Fui como siempre, con la cámara HD de mis ojos, con mi ahora medio vieja y usada grabadora de la memoria, con un omnipresente bloc de hojas A4 usadas con alineaciones de Misiones, con jueces del campeonato de Dolores, con las designaciones de las divisionales formativas y esas lapiceras que habitan cual juguetes viejos en los bolsillos de las mochilas. Pero fui como antes, como el primer día, como aquel de la iniciación pero mejor, con la seguridad placentera de saber que ese cemento duro y frío en el que estaba sentado me devolvería emoción, laburo, arte, sublimación.

Ayer fui al básquetbol como la primera vez, que seguramente haya sido una perdida noche de verano floridense en el viejo 10 de Julio a cielo abierto, piso de hormigón, con enormes y macetudos hombres, con ceñidos shorts blancos o negros y los incomparables Charrúa de Funsa. A mi viejo el estudio y la profesión lo corrieron rápido de las canchas, pero jugaba en la IASA de Florida; yo me hice rápidamente hincha de Velsen.

Ayer fui al básquetbol como aquella única e inolvidable noche en la primavera de cualquier vida en que mi padre me condujo de la mano a la cancha de Tabaré, perfumada por glicinas y claveles del aire, mientras con discreción pero con asombro me señalaba a un hombre inmenso y gordo, lleno de rodilleras y musleras como si fuese cinco goleros juntos : ese es Óscar Moglia, el mejor jugador de la historia. Con el roce de cualquier uruguayo que siente ruido de pelota, me inició en la inigualable magia del deporte de competición al llevarme de la mano a esos escenarios impactantes para la óptica de un niño de pantalones cortos y pelota de plástico. Así llegué, esa noche estrellada, a aquella inmensa cancha de Tabaré, perfumada por crujientes chorizos al pan combinados con la fragancia única e irrepetible de ese rincón del Parque Batlle. Pasaron a mi lado, exultantes, impresionantes y cargados de gloria, Washington Poyet, Gómez, Márquez y algunos otros de los campeones.

Ayer fui al básquetbol como aquella tarde en la que, por primera vez en la vida, me puse la camiseta y le puse tanta intensidad, tanta seriedad, tanta vida, que Carlitos Genta, el director técnico –seguro fue él mismo a invitar a los niños de la escuela Simón Bolívar–, me dijo que no perdiera de vista al 12 de ellos. Y tanto caso le hice, que cuando pidieron tiempo o no sé qué, me fui con el 12 para el banco de ellos hasta que me di cuenta de que no era para tanto que lo tenía que seguir.

Yo quería ser como él

Ayer fui al básquetbol como aquellos domingos perdidos en que con los chiquilines íbamos al club de los de enfrente, Bohemios, para mirar con ojos de asombro y envidia a ese gurí zafado y desinhibido que se llevaba el mundo por delante y otros domingos, de mañana o de tarde, nos llenaba de goles y jugadas lujosas. Por el asombro, la atracción, el magnetismo hacia lo maravilloso, enseguida supimos que ese rival al que sufríamos desconsoladamente cuando lo enfrentábamos, pero al mismo tiempo disfrutábamos en las tardecitas de cadetes y juveniles, se apellidaba López. Siempre supimos que se llamaba Tato, y yo supe que él era el más maravilloso basquetbolista que una vez iba a ver en una cancha.

Ayer fui al básquetbol como cuando los únicos basquetbolistas estadounidenses que conocía eran Jeff Granger, Bo Jackson, Joe Mc Call, Mac Kenna, Ford o el mormón Richard Steineman, que mientras predicaba llevó a Olivol desde la cuarta de ascenso al Federal.

Por baranda

Ayer fui al básquetbol como aquel día que empecé a entender cómo acomodar la cadera contra la baranda de la cancha, apoyar el codo en el caño y filosofar con propios y extraños acerca de la modificación de comportamientos de conducta de los rivales cuando uno lo estime necesario, cosa en la que seguramente no hayan reparado Sigmund Freud ni los más adelantados psicoanalistas estadounidenses, que no sé cómo pueden convivir con un inmenso sector de la sociedad que cree que lo conseguirá gritando: “¡Defensa, por favor!”.

