Para cuando yo nací, al comienzo de mi historia, el de mi ombligo, el fútbol tenía ya casi 100 años. 97 años separaron aquella fría y lluviosa noche otoñal londinense en la Freemason’s Tavern donde se ajustaron, se crearon, se recrearon las reglas del juego más maravilloso del mundo, de la escandalosa canícula de Florida, cuando el calor era calor en serio y las parteras eran embajadoras plenipotenciarias de la vida en hogares, hospitales y sanatorios.

Nací en el Hospital de Florida el 4 de diciembre de 1960. Fue un domingo a las 11.00. “Varón”, dijo la partera, cuando nadie, pero nadie sabía que me estaba conectando con la vida terrenal con el fútbol. El fútbol es como la vida, el fútbol es vida. Juego, arte, pasión lúdica, seriedad, entramado colectivo, esfuerzo, creación, espontaneidad, organización, sublimación, dentro y fuera de una cancha.

Cuando mi primer berrido, la historia del fútbol en mi lugar tenía ya 70 años, 60 de su primera organización formal, con una singularidad estimulante de logros, sueños y esfuerzo. Fueron Uruguay, junto con Argentina, las primeras naciones independientes en cotejarse en un partido de fútbol. Fue un uruguayo en Argentina quien le dio forma y creó la primera organización continental de fútbol. Fue Uruguay, junto con Argentina, Chile y Brasil, protagonista y ganador del primer torneo continental. Fue en Uruguay donde se jugó la primera edición ordinaria de la Copa América, y fue Uruguay el primero en alzarla.

Y más, mucho más, que no les contaré yo de la primera vuelta olímpica, ni de la primera Copa del Mundo, ni del primer estadio de cemento armado para decenas de miles de personas concebido justamente para la práctica exclusiva del fútbol, ni mucho menos de nuestros héroes, hazañas e ilusiones, ¿o no es parte de la hazaña el disparador de la ilusión eterna?

Módulo celeste

Aquella mañana de 1960, cuando con un par de pinzas y una tijera me separaron del cordón umbilical y pasé a ser un módulo individual fuera de la nave madre, los ingleses habían inventado el fútbol pero las más grandes hazañas ya eran potestad de aquellos orientales ingobernables, y de otros que bajaron de los barcos para tatuarse la celeste en el pecho.

Desde el 15 de agosto de 1910, con la camiseta celeste –a excepción de Santa Beatriz 1935, donde apareció la camiseta roja, y la garra–, Uruguay había ganado el Sudamericano de 1916, el de 1917, el de 1920 en Chile, el de 1923 en Montevideo, en 1924 otra vez en nuestra capital pero haciéndole de sede a Paraguay, en 1926 en campos de Nuñoa, en Santiago de Chile, en 1935 en Santa Beatriz, Perú, en 1942 en Montevideo, en 1956, una vez más en el Centenario, y 1959 en Guayaquil, además, claro está, los Olímpicos-Mundiales de 1924 en París (donde el Terrible Nasazzi creó, sin saber que estaba haciendo algo que trascendería su gesto de educación y agradecimiento, la vuelta olímpica), y de 1928 en Ámsterdam, y la Copa del Mundo Jules Rimet en 1930 y 1950.

Cuando vi la luz en el viejo Hospital de Florida, apenas a cuatro cuadras de donde en 1924 se jugó el primer campeonato del Sur, Uruguay había ganado diez Sudamericanos en un período de 44 años, en el que el torneo se jugó 27 veces.

#NoPedíParaNacerAquíSimplementeTuveSuerte

Dicen que la memoria se restringe a lo que uno ha vivido después de sus primeros tres años de vida; sin embargo, yo me recuerdo haciendo equilibrio sobre mi torpeza inicial y perpetua corriendo detrás de una pelota de plástico y tirándole viajes de derecha, entre las macetas del patio de los abuelos. Para 1967, los Reyes ya me habían dejado mi primera celeste –en esa época sólo los niños éramos beneficiarios y usuarios de camisetas que imitaban a las de nuestros héroes– y en el combinado de la abuela (radio y tocadiscos empotrados en un mismo mueble) pude escuchar la voz de Solé, que desde Montevideo hacía llegar a Florida el grito de gol de Pedro Virgilio Rocha con el que Uruguay ganaba su undécimo título, el primero que vivía mi ombligo.

Pasaron muchos años y pocos sudamericanos, el de 1975 y el de 1979, para que, rotando por países agobiados por el Plan Cóndor y sus dictaduras, en 1983 Uruguay volviese a ser campeón y yo lo pudiese vivir en cada una de sus presentaciones en el Centenario, con Chile, con un gol de Eduardo Acevedo, con Venezuela el día que quebraron al Nando Morena –con el Archie Esnal jugando en la zaga–, con Perú cuando el Toro Wilmar Cabrera nos sacó de los pelos al empatar (habíamos ganado 1-0 en Lima) y, por supuesto, con Brasil la noche del doble gol de Enzo Francescoli (lo hizo en la jugada y en el posterior tiro libre por el que el juez paraguayo Héctor Ortiz había anulado la anotación anterior), y el de la maravillosa jugada del olimareño Víctor Hugo Diogo, que desparramó brasileños hasta festejar su gol.

