Empecé a sentirme mareado, pero con el cuerpo que se me movía solo. Qué raro me pegaron esas tres pitadas y dos copas de vino, me dije, y decidí que iría al baño, me refrescaría la cara y tomaría un vaso de purificadora agua. Un mareo: nada nuevo para un hombre de algunos años. Y otra vez el cuerpo, ya independiente, como un péndulo, de un lado al otro y sin intermitencias. Yo no había escuchado nada. A veces, salirse del mundo enchufado a los auriculares nos pone en otro sitio, pero también puede alejarnos demasiado de la Tierra: no oí la alarma sísmica y por eso pensé que el temblor de mi cuerpo era mi culpa o producto de esas pitadas potentes y del vino.

No me hago el desenchufado, pero mis oídos estaban ocupados en un Beethoven furioso, ese que te calla, y no advertí la otra dimensión (real, nada estética) hasta que las luces de la casa comenzaron a tintinear o enloquecerse y, con ellas, las plantas colgantes y las lámparas a moverse como con vida propia, furiosa y bastante lejos de lo humano. Caí de bruces. Está temblando la tierra. Bajé alguna lámpara y una planta al piso, como para prevenir desastres mínimos de la casa en la que estoy, sin recordar que un sismo de 8,1 puede destruirlo todo en apenas dos minutos. Cierta parsimonia, o el espíritu que no conoce de esos temblores, me hicieron actuar con extrañeza: busqué las llaves, una campera abrigada, los cigarrillos, el encendedor. Primero, lo primero: ¿cómo soportar situaciones extremas sin un cigarrillo tras otro?

No traigo plata, pensé cuando bajaba la escalera desde un cuarto piso. Pero tengo cigarrillos, insistí. Una especie de espíritu científico a la uruguaya, o la inconsciencia, o la ignorancia producto de lo no vivido.

Abajo, la gente concentrada en el centro de la calle. Algunos en piyama, otros con abrigos para las noches frías, un guapetón envuelto en una toalla y con el torso desnudo, salido de apuro del baño. Y un silencio atronador. Ahí caí otra vez, o por fin tomé conciencia del asunto. Era de noche, sobre las 23.00.

Y mientras algunos se amuchaban en el medio de la calle, como una tribu de desconocidos que quiere protegerse, otros paseaban nerviosos o inquietos, más bien en estado de espera y de miedo, de una vereda a la otra. Todos con la mirada perdida. O en sus casas –que, de verdad, en un instante pueden venirse abajo–, y pensando en la familia o en amigos en estado de estupefacción similar, pero lejos, en otras zonas de la ciudad, en otros estados del país. Y otra imagen que no viví pero me contaron: el cielo todo de un verde estallado, “esa inminente sensación de apocalipsis”, me dijo un muchacho en piyama y pantuflas. La casa, los amigos, la propia vida, el país temblando. Y no saber qué viene un minuto después. Las réplicas no deseadas aunque amenazantes, y no querer saber nada de otra sacudida del cuerpo y la Tierra. Y hubo réplicas –más de 185–, decenas de muertos y miles de heridos, y entonces ese pánico que no se transforma –o al menos así parece– en histeria, sino en un silencio redoblado y en destrucciones reales: pueblitos de Oaxaca arrasados, gente sin casa, centros de acopio para una sociedad que, creo, sabe organizarse rápido al menos frente a la tragedia que viene de antaño, quizá desde siempre, y que es transmitida de generación en generación. El inconsciente o la memoria colectivos que se manifiestan solos, que salen a la luz y están prendidos al cuerpo, renovándose en un suspiro terrestre. El fantasma que fue realidad del terremoto de 1985 y destruyó edificios o zonas enteras. Recuerdo ahora uno de mis primeros paseos por la ciudad: el epicentro de tres tragedias mayores. La Plaza de las Tres Culturas, donde distintos temblores (sociales y naturales) mataron gente y se llevaron parte de la historia: hace cientos de años, a parte de la cultura azteca, destruida (o enterrada, que aún se siente, juro que se siente la presencia de los muertos) por los españoles o el catolicismo y su conquista; la masacre del Tlatelolco y cientos de estudiantes acribillados por el Estado en 1968 (también se escuchan sus gritos); el sismo de 1985 (más desesperación, gritos, carga mortuoria), que fue hasta un poquito menor en su intensidad que este del 9 de setiembre.

