Estaba desde hacía meses en la capital de alrededor de 22 millones de habitantes, pero venía postergando el gran viaje al paraíso terrenal, situado en el Pacífico, que, dicen, es Mazunte, no sé si por pereza o para dilatar el momento. Son seis horas de viaje desde Ciudad de México a Oaxaca, y seis más hasta Mazunte.

No puedo detenerme ahora (ya sé que no me dará el espacio) en Oaxaca y sus calles empedradas: casas y construcciones de otro tiempo, mercados donde se puede comprar chapulines (sí, colorados) en bolsitas, flores, ropa, carne por doquier, probar jugos y comidas, bares y cantinas, un mundo; todo un espectáculo de colores y de vida que no para, una novela de viajes. No puedo detenerme en esa ciudad, porque el viaje al paraíso me apura, y es largo y sinuoso. La demora en partir también se debía a que hacía cinco días que llovía en toda la zona –algo que no pasaba desde hacía mucho tiempo– y que un huracán travesti, Beatriz, amenazaba con la furia de su alma y de su sexo. Pero los días se me acababan y no podía postergar más la llegada a una playa, según me habían contado, próxima a los dioses y más barata que la vida en la Tierra, y a otra al costado, Zipolite, en la que iba a desnudarme a mis anchas y entregarme al verdadero dios en el que creo: el baño de oceáno, el cuerpo en una inmensidad acuosa, el olvido de todo por un instante, el dejarse ir (aunque sea vacacional) al mito del buen salvaje.

Entonces, me tomo una combi con diez o 12 pasajeros más, en un viaje que dura unas seis horas para una distancia de 300 kilómetros. Es que el camino es pura curva, una extensísima serpiente quieta. Todos los demás se dirigían a pueblos y pueblitos, a sus casas, a sus trabajos; yo era el único turista y el güero del grupo. La empresa a la que pertenecía la combi nunca nos avisó que las supuestas lluvias tímidas nada tenían que ver con los pronósticos revisados en Google y presentados con dibujitos infantiles, con solcitos y gotas intercaladas que no podían asustar a nadie. Hasta que descubrimos la dimensión del asunto cuando un malhumorado chofer anunció que hasta ahí llegábamos, a mitad de camino y con árboles que, enteros, habían caído de las pendientes laterales, y que se sumergían en agua barrosa y creaban el primer pantano de esa ruta.

Fui el primero en reaccionar con un argumento esbozado como “lógico”: regresar todos a Oaxaca y ver qué pasaba al día siguiente, o esperar en ese preciso lugar hasta que amainara y tomar una decisión coherente frente a lo que ahora sabíamos que nos esperaba: más árboles cortando la ruta, ríos desbordados, casas o piedras que se desde lo alto de los barrancos caían por la insistencia de la lluvia (o el aliento de Beatriz, quién sabe). Y lo más drástico: que no se sabía, nadie sabía, si eso duraría unas horas, un día o una semana. Pero mi lógica no fue aceptada (aunque algunas voces comenzaron a sumarse), salvo que todos pagáramos otro pasaje de vuelta a Oaxaca.

La voz del conductor se alzaba, la mía también, las de la mayoría apenas susurraban, y la de un hombre con voz de superado y actitud heroica, también totalitaria, dijo: “Acá la lógica es otra. Nos bajamos todos, güero, y caminamos, vamos avanzando”. Esperando el aventón, a que el Ejército vaya despojando el camino, a que la Naturleza ceda. “Además, hay mujeres y no las podemos dejar solas”, dijo, como si el argumento viril fuera a tocarme alguna fibra, a interpelar a mi ser protector y masculino. Y entonces un murmullo empezó a contagiar un espíritu colectivo, a crear una fuerza grupal, a hacernos caminar, literalmente, en cofradía irracional, contra viento, derrumbe y Beatriz. “¡Estamos todos juntos!”, dijo alguien, y otros lo repitieron como mantra, y si bien yo no me sentía tocado porque quisieran apelar a mis cojones, y aunque tenía dinero para volver a Oaxaca con el maldito chofer, que nos dejaba a la buena de Dios sin ningún remordimiento, sentí otro llamado, la puta madre: el de una historia que debía vivir. Y además, ciertamente, le tuve miedo al conductor, le pagara o no por mi regreso a tierra segura. Es que había sido capaz de dejar a más de diez seres en el medio de la nada, lloviendo, al atardecer, con cascotes que caían de las laderas, con un pantano recién formado ante sus ojos, con un huracán en ciernes; no le importó la vida que algunos –o todos– podíamos perder. La realidad incontestable me mostró al primer hombre cruel que conocí en México; entre nosotros había una mujer embarazada de siete meses y una vieja pobre –en chancletas, muerta de frío, recién salida de una quimioterapia– que volvían de la ciudad a sus pueblos, en donde médicos, tratamientos y controles no existen.