Escolar, bachiller, y ahora papá

Para 1987 ya tenía un contrato, con papeles en el BPS, como periodista –aún me gustaba agregar el “deportivo”– y marché a Buenos Aires como un trabajador. De aquel 1967, recién egresado de plasticina de jardinera, escuchando por radio al 1983 desde el Centenario mismo, bachiller y sin carrera de periodismo como para ser m’hijo el dotor, picoteando cursos por aquí y para allá, a este 1987, ya padre y agarrando pa’ las ocho horas en el periodismo, en la boca del lobo frente a 65.000 argentinos campeones del mundo.

Marché con un sobretodo comprado en cuotas en la tienda San Francisco, y, en el palco de prensa del Monumental de Núñez, apenas me permití meter puñito cuando Antonio Alzamendi dejó sin asunto a Luis Islas, el golero de la Argentina de Maradona, de los recientes campeones del mundo. Cuatro días después, en la final con Chile, me solivianté en mis apuntes –después pasados al télex para que llegara a redacción–, con la brutal cacería sobre Enzo Francescoli, que finalmente terminó expulsado, y me permití pararme dentro de mi sobretodo para aplaudir el gol de Pablo Bengoechea que nos dio el título. Hace unos días, el 12 de julio, saqué de mi caja de recuerdos una foto que esa tarde me saqué con Sosita y la copa en los vestuarios del estadio mundialista porteño. Decimotercer Sudamericano celeste, y el tercero de mi vida, el primero que veía en forma íntegra y tocando la copa.

La isla de la fantasía

Tras los fracasos posTabárez –en 1989 la selección del maestro fue vicecampeona en el Maracaná al caer en el último partido ante Brasil 1-0– con Cubilla y sus con hambre en 1991, eliminados en fase de grupos con tres empates, y en 1993, con la tensa situación de los repatriados, en 1994 se nominó a Héctor Pichón Núñez como técnico de cara a la Copa América de 1995.

Entre las demandas de Pichón estaba la de organizar una Jefatura de Prensa, y organizado y fiscalizado por el Círculo de Periodistas Deportivos del Uruguay, se llamó a concurso abierto. Jorge Burgell me manijeaba, pero yo no me veía. Al final me mandé y... gané. No imaginan ustedes, porque nunca podré ser lo suficientemente elocuente, lo que eso fue para mí. Único, sagrado, inimaginable. De aquel sueño cortado por ineptitudes técnicas, falta de audacia, que no de sueños, y goles ajenos, de colgarme del alambrado con la celeste en el pecho, a esta realidad, que justamente termino colgado de cada uno de los alambrados del Centenario, con la celeste en el pecho y revoleando mi medalla de campeón después de haber levantado la copa.

Aquel 23 de julio, a diferencia de los cinco partidos anteriores en los que viajaba impecablemente trajeado de Los Aromos rumbo al Centenario, le pedí a Héctor Núñez, Fernando Morena y el profesor José Tejera si podía ir con el equipo deportivo NR y con una camiseta de juego abajo, que justamente llevaba el número 5 a sus espaldas. Así fue, y una vez cumplida mi tarea de difusión previa e información de los nuestros, marché a la cancha al banco de los suplentes, y cuando el Manteca Martínez mandó a guardar el último penal, corrí enloquecido, mirando la Torre de los Homenajes, sintiendo el irrefrenable espíritu de la gloria.

El 23 de julio es, para mí, una de las fechas más significativas de mi vida, y me sacude su recuerdo cada vez que andamos por esos barrios de la gloria y de los sueños. Felicidad en estado puro.

Cuatro de 14 no estaba nada mal. Cuatro títulos, uno como oyente, otro como espectador, otro como trabajador, y otro, el más soñado, con la celeste en el pecho, no estaba nada mal para un período de 28 años en el que la copa se había jugado nueve veces.

SUN (Soy Una Novedad)

Si algún electricista de la Maternidad del CASMU aún reclama por un laburito que tuvo que hacer el 29 de agosto de 1987, confieso que fui yo sin querer, enchufando un SUN para aprontar el mate mientras esperaba el alumbramiento de mi hijo Kike. A diferencia de mí, Kike conoció los vericuetos del estadio Centenario cuando aún no había cumplido un año, y salió como llorosa mascota de Central Español entre Marcelo Fracchia y el Bocha Fagúndez. El peregrinar de canchas y camisetas de Kike fue temprano y amplio, y prontamente también se sacó su foto de celeste. Claro, a los seis años no sabíamos ni imaginábamos que 17 años después estaríamos juntos para traer, a través de las ondas del SODRE, por Radio Uruguay, la decimoquinta conquista sudamericana. Con ese título, la quinta copa en toda mi vida, alcancé, ese 24 de julio de 2011, un tercio de los títulos a nivel continental, pero, además, llegó el sello del utilitarismo, tan inútil como necesario para aprobar, promover y estirar al futuro una filosofía de trabajo y formación promovida, patrocinada y ejecutada con innegable idoneidad por el Maestro Óscar Washington Tabárez.

La historia es el eje central del presente y el lanzador hacia el futuro. Valorémosla, saquémosle lustre y sigamos construyendo desde esos sueños que ya no son sueños, abonando caminos donde mañana descubramos maravillas como esta.

¡Uruguay nomá!