La FIFA acaba de publicar La historia oficial de la Copa del Mundo de fútbol, un libro que cuenta, mediante anécdotas y datos bastante conocidos, la historia de los campeonatos mundiales de fútbol disputados de 1930 a 2014. Su interés radica principalmente en la introducción. Se desarrolla allí un punto de vista sobre la génesis de los mundiales que se parece mucho a un regalo de Navidad del presidente de la FIFA, el suizo Gianni Infantino, a la Football Association (FA), la entidad rectora del fútbol inglés.

No es la primera vez que la FIFA se propone incursiones en el tema de la historia. Un prestigioso libro, 1904-2004, el siglo del fútbol, había salido en ocasión de los 100 años de la organización. Por entonces, el comité de redacción, designado por Joseph Blatter y Jérôme Champagne, se había presentado como un “equipo internacional”. Era, en realidad, un grupo de historiadores europeos –dos franceses, un inglés y una alemana– todos de la misma escuela académica, que en su planteo fundamental retomaban las posiciones más comunes sobre el tema en el viejo continente: que la primera copa se hizo en 1930 y el rechazo a los mundiales olímpicos. Su “aporte” particular consistía en que agregaban una fuerte dosis de devaluación a todas las estrellas del equipo uruguayo, que aparecía representado como el reflejo violento de un régimen batllista autoritario comparable a las dictaduras de Franco o las que hubo en Corea del Sur (“La FIFA no nos dio libros sobre la historia del Uruguay”, me dijo la historiadora Christiane Eisenberg). Estas zonas de ignorancia expuesta y la evidente falta de representatividad del grupo no impidieron, sin embargo, que se manifestara, al menos al final, cierta ética de la transparencia. Los autores firmaban con nombre y apellido, se adjuntaba el currículo de “los cuatro profesores del comité científico”, y se advertía al lector de esta manera que eso era un libro de la FIFA, pero no su posición oficial.

Muy distintos parecen haber sido los criterios que rigieron la publicación del nuevo libro. No figura en las 300 páginas un solo nombre, un solo autor, un solo responsable, y el personal de la federación tiene prohibido decir quiénes lo escribieron. El objetivo es, evidentemente, dar a entender que este es un texto neutro, que emana de una oficina abstracta y perfectamente imparcial. Pero la realidad es que el trabajo fue elaborado por individuos de carne y hueso, con nombre y nacionalidad, ajenos a la FIFA. Fue iniciado por los historiadores “de antes”, pero a raíz de los bruscos cambios operados a nivel de la dirección del Museo de FIFA, sus borradores, aunque debidamente pagos, fueron a parar a la basura. Intervino entonces una sola persona, que asumió la obra en su totalidad, archivos, ideas y redacción: el cronista deportivo inglés Guy Oliver.

En mayo de 2017, en momentos en que cerraba su versión definitiva, este analista me consultó sobre diversos temas. El servicio de documentación de la FIFA sirvió de intermediario y me dio a entender que las posiciones de Uruguay serían probablemente consideradas: el Museo se aprestaba a reconocer, por fin y sin ambigüedades, las cuatro estrellas de la camiseta celeste, los campeonatos olímpicos de 1924 y 1928 y los mundiales de 1930 y 1950. Recuerdo que la satisfacción que me produjo esta noticia hizo que no le prestara la debida atención a las posiciones falaces que me comunicaba Oliver y que en el momento las interpretara con benevolencia, como hipotéticos tanteos avanzados en el marco de un intercambio libre e informal.

Grandes anuncios de la nueva historia

La novedad resultó ser el cambio de estrategia de los especialistas ingleses. Antes habían buscado retrasar la fecha del “verdadero” primer Mundial evocando “la ausencia de los ingleses” o introduciendo criterios manipulables de respetabilidad. Ahora optaban por adelantarla hasta extremos jamás imaginados por ningún observador de ningún país desde los albores del fútbol. Las siguientes citas evidencian la tesis: “La FIFA fue creada en 1904 y el primer campeonato internacional de fútbol se jugó apenas cuatro años más tarde, en 1908”; “El campeonato del mundo de 1906, proyectado por la FIFA, no se realizará, pero una solución perfecta está al alcance de la mano”. Y, bajo el título “La Football Association organiza el primer campeonato del mundo”: “Disputada en el White City Stadium de Londres, la final olímpica de 1908 ve a Inglaterra imponerse 2 a 0 ante Dinamarca y convertirse en la primera nación campeona del mundo de fútbol. Los vencedores del torneo de 1908 conservan su título cuatro años después”.