Y así, de un momento a otro, estaba inmerso en una película o en esta crónica. A unos metros de donde bajamos de la combi atravesábamos el primer obstáculo, en cadena y tomados de las manos; el primer desborde. Algunos ponían pedazos de árboles para pisar 30 o 40 metros de tierra firme, mientras el agua seguía corriendo, las piernas se enterraban en el barro hasta las rodillas y el precipicio hacia el vacío se medía exactamente con los zapatos de cada uno.

Ante la superación del primer escollo, todos sonrieron. Y entonces, cierta algarabía, cierta sensación de triunfo se empezó a apoderar del grupo. Caminemos más, sigamos; hasta el próximo refugio momentáneo, camioneta y aventón, suerte, aventura y amparo de Dios.

De pronto, al costado de la ruta, un almacencito (una tienda, dicen por acá), y algunos se toman unos tequilas, otros piden un café caliente o comen algo; todo para tomar fuerzas y continuar, nunca para detenerse y esperar ya no la buena de Dios sino la calma cierta de la Naturaleza. “¡Sigamos!”, fue el mandato de uno –cualquiera– que ya era la voz colectiva, la voz que nos nombraba a todos. Tampoco había forma de quedarse allí. La solidaridad de los dueños de la tienda era, como mínimo, dudosa. “No, no hay baño”, contestó, tajante, la matrona dueña de la tienda y, obviamente, de la casa, que eran el mismo recinto.

Y seguimos. Pero la lluvia, que había amainado, se volvió, de pronto, maldición divina, y otra vez árboles sobre el camino, tierra floja, cadena humana, desbarranco inminente. Lo pasamos, y de nuevo sobre nuestros pasos. Un hombre joven, que se había tomado unos tequilas, prendió un porro y lo compartió con su prima. “Convida al güero”, le dijo, y yo, ya entregado, di tres pitadas firmes, protegiendo de la lluvia, con mis manos y las de la mujer, ese poco de medicina contra el miedo. Miré hacia adelante y quedaba una vida por recorrer. Ningún paraje cierto y, al menos, según calculaban todos, unas siete horas de caminata para llegar al pueblo que quedaba más cerca del paraíso, ya lejano y verdaderamente utópico en mi mente. Nos encontramos con otra tienda en el camino y todos compramos metros y metros de nailon, celeste o negro, y nos confeccionamos capas improvisadas de héroes momentáneos.

Cada acontecimiento (el café, el tequila, la galleta, la capa de nailon) se convertían en una especie de conquista. Y esa procesión hacia quién sabe qué sitio o hasta cuándo se transformaba en la experiencia más ilógica, arriesgada y de tintes místicos jamás vivida. Miré hacia arriba, a los costados, hacia adelante y atrás, y me sentí atrapado por una belleza inaudita (y no era por el porro): una inmensidad de montañas interminables, verde tras verde, la niebla entre ellas como el suspiro del diablo, cientos de kilómetros de naturaleza apenas conquistada por la mano del hombre, aunque con decenas de pueblitos o casas perdidas acá nomás o allá a lo lejos, muy a lo lejos; la certeza de ser menos que hormiga, apenas una persona entre 7.000 millones, que alguno llorará en caso de que deje de existir; si acaso, una partícula.

Pasamos por una municipalidad (Ayuntamiento San Miguel, Suchixtepec) y sugerí que nos quedáramos un rato ahí, que preguntáramos si había medios de transporte hacia algún sitio, cómo se proyectaba el tiempo, cómo estaba el camino hacia un lado y hacia el otro. Atrapados. Estaban limpiando los caminos, pero seguía lloviendo, y nadie sabía cuándo todo aquello mutaría.

Hicimos dedo a algunas camionetas todo terreno y a otras del Ejército, y ninguna nos levantó. Muchos se detuvieron y nos explicaron: no nos llevan porque con más peso pueden desbarrancar, o porque sólo avanzarán 200 metros. Seguimos, y estábamos empapados. Temí por la anciana; que muriera, ya no por efecto de un árbol o una piedra sobre su cabeza, sino por la debilidad de su cuerpo después de la quimioterapia. Parecía prendida a la vida por un hilito. Pero seguía, junto a su hija regordeta y bonachona que le daba fuerzas. Algunos lugareños iban y venían por el camino. Unos cargaban pequeñas bolsas, una mujer llevaba a su pequeño hijo en brazos, una anciana descalza y también envuelta en nailon caminaba rápido y segura a salvar a alguna cosa.

De pronto, avizoramos una caseta, no me acuerdo si de milicos, de taxis, del municipio o de qué puta entidad que pudiera cobijarnos, detener este viaje. Una caseta de dos por dos en la que no entrábamos todos. Allí volví por mi lógica perdida y con una oratoria que me salió del alma: no podemos continuar. La mujer embarazada, la señora que se nos desmayaba, muchas más horas de caminata, ninguna perspectiva de sol o sosiego de los dioses, lo que quieran, en lo que crean.

