Las crónicas y relatos del sismo del 19 de setiembre han sido más que abarcadoras y difundidas. Sobre todo, aquellas que dan cuenta de dos ejes insoslayables. Por un lado, la fuerza colectiva, en particular de los jóvenes, que salieron por su propia voluntad y se fueron organizando a medida que se hacía conciencia de la dimensión del desastre, expedidos al rescate y la ayuda al otro, todos los otros, ese universal. Ese relato de la juventud (millennials, los han nombrado) que supuestamente estaba dormida pero que, ante la tragedia, al instante de que los cuerpos y la tierra dejaron de moverse, no dudó un segundo en ponerse el casco y salir al servicio de la vida de todos. Por otro lado, el racconto imprescindible de las connivencias o falencias político-partidarias, financieras, inmobiliarias y de todo el sistema que propicia o ayuda a que una tragedia adquiera todo su carácter o se vuelva más tragedia. Malas vigas, débiles cimientos, especulación inmobiliaria; capitalismo por donde se lo mire.
Todo eso hay que anotarlo, y nadie mejor que los autóctonos o las plumas inteligentes y sensibles que lo narran, o aquellos que ya vivieron el terremoto de 1985 y tienen la capacidad de asociar las partes y construir un todo social y explicable. Basta leer las crónicas o relatos que circulan por los medios o las redes sociales de esos portadores de su cultura, la de 1985, en filiación con la de ahora: Elena Poniatowska en La Jornada, el siempre presente Carlos Monsiváis en Proceso, Juan Villoro con un poderoso poema también en esa publicación, el testimonio del colombiano Fernando Vallejo en El Espectador. Análisis duros, detenidos, impecables. Si a eso le sumamos nuestras nuevas fuentes confiables, cuando lo son, en las redes, el relato total se arma solo.
Yo, como extranjero proveniente del sur, quisiera detenerme sólo en dos asuntos y doy por descontado que se entiende que todo lo que nombré antes ya está mejor dicho y que, además, es imprescindible para comprender más cabalmente un todo compuesto por cientos de aristas. Por eso, voy a detenerme en dos asuntos que tampoco, creo, deben dejar de ser nombrados. Asuntos más intangibles o menos materiales. Otras dos aristas: el acontecimiento y el trauma posterior en lo individual y lo colectivo.
Ya escribí en este diario la sensación del primer terremoto de mi vida, ocurrido unos días antes. Ese que tenía parentesco, en su sacudida, con el de 1985 y que me sorprendió y asustó, pero que de alguna forma significaba estar viviendo algo nuevo, algo propio de esta tierra. Algo que experimenté de forma casi folclórica, también; eso que uno vive y resignifica al instante: la tierra que tiembla.
Tuve miedo, claro está, pero la novedad y el daño que vivió la ciudad no me permitieron acercarme a su disparatada dimensión. Ahora, el temblor del 19 me encontró durmiendo y me despertó con la fuerza de su grito. Salir de la inconsciencia y entrar de plano en un mundo que literalmente parece que se viene abajo, desde todas las direcciones, nos pone en un estado de perplejidad, orfandad y miedo incomprensibles.No tengo con qué comparar la sensación.
Se produce una suspensión del juicio, del raciocinio, de toda teoría o especulación sobre la vida. Hablo de ese momento que dura un minuto o dos que se parecen a la eternidad más atormentada, que nos sitúa ciertamente cerquita de la muerte. Puede caer el edificio contiguo o el propio, el de más allá, cualquiera. Es cierto que hay estructuras más sólidas o más antisísmicas que otras (las responsabilidades antes anotadas), pero la verdad, y nada más que la verdad, es que en ese momento eterno todos tememos por nuestras vidas. Es un temor profundo y que se inyecta en las venas, recorre todo el cuerpo, nos pone ante la evidencia de la nada. Y más que de la nada, de una Parca que se mueve bajo nuestros pies sin que sepamos por dónde sacará sus garfios.