Sentadas estas bases –dos primeros Mundiales en 1908 y 1912 para Inglaterra–, el relato prosigue con las ediciones de 1920, 1924 y 1928, ganadas por Bélgica y Uruguay, y aunque estos títulos olímpicos no se niegan, el tema del amateurismo los oscurece hasta el exceso, y sobre todo, la terminología mundialista desaparece por completo. Se produce entonces, como decía Robert Guérin, el primer presidente de la FIFA, refiriéndose a la FA de su época, “un curioso efecto oftalmológico”: se posa una poderosa lupa mundialista sobre los torneos olímpicos de 1908 y 1912 mientras que hay ceguera súbita ante los siguientes.

Una ráfaga de errores y manipulaciones

El primer error de Oliver es que el torneo concebido por Guérin y proyectado por la FIFA en 1905 nunca fue pensado como un Mundial. El dirigente francés explicó en sus crónicas en La Presse que se trataba “modestamente, de un campeonato de Europa”. El reglamento que figura en las actas de la FIFA lo designa como un “campeonato internacional” o como “copa internacional”, y presenta un preámbulo muy claro: “Europa se divide en cuatro grupos”. Es que, a diferencia del movimiento olímpico, los dirigentes de la FIFA no se habían tomado el trabajo de contactar a las asociaciones de América, que, dicho sea de paso, la FA controlaba celosamente.

Los ingleses, que en aquel momento no integraban la FIFA, se opusieron a la “copa internacional” con el pretexto de que “la FIFA carecía de bases sólidas”, un argumento muy gastado que Oliver sigue utilizando 110 años después y que constituye su segundo error. En realidad, había en Europa por lo menos cuatro asociaciones nacionales poderosas con capacidad para organizar campeonatos complicados: Suiza, Holanda, Bélgica y Dinamarca. Y como lo demuestran tanto el nacimiento de los internacionales británicos (1884) como el surgimiento de los campeonatos sudamericanos, para crear torneos internacionales no hace falta federación: la acción de dos asociaciones nacionales fuertes es más que suficiente para que esto suceda.

¿Qué hicieron entonces los ingleses? Pusieron como condición al reconocimiento de la FIFA la postergación de aquel torneo internacional que no les convenía porque conducía a la absorción de su gallina de los huevos de oro (el British Home Championship). Oliver afirma en cambio que, muy generosamente, ante el fracaso de la muy frágil federación, la FA implementó una alternativa equivalente, y ese es su tercer error. Lo que sucedió fue que en 1906, a consecuencia de la trágica erupción del volcán Vesubio, Italia renunció a ser sede de los cuartos Juegos Olímpicos, los de 1908, y por esas circunstancias casuales, el Comité Olímpico Británico heredó la organización de los Juegos, confirmándose a principios de 1907 que la FA se haría cargo del torneo de fútbol. Pero este no fue “un equivalente”, sino un magro consuelo.

Es que la FA, sin que nadie se lo exigiera –hasta 1930 la dirección olímpica se limitó a emitir “votos” en materia de amateurismo– impuso un reglamento drásticamente restrictivo, que en sus artículos 4 y 5 prohibía no solamente la participación del futbolista registrado como profesional, sino también la de todo aquel que hubiera cobrado un premio, por mínimo que fuera, o recibido reembolsos por comida o ropa deportiva. Las disposiciones intimidaron mucho más a los profesionales de Escocia y Gales (gobernados de hecho por la FA), a los semiprofesionales y “no amateurs” de Francia, Dinamarca, Hungría y demás países continentales, que a los profesionales ingleses registrados, que podían recalificarse puntualmente como “amateurs”.

Pero lo más importante fue que estas reglas, fijadas a espaldas de la FIFA, no significaban otra cosa que una rebaja fundamental de la copa proyectada por Guérin en 1905. Esta debió haber sido un campeonato abierto, una extensión del British Home Championship que admitía a los seleccionados mixtos, profesionales y amateurs. La maniobra llevaba, en cambio, a establecer dos niveles: la primera división –profesional y británica– y la segunda división –amateur y olímpica–. Eludiendo estos aspectos, Oliver cae en un cuarto error cuando se refiere a una vaga “era amateur” que, como decía el fundador de los Juegos Olímpicos modernos, Pierre de Coubertin, nunca existió. Francia, por ejemplo, tuvo desde 1897 un importante campeonato profesional organizado por la Federación de Sociedades Atléticas de Francia (FSAF) que duró hasta 1924.

El quinto error de Oliver, y el más grave, es que el torneo de 1908 no fue un Mundial; ni por la participación de los equipos, ni por la opinión de los contemporáneos, ni por el fervor del público. Lo fue sólo potencialmente, porque la convocatoria olímpica era, en teoría, planetaria. Pero ese torneo de fútbol sólo lo jugaron cinco países: Gran Bretaña, Francia, Dinamarca, Holanda y Suecia, todos europeos. Y tanto en la tradición olímpica como en la futbolística, sólo es Mundial un campeonato intercontinental. En cuanto a la opinión, prensa o hinchas, nadie consideró aquella prueba un campeonato del mundo. Nótese que asistieron a la final apenas 8.000 personas, 14 veces menos que al encuentro Escocia-Inglaterra disputado en Glasgow cinco meses antes.

