El otro día vi Machuca en la tele. Pasaba por ahí y me imantó una dolorosa coincidencia que evidentemente aún no logro exorcizar: 1973, golpe de Estado, y millones de vidas cambiadas a futuro. Después de esa horrenda y sostenida situación soterrada por la fuerza y la conmoción social, ya nunca seríamos los mismos aquellos a quienes nos tocó vivir, crecer, ser en dictadura y, aunque no lo adviertan por necia torpeza, tampoco aquellos que vendrían años después y a quienes nos tocó educarlos, criarlos, aprestarlos ya con una notoria modificación de nuestro ser.
Machuca es una película chilena de 2004 escrita y dirigida por Andrés Wood y protagonizada por Matías Quer, Manuela Martelli y Ariel Mateluna, quienes representan a tres niños de muy distinta condición social en los días del golpe de Estado en Chile.
La historia transcurre en Santiago en 1973 en los días previos a la instauración de la dictadura, y tiene como base un experimento real hecho en la época del gobierno socialista de Salvador Allende en el Saint George’s College, pero, en mi caso, la mayor identificación no vino por el experimento escolar, sino porque más allá de los Andes yo era en ese momento un niño escolar que desconocía el horror que se vendría. La vida era la túnica, los bancos de la escuela, la moña suelta, el jopo sudado, la cara perlada de alegría, corriendo pelotitas de papel en el recreo, o corriendo una de plástico o una de goma en aquella cancha urbana y en curva por Capitán Videla, que tenía un arco (el arco se medía y se veía desde el frondoso árbol hasta el muro de los Benítez), y el otro por Francisco LLambí, de la casa de los Santibiago hasta donde había otro bonito arbolito, que –ya les aviso– ahora no está más.
Cómo me duelen estos cínicos que creen que el problema de algunos de nosotros son los ojos en la nuca, o los bárbaros capaces de querer institucionalmente rendir honores a crueles dictadores. O los que son capaces de minimizar ese período de tiempo que corrompió para siempre nuestras vidas. Siento que siempre, pero siempre, hay que estar alerta a que estas cosas jamás se vuelvan a repetir.
Y una de las formas de hacerlo, aunque muy mínima, es sentarme frente a esta página en blanco, una A4 virtual en pantalla, y –como si fuese catarsis de queyala– contar, avisar, machacar como un abuelo pesado, para que no olvidemos, para que sea un tiquiñazo en la oreja si nos vamos adormilando.
Disculpe
No me olvido más de esa puta mañana del 27 de junio de 1973, y eso que apenas empezaba. Son las siete de la mañana, como las de cada mañana, pero no hay el rutinario movimiento de cada mañana.
Mi recuerdo es horriblemente frío. Tanto que aún me descompone. Hace frío. Mucho frío. El niño queda de lado. Mis padres están sentados al borde de la cama de estilo que tienen desde que se casaron, hace poco más de una década. La radio preside con modernidad vintage la mesa de luz más alejada del balcón, la más cercana al ropero. Las portátiles prendidas alumbran a media luz aquella oscura escena. La moderna radio de los sesenta, con su plástico celeste –baquelita– suena con aburridas marchitas y sones folclóricos de baja estofa, como la oprobiosa formación de Los Nocheros, aquellos oportunistas que rasgaban una guitarra colocándose del lado más fascista y reaccionario, cantando Disculpe, cuando a los niños y a otros tantos por ahí se los iban a llevar los tanques rusos si ganaba el comunismo del novel Frente Amplio.
Un locutor hace referencia al Estado, a las garantías, a la disolución de las cámaras, y al presidente, que desde hace unas horas atrás es, y para siempre será, el dictador Juan María Bordaberry.
En un loop repugnante decían: “El presidente de la República decreta:
1° Declárase disuelta la Cámara de Senadores y la Cámara de Representantes [...].
3° Prohíbese la divulgación por la prensa oral, escrita o televisada de todo tipo de información, comentario o grabación que, directa o indirectamente, mencione o se refiera a lo dispuesto por el presente Decreto, atribuyendo propósitos dictatoriales al Poder Ejecutivo”.
Ricardo, que vivía en el barrio –los barrios de la infancia se sabe que son de circunscripción reducida a la cuadra, y él vivía cinco casas más allá, por la vereda de enfrente–, ya había cruzado, como nunca tan temprano en la vida, a comentar que no había clases, que se anticipaban las vacaciones y que podríamos en un rato jugar al fútbol en la ficta cancha en curva.
Íbamos solos al estadio todos los fines de semana porque los menores de 12 entraban gratis y sin mostrar la cédula. A los clásicos, o cuando jugaba Uruguay, había que ir acompañado, y entonces aparecían padres, tíos o vecinos, que nos llevaban.
Ya no. Se viene el drama. Que habrá que resistir, que empieza el paro general, que no es que haya vacaciones, es que no hay clases.
