Comencemos compartiendo una breve historia. Su protagonista es un adolescente con el que me he encontrado en el ejercicio de mi profesión. Este adolescente actualmente está cursando el último año de enseñanza secundaria y durante buena parte de su adolescencia estuvo internado –por protección– en un hogar de Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU). Él se reconoce con la capacidad para discutir, es decir, para exponer argumentos y razonamientos sobre un tema, para defender sus opiniones e intereses. Cierta curiosidad profesional me ha llevado a preguntarle dónde cree que aprendió los saberes necesarios para desarrollar dicha capacidad; de forma rápida y segura responde: en el hogar.
Lo que interesa de esta historia es la percepción que el adolescente tiene respecto de que una parte de sus saberes se vincula con una institución no perteneciente al sistema educativo, más allá de que esto sea real o no y de lo que podamos decir y reflexionar sobre lo que en estas instituciones pasa –o no pasa– con los adolescentes que allí residen.
La noción de relación con el saber ha sido desarrollada desde diferentes tradiciones de investigación. Bernard Charlot (2006) sostiene que la relación con el saber es una forma de relación con el mundo, que también es relación consigo mismo y relación con los otros. Desde este enfoque, el autor entiende que no se puede hablar del saber en sí, sino “del conjunto (organizado) de las relaciones que un sujeto mantiene con todo lo que se refiere al aprender y al saber” (Charlot, 2006: 91). Aprender, afirma Charlot, es desplegar una actividad en situación; ello supone lugares, tiempos y personas que ayudan a que cada sujeto aprenda. En particular, clasifica los lugares donde se aprende a partir de estatutos diversos respecto del aprendizaje: lugares de vida, lugares que consagran una actividad específica que no es la educación, y lugares que tienen la función propia de enseñar y educar.
Recordemos tres puntos de debate instalados en anteriores artículos, de los espacios que la diaria ha dedicado a la educación: crisis del sistema educativo, en particular de la educación media; pertinencia de que existan programas especiales para que los adolescentes estén incluidos en el sistema educativo; necesidad de reconocer las trayectorias educativas integrales de los sujetos, es decir, la existencia de diversos espacios educativos que trascienden al sistema educativo.
Parafraseando a la pedagoga Violeta Núñez, los centros de educación media son el lugar social de las adolescencias. Los últimos tiempos se han caracterizado por la concreción de diversos esfuerzos de los actores del sistema educativo por reducir los índices de exclusión, abandono y rezago escolar de los adolescentes. De cualquier forma, aún hay un número importante de adolescentes que siguen aparte; también hay otros que, si bien están dentro del sistema, transitan por caminos paralelos a los de la mayoría. Además, hay muchos que, siendo parte del sistema, tienen notorias dificultades académicas para continuar, y tantos adolescentes que, más allá del tipo de vínculo que tengan con el sistema educativo, no encuentran interés con lo que este les ofrece. Los cambios del sistema educativo, y en particular de la educación media, son necesarios. Cambios que deben tomar como punto de partida el reconocimiento del centro de educación media como un lugar común para los adolescentes. Pero que sea común no significa que lo sea a cualquier costo; ni tampoco que sea el único lugar común posible.
En el centro
Actualmente existen múltiples programas y proyectos dirigidos a niños, adolescentes y jóvenes, que conviven no desde una lógica de sistema integrado en el que existen los niveles necesarios de racionalidad, articulación y complementariedad entre las diversas políticas. Este escenario de convivencia obliga a pensar las políticas educativas más allá de las instituciones del sistema educativo, es decir, en el encuentro con otras instituciones de las políticas sociales.
Como parte del proceso sostenido de creación de programas de protección dirigido a las generaciones más jóvenes en las últimas tres décadas, en la segunda mitad de los años 90 y de forma relativamente paralela, se fueron gestando algunos programas para adolescentes con ciertas similitudes entre sí. Por un lado, la Intendencia de Montevideo inauguró en la zona oeste del departamento algunos Centros Juveniles en convenio con organizaciones de la sociedad civil, en el marco del Programa de Atención Integral Adolescente. De forma progresiva, luego fue ampliando sus centros por otras zonas del departamento. Por su lado, el entonces Instituto Nacional del Menor (Iname, actual INAU), también comenzó a tener sus primeros convenios con organizaciones de la sociedad civil para la gestión de Centros Juveniles, programa que con el correr de los años logró un alcance casi nacional. Finalmente, en el marco del Programa de Seguridad Ciudadana vigente en ese momento, por medio de un acuerdo interinstitucional público de actores como el Instituto Nacional de la Juventud o el Iname con organizaciones de la sociedad civil, se crearon en Montevideo y Canelones las Casas Jóvenes. En 2015, el INAU aprobó un nuevo perfil de Centro Juvenil, que desde entonces estableció las mismas condiciones para todos los proyectos, más allá de orígenes, desarrollos y avatares de cada programa.