Oliver objeta en los abundantes mails que me ha enviado que el campeonato olímpico de 1908 fue un Mundial porque podía inscribirse cualquiera. Ese es su sexto error, porque esto fue así sólo en la teoría. En la realidad, la FA impuso desde 1907 que los participantes olímpicos pertenecieran todos a la FIFA, y en aquel tiempo las asociaciones afiliadas eran exclusivamente europeas. Agréguese que, como lo denunciaron los alemanes en el congreso de la FIFA de 1912, la FA afiliaba por su cuenta y sin escrúpulos a asociaciones como las de Argentina, Uruguay, Chile, California, Nueva Zelanda o Gales del Sur, creando una verdadera federación internacional paralela con zonas de influencia reservadas.

Objeta también Oliver que “en 1914, el congreso de Cristiania –antigua denominación de Oslo, la capital noruega– confirmó que el torneo olímpico era un campeonato del mundo y debemos suponer que se estaba refiriendo a los torneos de 1908 y 1912”. Ese es el séptimo error. El congreso de la FIFA de 1914 “reconocerá siempre y cuando”, dice la moción final, y utiliza la expresión “campeonato del mundo” porque con las afiliaciones de Argentina y de Estados Unidos (vigentes en 1913) se avizoró la mundialización de la organización. Además, oponiéndose a la propuesta del secretario general Carl Hirschman, que como lo había hecho Guérin preconizaba un abierto olímpico en manos de la FIFA, la presidencia inglesa impuso la calificación rebajada de “campeonato del mundo amateur”. Hubo que esperar la renuncia de los ingleses a principios de 1920 para que se impusiera la verdadera línea de los dirigentes profesionalistas continentales, derrotada por el reglamento de Londres en 1908, por el de Estocolmo en 1912, y nuevamente en Cristiania en 1914 por la contramoción anglo-suiza.

Se entiende entonces que los campeonatos de 1908 y 1912, amateuristas y europeos por voluntad inglesa, no fueron mundiales, y que fue en Amberes en 1920, y más aun en 1924 en París, cuando se produjo el salto fundamental: la FIFA recobró confianza, asumió el poder olímpico y dispuso reglamentos abiertos. Participaron entonces en los torneos de fútbol equipos de diferentes continentes, se llenaron las tribunas y los contemporáneos reconocieron masivamente la mundialidad.

El embrollo final típicamente inglés

Dijimos que en el torneo de fútbol de los Juegos Olímpicos de 1908 habían participado cinco países. Deberíamos decir, para ser exactos, que fueron cuatro y un cuarto.

Oliver designa al equipo ganador de 1908 como el seleccionado de “Inglaterra” y ese es el octavo error. El reglamento de la edición de Londres redactado por la FA es muy claro: “Cada país tiene derecho a presentar cuatro equipos. Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda se consideran un solo país: Gran Bretaña”. Oliver comete su noveno error cuando comenta: “Era para que pudieran participar las cuatro naciones británicas. Pero finalmente, escoceses, irlandeses y galeses declinaron la invitación. Dejaron que Inglaterra participara sola”. No hubo nunca invitación, como lo demuestran las actas de la International Board y como lo reconoce finalmente el propio Oliver. Por lo tanto, tampoco hubo rechazo.

El Comité Olímpico Británico encomendó todos los poderes a la FA. Esta funcionó entonces como un gobierno absoluto. Compuso una selección exclusivamente inglesa que denominó “Gran Bretaña”, negándose a promover la inscripción de cuatro seleccionados separados de las cuatro naciones del reino –como lo hizo el hockey y como lo autorizaba el Comité Olímpico Internacional–, y negándose también a incorporar jugadores que no fueran ingleses en sus filas. La estratagema de 1908 se reiteró en 1912 y 1920. El sistema permitió bloquear toda participación de seleccionados autónomos de Escocia y Gales, y proteger de las malas influencias populares al exquisito equipo de “Inglaterra amateur”.

La protesta que los delegados escoceses presentaron en 1909 y que Oliver reproduce eliminando la primera frase lo confirma plenamente: “Ha llamado la atención de esta asociación el hecho de que en los Juegos Olímpicos compitió un 11 bajo el título de Reino Unido. El término era inapropiado, ya que Escocia no estuvo representada. Deseamos protestar contra un organismo nacional en las Islas Británicas que se autodenomina Reino Unido, o que juega como tal sin el consentimiento de las otras tres asociaciones nacionales”.

Pero la protesta no tuvo resultado. Como lo explica el historiador inglés Matthew Carter, “Escocia tuvo que esperar en 1929 para jugar contra equipos no británicos, y Gales hasta 1932”.