El 24 de junio, apenas tres días antes del golpe de Estado y desde la radio Ariel, Víctor Hugo dice que empieza el camino a Alemania 1974.
En El Campín de Bogotá, y en la cama grande, yo me hacía el Patín Santos y volaba de palo a palo cuando los colombianos le pateaban de lejos, o cuando la pelotita de ping pong, que era la oficial de mi juego simbólico, era devuelta con malicia abajo, contra la pata derecha, por la pared de la cabecera. Los celestes se fueron en democracia de Bogotá y llegaron a Quito con sus familias viviendo ya en dictadura.
Cuatro días después del golpe, el 1° de julio de 1973, en la misma radio, ahora ya un aparato oscuro y oráculo de golpistas y miserables, salía la voz del joven cardonense anunciando que en el estadio Atahualpa de Quito Uruguay había ganado 2-1 con goles del Negro Luis Cubilla y de Nando Morena.
Estábamos al borde de la clasificación. Me fui hasta lo de Ricardo, o apenas pasé el portoncito de casa, haciendo picar la pelota de plastibol, y ello fue señal suficiente para que salieran los Benítez y se armara un “el que hace el gol entra al arco”. Ya estábamos casi por empezar, pero un jeep con milicos vestidos de guerra y un par de chanchitas nos corrieron para adentro de la casa a jugar a otra cosa.
Se ha perdido todo
Para Alemania 1974, las Eliminatorias comenzaban a ser el via crucis que conocemos, pero peor, porque éramos debutantes en esa ruindad de competir y asistir a espectáculos privados de algunos de los derechos más básicos. La fecha del 5 de julio de 1973 es histórica. Por primera vez se transmitió en vivo y en directo un partido de las Eliminatorias desde el estadio Centenario. Vuelva a leer la fecha y saque sus conclusiones acerca de las intenciones de los que impusieron la transmisión televisiva. No era sólo acerca de un rápido y necesario “pan y circo” de la distracción, sino un disuasorio gentil para evitar aglomeraciones que podían ser peligrosas para los golpistas. Siguiéndolo por televisión, había menos posibilidades de actos de resistencia al golpe y, además, claro está, mayor facilidad para la vigilancia.
Estaba feo, frío y oscuro, aquella noche de miércoles en la que Uruguay jugó contra Colombia. No pude ir. Ni soñar. Un Sonotone, de cuando las teles eran terribles muebles, acaparó mi atención y seguramente la de una ínfima parte de la población que, a cambio de aquellas imágenes, quedaba disuadida de manifestarse contra el oprobio y la injusticia de la ilegitimidad. La huelga general tenía nueve días, igual que el golpe, y por más que el fútbol fuese tan maravilloso, aquel partido no servía más que como posible punto de encuentro para enriquecer la resistencia. Estaba todo oscuro y el relator debió anunciar el gol del endiablado Wellington Ortiz, que daba la victoria a los colombianos y complicaba inesperadamente a Uruguay, a aquel Uruguay que había empezado su ilusión en democracia y al que no le había caído bien el golpe.
Desde el Big Bang, desde que a Solís se le ocurrió la mala idea de desembarcar por estas costas, era la primera vez que Uruguay perdía un partido de una competición oficial jugado en territorio oriental. Ganando, habríamos estado adentro, y seguramente se habría repetido, tres días después, la idea de televisar y jugar ante poca gente. Pero marchamos. Así las cosas, había que derrotar a Ecuador por más de dos goles de diferencia.
Era domingo de tarde. Jugaba Uruguay, era la clasificación al Mundial. Nadie, ni mi padre ni mis tíos ni los vecinos, me pudieron llevar a ese partido en el que iban a pasar cosas. ¿Qué iba a pasar? Parece que unos vecinos del Cerro y de la Confederación Nacional del Trabajo se acercaron al Peta Luis Ubiña, que también era de la Villa del Cerro, para plantearle algo en relación a lo que podía hacer la selección para apoyar la huelga general y boicotear a los golpistas. Parece que ahí en el vestuario apareció Luis Alberto Cubilla, cuestionando la pertinencia de la gestión de los trabajadores, y señaló que aquello era fútbol y no tenía nada que ver con la política.
Fue mucha gente al estadio, muchísima, algunos con volantes, otros armados, pero no para intimidar a los ecuatorianos, que antes de la media hora ya perdían 3-0 y terminaron perdiendo 4-0, sino para defender la democracia. Muchos volantes convocaban a la manifestación, la histórica del 9 de julio, un día después, la que quedó en el recuerdo por la convocatoria que realizó Ruben Castillo en Radio Sarandí leyendo a García Lorca en aquello de “A las cinco de la tarde…”.
Así empezó todo, y, como quien mal anda mal acaba, hasta el 86 ya no iríamos a ningún mundial más.
Nunca más, pero ya no mundiales. Nunca más.