Claro que un sismo, que proviene de las entrañas de la Tierra (más allá del argumento de que los humanos produzcamos desastres naturales), es distinto de las otras tragedias, producidas por el poder evangelizador y destructivo de la España conquistadora o del Estado represivo mexicano del 68. Aquí opera otra cosa, intuyo. Por eso, ese silencio inquietante, introspectivo, de búsqueda de una respuesta que no encuentra explicación más que en los ojos del otro. Todos parecen encomendados a dioses o al destino o a los movimientos de la Tierra. Aunque en ese momento todo me resulta parecido o sincrético: al fin y al cabo, se trata de un pedido, un rezo, ese algo que escapa al entendimiento y sólo dice: “Por todos los cielos, que ya se acabe esto”. Y quién sabe cuántos perdones, arrepentimientos y gracias por la existencia atraviesan las mentes y los corazones de más de 70 millones de habitantes.

Y ahí, las llamadas a los suyos para el que tuvo tiempo de tomar el celular (agapazado en un rincón de su casa o en la calle con la batería que ojalá le quede). ¿Cómo estás? ¿Cómo te protegiste?

Se crea un círculo inmediato, aunque sea telefónico (ahora es casi el único posible entre los propios), que narra que uno salió disparado a la calle sin nada, que el otro protegió la computadora (su herramienta de trabajo), que una mujer joven abrazó a su hijo de apenas un año contra su pecho y bajo un lugar mínimamente seguro en su casa. Lo abrazó temblando. Atea pero en plegaria.

Percibo o percibí otra onda expansiva: la de ese silencio que por un momento hace comunión entre todos. Y eso –o más bien, saber que ya pasó y que puede pasar otra vez– me sitúa, como extraño, como extranjero a esos temblores de las almas y las tierras, en una hipótesis de acercamiento a cierta comprensión de este país, o de mí, o de otro universo.

Hay 56% de pobres y explotación cotidiana, enajenación religiosa, la sensación de uno (de pronto, como extranjero en su cuerpo) de que en un rato o mañana, o en meses, o quizás en años, vuelva a suceder. Y ese quizá marca los cuerpos propios y sociales, las comunidades, los territorios. Quizá por eso, entonces, la vida puesta en el destino, los dioses y lo cotidiano. Eso de no quedarse encerrado en pánico por días, porque todo sigue, más que nada la existencia.

Con el afán de calmar a algunos amigos uruguayos o de otras partes del mundo, traté de comparar y volver racional el asunto: también en Montevideo, en Uruguay, las tormentas son cada vez más huracanadas y producen inundaciones, árboles caídos, pueblos enteros bajo agua y destruidos. Y los vientos, cuando feroces, pueden romper ventanas y claraboyas que se incrustan en sillones, en bibliotecas o en algún cuerpo desprevenido que no supo o no pudo salvaguardarse. Y es cierto. Está sucediendo esa furia de lluvia, viento y huracán. Pero hay una diferencia –sutil o profunda, aún no lo sé–: con un sismo no sólo las cosas se mueven o destruyen, también se tambalea el cuerpo, y el temblor se prende (como un recuerdo traumático) al cuerpo. Precisamente, muchos hablan del postrauma: sentir el temblor aunque no exista realmente, o sentir, sí, los estertores tímidos de la Tierra que aún bulle. La Tierra, la cabeza, el corazón, el cuerpo. Y por eso, otra vez, todo continúa.

Al día siguiente, la ciudad y sus mil tentáculos moviéndose como si nada (aunque sus habitantes aún tengan ese otro movimiento prendido al cuerpo, al alma), las personas trabajando, las ciudades que intentan recomponer los daños, un olvido también obligado porque no se puede vivir miedoso de la tierra que uno habita. Y entonces la salida, el mezcal, la comida corrida, cierta fiesta que festeja el estar vivos. Una conciencia plena, o una inconsciencia sana, de que algún día todos podemos desaparecer bajo los escombros de nuestras casas.