canelones no es un barrio.

Canelones es un pueblo que orbita alrededor de Montevideo, pero como cualquier pago que se precie de tal, vive por sí mismo y tiene vida propia. Canelones tiene la plaza para dominguear, tiene el club para pasar horas filosofando sobre vidas ajenas, tiene adoquines y tiene siesta. Y ahora tiene, una vez más, el enorme título del mejor de Uruguay. Tan alto como uno puede subir, como uno puede soñar. Después de esta estrella, que es todo; después de alzar esta copa, que es “como Jordan flotando sobre las manos del resto”, no hay nada. Y, sin embargo, lo es todo.

Años atrás, la última

Cada verano, año tras año, como en aquel lejanísimo 1952-1953, cuando la gesta primigenia desembarcó en el ferrocarril que trajo a los campeones desde la finalísima en Durazno, la azulgrana, su gente, sus futbolistas, edifican el sueño.

No son sólo los canarios en su acepción más pura, es decir, los vecinos de Canelones, de los pueblos del departamento: los de los 18 departamentos que tienen selecciones en la Organización del Fútbol del Interior sueñan cada verano con quedarse con el título que para nosotros, los canarios en su más amplia acepción, representa un Mundial. Es nuestro Mundial y lo gozamos y lo sufrimos verano tras verano, de la misma manera que miles de ustedes lo sienten cada cuatro años.

Antes de la final, en la mañana del partido, se me ocurrió pasar por el estadio, y cuando vi la imagen del cartel que da entrada a la ciudad, del viejo estadio, quedé conmocionado componiendo lo que se viviría unas horas después, descubriendo la vibra de la ciudad, imaginando la música de los tapones afinando sobre las baldosas del vestuario, la última peinada, el palmoteo nervioso y solemne con el hermano del césped, la taquicardia de la emoción, la presión de la responsabilidad, el placer de imaginarla redonda, justa, en el empeine, en la cabeza. Pensé en esa imagen de indómitos aldeanos conquistadores de la ilusión buscando la recompensa en el empedrado camino de la frustración, disfrazados de héroes de pantalón corto, con la camiseta blasón del pueblo, las gambas brillantes por el linimento, los cruzados de los sábados de noche, los exploradores de lo que vendrá, y se me piantó un lagrimón.

Una ventanita a la eternidad

Cuando, la semana pasada, Canelones dio el gran golpe al ganar la primera final a Tacuarembó 3-2 de visitante en el estadio Goyenola, el guion de la definición remarcó el posible destino del partido de anoche, porque los canarios serían campeones ganando o empatando, y los tacuaremboenses sólo podrían levantar la copa si ganaban el partido, y después los penales. Con ese mapa dibujado, los contendientes planificaron su destino desde la conformación de las oncenas. Parolín, el orientador azulgrana, planificó una estrategia de control y velocidad. Tener la pelota y preocupar como forma de contener los obligatorios arrestos tacuaremboenses.

Durante los primeros minutos hubo un exceso de fuerza que lindaba con el juego violento, y el árbitro de Maldonado Carlos Sotelo no supo administrarlo. La velocidad de Jonathan Gallardo, la sexta marcha del pistoneo del toque de Canelones, eran el presagio de algún gol de este equipo; sin embargo, la más clara, la que paralizó los corazones de las tribunas del Martínez Monegal colmadas de vecinos de Canelones y Tacuarembó, fue una bocha al gol del tacuaremboense Gonzalo Colman que, en la línea, salvó de cabeza el zaguero canario Junior Vidal.

Pero cimentado por el buen juego, ambicioso y seguro, caminando por el pretil de la primera media hora, construyendo el fútbol sobre patines por las bandas, Jonathan Gallardo, el Muñeco, puso sexta, vio por el retrovisor cómo el lateral Matías Trasantes se asociaba con él, en diagonal, pisando el área, y le cruzó la pelota para que definiera, pusiera el 1-0 y explotara Canelones.

Con el blindaje del gol, pero fundamentalmente con la certidumbre que da el buen juego, Canelones reafirmó su superioridad en la final. Tacuarembó, ansioso y sin mañana, salió al campo mucho antes de que arrancara la segunda parte.

Cuando el árbitro Sotelo autorizó el juego, el seleccionado del norte apareció 15 o 20 metros más adelantado en el campo, hasta que una acción de juego generó un entrevero en el que hubo empujones, patadas e intentos de agresión que la cuaterna arbitral creyó resolver con una expulsión para cada equipo: vieron la roja tanto el autor del gol canario, Trasantes, como el delantero tacuaremboense Octavio Siqueira. En ese momento el partido cambió por completo. Los nervios y la ira dieron otro giro al encuentro, y de aquella estimulante contienda se transitó a un vulgar ejercicio de demostración de fuerza física.

Muy desordenado, Tacuarembó empujó contra el arco de Canelones, que muy prematuramente se pasó al contragolpe como única forma de respuesta. Gallardo puso sexta otra vez, y lujo. Estuvo a nada de que llegara el segundo canario. Pero en la siguiente jugada la correlación de fuerzas se volvió a modificar: una carrera de Diego Torres fue cortada con un golpe en la cara de Julio Almeida, que generó la segunda roja para los tacuaremboenses.

No hubo forma de reencauzar el juego. A partir de ese momento se sucedieron centros para Sebastián García en Tacuarembó, y carreras al gol en Canelones. El “dale campeón, dale campeón” ya atronaba en el estadio, con la certeza que sólo otorga la confianza plena en aquellos héroes vecinos que están ahí para modificar y hacer la historia.

Dale campeón, porque Canelones se lo merecía, se lo merece a ley de juego y centenas de celulares saltan y registran un momento único para este pueblo de vecinos, que miran a la capital, pero viven, sufren y gozan en su pueblo.

La gloria está en Canelones. Su estela de campeón no se perderá en el tiempo. Salud, canarios, son los mejores de nuestro Mundial canario. Así debía ser.