Ayer fui al básquetbol como aquel sábado de agosto de 1981, cuando en el Cilindro vi por primera vez a la celeste cortar las redes como el mejor del continente. Tato, Fefo, el Peje, Mahoma, el Fonsi, Cuqui, el gancho de Germán Haller. Aquella noche no necesité imaginármelo ni revisar una historia que es común a la más rica historia del deporte mundial: el primer campeonato continental de la historia del mundo fue organizado por los uruguayos, jugado en Uruguay y ganado adivinen por quiénes...

Te doy una mano

Ayer fui al básquetbol como cuando llevé de la mano, a aquel inmenso Cilindro, a Kike, que, con siete años asistió, como tantos miles de nosotros, a la gloria, la vecina, la conocida, la hija de don Pepe Batlle y Jess T Hopkins. Y una vez más, ante un atronador y ya instalado “Soy celeste” casi hijo del básquetbol y con su mejor caja de resonancia en aquel estadio que ya no es y será, arrancó la vuelta olímpica con collares de redes robadas a los sueños.

Ayer fui al básquetbol como aquellas inmensas y pesadísimas horas de saber que Kike estaba citado al plantel principal y tal vez debutaría, tal vez lo conseguiría. Como aquel año en que su esfuerzo y sus sueños lo condujeron a las mejores noches de Liga que vivió mi club en este siglo, y entonces yo llevaba de la mano a Maxi, su hermano chico, a iniciarlo en esa magia, con derecho a fotos, pasada por los vestuarios e incluso a probar unos tiros desde el flotante.

Ayer fui al básquetbol y, mientras se me paspaban los labios de tanto pero tanto que les chiflaba a esos eximios estadounidenses a los que pretendía disminuir en su concentración con mi silbido, mientras intentaba colgarme de cada rebote, mientras buscaba jumpear desde mi butaca de la platea alta, no hice más que pensar y agradecer a don José Batlle y Ordóñez –la diaria, ¿para cuándo el especial de los 100 años de la Constitución de 1917?– que en mi hipótesis es el padre del avasallante y único envión de todos los enormes e inesperados desarrollos deportivos de Uruguay. También pensaba en Jess Hopkins, el estadounidense que desembarcó por estas costas en 1912 y que en 1913 ya estaba desarrollando el dificultoso y proficuo proyecto para las plazas de deportes, imponiendo el básquetbol y haciendo jugar el primer partido internacional, que, obviamente y como corresponde, fue con Argentina.

Plaza de deportes

Esa maravilla de los hijos de las plazas de deportes, forja de campeones, universidad de los más artesanales desarrollos deportivos en una joven y aluvional nación con poco más de un millón de habitantes, fue la que también, como ya había pasado con el fútbol, como pasó con el malogrado balón –el balonmano es uruguayo, una invención del profesor Antonio Valeta–, como pasó con el fútbol de salón, generó que el primer torneo continental del mundo se jugara en Montevideo y, aunque quede feo reseñarlo especialmente, lo ganara Uruguay, que hasta bien entrado el siglo XX fue el máximo ganador de aquellos sudamericanos de mayores.

Jubilate, bo

Ayer fui al básquetbol a ver a Uruguay, a sentir el corazón que me explota, a comentar con desconocidos, a maduramente saber que vendría el desenlace pero adolescentemente soñando con querer cambiarlo. Como cada vez, como cada día que estoy –estamos– en torno a una cancha, a una pelota y disfrutamos, soñamos, nos empapamos de sudor y gloria o sudor y frustración, pero ahí los nuestros, con nuestras cosas, con nuestros olores, con nuestros aciertos, con nuestros errores, con nuestros sentimientos, y eso es maravilloso.

Ayer fui al básquetbol y mañana volveré a ir.