Una parejita del edificio. Ella mira hacia lo alto, en dos sentidos: tratando de detectar si alguno de los edificios colindantes –o el propio– caen o no en cuestión de segundos, y pidiendo, pidiendo que eso se acabe: a la naturaleza, al dios en el que de pronto cree o al que de pronto odia, a un algo que, incluso, no tiene nombre ni procedencia, a un inasible que se vuelva bueno y se vuelque hacia los hombres. Y él detiene sus ojos en la intersección de las cuatro esquinas: “Estaba viendo si la tierra se abría”, dijo después. Después viene todo lo demás, y una búsqueda empecinada y cierta de responsabilidades, de lo que podría haberse evitado. Escribía Elena Poniatowska, en relación con el terremoto de 1985, que siempre son los pobres los que más padecen las catástrofes naturales. Para qué construirles viviendas con buenos cimientos y vigas si, total, van a sufrir igual. Y con ello se engrosan los bolsillos de los de siempre. Pero también es cierto que ahora, el 19 de setiembre, cayó parte de un edificio de gobierno, una casona hermosa y de estructura noble en Coyoacán, un edificio de mierda en cualquier punto de la ciudad, claro está, y que una de las colonias más afectadas es una de las más acomodadas económicamente (antaño bohemia: el desplazamiento gentrificador): La Condesa. Entonces sí, importan las construcciones y sus controles y las especulaciones, pero también ese inasible que no perdona ni a rico ni a pobre.
Algo similar sucede con los canales colectivos de reparación: esas festejadas brigadas de jóvenes (vaya si lo merecerán) que, ante la falta de respuesta inmediata que intuyeron del gobierno,salieron por los suyos (los suyos es la vieja categoría de pueblo, por unos días reeditada). Y está bien el festejo en un mundo de mierda, nada colectivo, de esa épica momentánea. Pero también habría que andar con cuidado cuando se proyecta el después. Es una cuestión harto sabida en todos los lugares del planeta: las izquierdas, organizadas o no, y los seres de izquierda siempre andan detrás de un sueño a recomponer, de una excusa o un acontecimiento, para el caso, que pueda potenciar algo de lo perdido o crear algo nuevo. Hay que estar alertas, también, de no manipular, otra vez, cualquier movimiento. A mí se me partieron los ojos de lágrimas al ver a esa juventud organizada de forma espontánea y con tanta entrega. También creí por unos días en una nueva humanidad, o nombré una palabra que detesto: esperanza. Quizá –habrá que ver– sólo fue la respuesta humana e inmediata, y bellísima, a una tragedia a la vista. Quizá se pueda esperar que algo surja de todo esto, pero también puede esperarse que todo siga su rumbo y que esa hermosa canalización colectiva sólo se haya manifestado allí. Y que todo siga. Mucho daño, ya sabemos, produce inventar o fabular nuevos sujetos colectivos que no se sostienen con el tiempo. Quizá el solo hecho de reconocer toda esta ética en la tragedia podría bastarnos. Digo, como para no generar falsas ilusiones y, con ello, evitarnos lo que viene después: la gran desilusión de siempre.