“Yo aquí me quedo”, sentencié, y sugerí volver al edificio de la municipalidad, dos kilómetros atrás, y refugiarnos en construcciones que parecían sólidas. Azarosa o milagrosamente, a los pocos minutos pasó una camioneta y todos nos subimos, más raudos que veloces, amontonados pero con cierta tranquilidad, a un lugar físico que, acordamos, era más seguro. Sería horrible que todo esto fuera leído como la mirada del “güero iluminado” que finalmente gana una pulseada, a fuerza de razón, a seres enajenados o encomendados a otras fuerzas, pasionales o sacrificiales. No; es que ellos tenían una razón muy fuerte y poderosa: la de llegar a casa y abrazar a los suyos. Y eso, a veces, todo lo puede.

Quizás a salvo

Nos bajamos de la camioneta. Vimos instalaciones fuertes, decenas de militares armados hasta los dientes en grandes camiones. Se dedicaban, esa vez, a limpiar caminos y a rescatar gente de los pueblos circundantes. Fuimos a una cocina hecha de bloque y con piso de tierra que me resultó el verdadero paraíso: de una olla enorme sobre una cocina a leña salía el humo de un café caliente que todos bebimos con ansias. Circularon trozos de pan duro que mojamos en el café. Se nos entibiaron el cuerpo y el alma. Los que aún teníamos algo de ropa seca en mochilas o bolsos, nos cambiamos ahí mismo, escondidos tras un murito o al costado de la estufa. El calzado se chamuscó por el fuego, que no daba para secar todo. En una pieza contigua se veía a decenas de militares que también calentaban sus cuerpos a puro café. Saqué la máquina de fotos (seca, protegida) y enseguida recibí un reto. La guardé con la velocidad del miedo. Esperamos colchones, un lugar donde protegernos y, quizá, dormir. Hacía casi diez horas que no conocíamos terreno firme. Sentada al costado de la estufa estaba la anciana, descalza y envuelta en nailon, con la que nos habíamos cruzado en el camino. Parecía que la “cosa” que buscaba salvar no era ni más ni menos que su propia madre, que estaba atrapada o se negaba a salir de su casa. Los rasgos del tiempo marcaban sus rostros, sus ojos; la paz extraña con la que vivían todo aquello, y sus gestos y espera eran tan similares que podrían ser hermanas. La madre tenía 90 años y vivía en esa tierra desde hacía 65. La hija, toda su vida. Le pregunté a la más anciana, suponiendo su experiencia o conocimiento ancestral, si tenía idea de cuánto podría durar aquello; buscaba una respuesta en su larga vida. “Sólo Dios sabe”, me contestó, con la certeza de otra lógica. Y yo, justo, qué hallazgo o qué impertinencia, estaba leyendo El llano en llamas, de Juan Rulfo. Ese párrafo del cuento “Luvina”: “Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si se viviera siempre en la eternidad. Eso hacen allí los viejos”.

Otro anciano, medio borracho o ido, no lo sé, preguntaba cada dos minutos por una tortilla y si ya podía irse a casa. Ni una cosa ni la otra. Y volvía a su pregunta, como si el pan y el propio colchón fuesen lo único existente en su universo.

Los militares eran reticentes al diálogo, incluso los encargados de la olla del café. Es que estaban ocupados en otros asuntos. Salían camiones, entraban camiones. Salían secos, llegaban mojados y embarrados hasta el cuello; tanto que, con uniforme y todo, algunos se bañaban, con un frío infernal, bajo duchas improvisadas que caían de los techos. Tomaban café, se cambiaban de ropa, volvían a despejar caminos. Miraban desconfiados como quien no ve a otro ser humano desde hace meses. Y es cierto: uno de lengua suelta narraba que esta era una tarea especial, porque en realidad llevaban meses en las sierras destruyendo campos de amapolas y marihuana; atravesando pueblos en los que los emboscaban con sus propias armas; persiguiendo delincuencias establecidas por el Estado. “Lo bueno de este trabajo es que al soldado le dicen 'párese allí todo el día' y el soldado acata. Siempre sabe lo que tiene que hacer”, decía. Lo malo es exactamente eso mismo. Eso, y la locura de las emboscadas, con el riesgo de morir en un combate de mexicanos contra mexicanos (otra vez Rulfo, en el cuento “En la madrugada”: “¿No cree usted que matar a un prójimo deja rastros”?), la pérdida de un miembro, la familia no vista por meses. “Todo eso nos pasa por vagos, por no estudiar, por no servir para otra cosa”, dijo, con la convicción de un analista.