Los Centros Juveniles son lugares por los que transitan algunos adolescentes. Por estar localizados en zonas con determinadas características socioeconómicas, este programa pone en juego la variable del territorio como elemento discriminador de sus potenciales destinatarios. Asimismo, el nuevo perfil propone priorizar a aquellos adolescentes en los que se constatan determinados “indicadores de vulnerabilidad crítica”. Violeta Núñez (2005) analiza cómo ha influido e influyen en el diseño de las políticas públicas el discurso higienista y el de la prevención. Advierte que desde esos discursos se habilita la gestión diferencial de las poblaciones, mediante procesos de distribución y circulación en circuitos especiales. En tal sentido, la autora señala: “La gestión diferencial opera dotando a ciertas poblaciones de un estatus especial, que les permite coexistir en la comunidad, pero en circuitos previamente establecidos para cada una” (Núñez, 2005: 118). Circuitos diferenciados para distintos perfiles de población generan poco lugar para la heterogeneidad y para los procesos de integración social.
Considerando que el objetivo general de los Centros Juveniles es “desarrollar acciones que promuevan la participación de adolescentes y jóvenes en un espacio de socialización orientado al pleno desarrollo personal, la integración social, el apoyo pedagógico, el acceso a la cultura y la recreación, interviniendo sobre los factores que dificultan el mismo y potenciando las capacidades”, ¿estos centros no podrían ser un lugar para cualquier adolescente?
Mientras seguimos imaginando y procesando transformaciones en el sistema educativo y en las políticas sociales dirigidas a la adolescencia, resulta inevitable conectar lo que ya existe. Conectar esos lugares que para muchos adolescentes ya son parte del “ancho de sus vidas”. El portugués José Machado Pais (2008) advierte que parte del problema de las políticas de juventud es que muchas veces desconocen los contextos reales de su aplicación. En tal sentido, señala que las políticas deben tener siempre como referencia “el suelo que ellas pisan”. Y en el contexto de las reflexiones que este artículo ha intentado presentar, las políticas educativas y las políticas sociales deben tener en cuenta los suelos que ellos –los adolescentes– pisan. Son suelos de instituciones diversas y que el mundo adulto debe garantizarles que sean lo más comunes y plurales. Pero además estén conectados entre sí, para que, entre otras cosas, compartan la responsabilidad de que todos los adolescentes tengan oportunidades de establecer sus relaciones con el mundo, con el aprender y con el saber.
El adolescente protagonista de la historia del principio no cree que alguien en el hogar le haya enseñado deliberadamente los saberes necesarios para desarrollar la capacidad de discusión, sino que fueron las propias situaciones en las que le tocó vivir las que hicieron que generara ciertos aprendizajes. En tal sentido, reconoce un lugar institucional “pisado” que le permitió establecer ciertas relaciones con el saber. Lo que cabe preguntarse es cómo las políticas educativas, con esa intención de conectar, promueven y reconocen los aprendizajes que los adolescentes realizan, sin importar tanto dónde lo aprendieron o con ayuda de quién.
Referencias citadas Charlot, B (2006). La relación con el saber. Elementos para una teoría. Montevideo: Trilce.
Machado Pais, J (2008). Jóvenes, ciudadanía y ocio. En Bendit, R; Hahn, M; Miranda, A (Comps.), Los jóvenes y el futuro: procesos de inclusión social y patrones de vulnerabilidad en el mundo global. Buenos Aires: Prometeo Libros. pp. 275-298.
Núñez, V (2005). Participación y educación social. En AAVV, Educación social: inclusión y participación. Desafíos éticos, técnicos y políticos. Montevideo: AIEJI-Adesu-Cenfores. pp. 113-124.