Y vuelvo a lo que quería anotar, a ese momento, los dos segundos de eternidad en que todo nuestro adentro se resquebraja, como en espejo con el afuera: las certezas, las convicciones, las creencias, la oratoria, todo nuestro lenguaje y nuestra lengua. Que venga un marxista ortodoxo, pensé, a explicarme esto, justo esto: un sismo el 19 de setiembre de 2017, 32 años después del 19 de setiembre de 1985. ¿Se puede soslayar sin más la coincidencia? ¿Por qué evacuamos de nuestro lenguaje la palabra destino? ¿Cómo olvidar que el acontecimiento brutal y trágico rompe con el mismo calendario? No hay que volverse místico ni dejar todo a la decisión de los dioses, el destino o la enajenación (de hecho, casi nadie lo hizo), pero el dato perturba y está en la mente, el corazón o la memoria de miles, aunque no sea dicho (¿miedo al ridículo?). Y no es menor, porque el inconsciente colectivo se activa y no deja de comparar una tragedia con otra, y las palabras delatoras del misterio se escapan de casi todas las bocas: “El 19 setiembre, justo el 19 de setiembre”. Sólo ese enunciado lo dice todo. Y no entiende nada. Lo que no se entiende, nunca, es que la muerte, sin ser deseada, te rodee y aceche. Y que venga tan de afuera. O tan de adentro: la pura entraña de la Tierra. ◆◆◆
El otro asunto que no puedo dejar de anotar también tiene que ver con el después, pero otro después: el de procesar el acontecimiento, aquella eternidad. No el de la búsqueda de responsables y la organización social (lo estoy anotando), sino más bien el de cómo queda el cuerpo, el propio y el colectivo. Creo que todo tiene que ver con los lenguajes del sismo: quedamos en alerta. Inquietos, temerosos, en vértigo. Los ruidos por la noche se confunden, dormimos con ojos de vampiro, el sueño sueña todo tipo de derrumbes. Queda el insomnio en noches larguísimas, la mochila que algunos preparan por si acaso, la reflexión ensimismada o compartida de uno de esos sustos que marcan para siempre, un antes y un después, aunque la vida con toda su fuerza o empecinamiento continúen. Queda el trauma. Uno y el suyo y las formas de su fortaleza o fragilidad. El de la historia propia. Tantas de 1985, también, y tantas de quienes incluso habiendo vivido toda su vida en esta tierra se sintieron extraviados o dislocados por la potencia de este temblor. Y la otra historia, la social, que creo que siempre se ve en los ojos de los demás, ese llanto a punto de estos días, y que se siente en la atmósfera. Y no es fabulación: todos lo sabemos o lo hemos sentido alguna vez en alguna tierra. En los ojos, la tristeza por los otros o la inquietud de sí; en las calles, la respiración colectiva o un silencio sepulcral; en el aire, los estertores del drama. Se siente, y el que lo niega está mintiendo o forzando un ya pasó. Seguro que ya pasará, pero aún no pasó.
Veintidós niños muertos en una escuela a la vuelta de la esquina. ¿Cómo liberarse tan pronto de eso y seguir para adelante? Sí, se sigue, pero con esos cadáveres soplándonos la existencia. Sí, uno puede hacerse el tonto o intentar el olvido rápido para no casarse con la tristeza y el dolor. Cada uno encontrará sus estrategias. Pero no todo sigue igual. Se produce un parteaguas. Y la posibilidad, también, de pensarse otra vez. Es horrible decir esto. Suena tan a terapia new age... Y, sin embargo, uno vuelve a pensarse y vuelve a pensarlo todo; si está dispuesto a parar unas horas y estar consigo y con otros, a narrarse colectivamente. A pensar los sentidos a partir de una crisis de sentido. De eso se trata el después. También en lo sistémico: un cuestionamiento profundo, alrededor de un acontecimiento traumático, de las formas establecidas del capitalismo. Especulaciones, malas construcciones, pobres en desventaja, solidaridad espontánea, gobiernos omisos. ¿No es eso acaso pensar la crisis o la podredumbre de esta vida? El gobierno quiere volver a la normalidad. Los ciudadanos, también. Pero parecen dos normalidades distintas. La que manda, a una ya conocida, que está enferma, que necesita que su lógica siga andando. La de cierta gente, a lo suyo, a sus vidas. La de otra, a una muy diferente: la de un cambio esperanzado y profundo.
Ciertamente, nadie sabe cómo se canaliza este cimbronazo material, humano, político y del alma, y que el olvido no está a la vuelta de la esquina ni se apura. Porque apurado, el trauma vuelve solito o se manifiesta de nuevo. Y ya sabemos que todo trauma no abordado enferma espíritus y sociedades. Que una tragedia no puede ser convertida en melodrama. Que la palabra, más allá del acontecimiento y de lo inexplicable, construye relatos y le da sentido a la experiencia, a la existencia. Ahora hay que enfrentar varias reconstrucciones: la material, la de la sociedad, la propia. Una urgente, las otras con su necesario tiempo. ¿La Tierra enfurecida escuchará nuestro trauma?