Mientras tanto, seguíamos esperando los colchones y ya deseábamos mejoras en nuestra situación vital. Todos implorábamos un lugar calentito, aunque no faltaba quien trayera una historia que diera rabia o alivio. El totalitario del grupo, que se creía hombre todopoderoso, manifestaba que él había dormido en hoteles cinco estrellas y que también podía hacerlo debajo de una mesa, con una solvencia espiritual impostada, con una enunciación heroico-pedagógica, aunque no le tembló el cuerpo cuando en la caseta fue el primero en subirse a la camioneta (antes que la embarazada y que la señora de la quimioterapia). Otro hombre, más joven, contaba entre risas algo más dramático y convincente, algo que parecía ponerlo en otro sitio: cruzó tres veces el desierto, entre alacranes, sed y todo lo uno no pueda imaginar.

Al final, llegaron los colchones o colchonetas y nos trasladaron a un pasillo dentro del edificio, y allí los acomodamos, uno al costado del otro. Claro que están mojados; nada, ese día, podía salvarse de la lluvia. Una familia entera del lugar también se refugió en el municipio, pero tenía la tranquilidad de quienes saben convivir con las tragedias. Un niño jugaba con un celular, un adolescente leía una revista. La noche era larga, quizá la más larga de mi vida; y fría, quizá la más fría de mi vida.

Un hombre y una mujer que acababan de conocerse (bueno, podría decirse que toda esa situación auspiciaba un conocimiento profundo) calentaban sus cuerpos con el goce del sexo a hurtadillas, en suspiros reprimidos y en medio de todos, pero justo al lado mío y de mi colchón mojado. Ella tenía puesta una de mis camisas favoritas, y en lo que pensé fue en que estaba recién lavada, que al menos tuviera el tupé de quitársela. Pero rememoré un poco todo lo que pasamos y me dije que mi camisa favorita es apenas un chiste.

Algunos dormían a sus anchas, otros en vigilia, yo no pegué un ojo. Amanecía, y el totalitario nos levantó al grito de “¡hay café y algo para comer!”. De alguna forma, me redimí en el juicio. Bajamos a la cocina y había café humeante, tortillas, huevos revueltos; algo parecido a la felicidad.

Y otra vez: “¿Qué hacemos?”. Nadie sabía, ni las autoridades, cuándo terminaría la tormenta, esa acechanza. Pero amainó un poco.

Vi caminar a los pueblerinos alrededor de la Municipalidad. Me asombró la vestimenta de muchos, sobre todo la de algunos adolescentes: estaban vestidos como si fueran a ir a un baile o a una fiesta, como perfectos citadinos. A la moda, con ropa impecable, zapatos lustrosos. ¿Será que a las tragedias algunos las esperan con sus mejores galas?

Por un altoparlante que se escuchaba por todo el pueblo, una voz femenina convocaba a la comisión del lugar a limpiar caminos, a que llevaran sus herramientas de trabajo. Los locatarios no parecían actuar como en ese otro cuento de Rulfo, “El día del derrumbe”, frente a la destrucción de sus hogares: “Hasta vi cuando se derrumbaban las casas como si estuvieran hechas de melocha, nomás se retorcían así, haciendo muecas y se venían las paredes enteras contra el suelo. Y la gente salía de los escombros toda aterrorizada corriendo a la Iglesia dando gritos”. Quizás era gente que simplemente no vi.

Todos mis acompañantes, sobre las siete de la mañana, decidieron que seguirían su camino. Ahora teníamos noticias de que había paso y de que el Ejército seguía trabajando. Mis compañeros de ruta apostaban a que en unas horas ya todo mejoraría. Y a las combis, taxis y vehículos que comenzaron a transitar, esporádicamente, hacia un lado y otro de la ruta.

“¿Tú qué haces? ¿Sigues con nosotros? Cualquier cosa, puedes quedarte en mi casa hasta que pase. Queda cerca de Mazunte”, me dijo el que había atravesado el desierto. Pregunté a unas cuantas personas y todas me dijeron que podía parar o podía seguir, que no se sabía ciertamente. Y que, en todo caso, Mazunte, el paraíso del Pacífico, estará revuelto por días, y que Beatriz, el huracán hermafrodita (con toda su fuerza de hembra y macho), aún rodeaba ese universo. Entonces sí, sólo consulté con mi lógica. Ya transitaban vehículos. Tomé un taxi con tres personas más hasta otro pueblo cercano, y a los 40 minutos estaba sentado en una combi rumbo a Oaxaca.

Más de un mes me llevó sentarme a escribir esta crónica. Aún siento mis rodillas sumergidas en el barro, el precipicio a un centímetro de mis zapatos, la amenaza de que todo –árboles, laderas, piedras, huracán– podía venírsenos encima. La certeza de que ser algo panteísta no aleja la furia mortal de la Naturaleza. Aún siento la ausencia del Paraíso.