La construcción cultural sobre la organización del tiempo en el año gregoriano (que tan brillantemente criticara Antonio Gramsci) conlleva, año a año, un renovado optimismo en torno a algunos objetivos y deseos compartidos. A contrapelo de ese sentimiento colectivo, en lo que refiere al problema de la violencia en Uruguay, estos primeros días del año nos han dado de lleno contra una dura y persistente realidad. Nuevos episodios de violencia basada en género, los asesinatos de dos trabajadores del transporte y la captura de un acusado de lavado de dinero y corrupción que mantenía un arsenal en su mansión de la costa este se aglomeraron, conformando una serie que nos recuerda las asignaturas pendientes que tenemos en este terreno.
Claramente, cada una de estas situaciones tiene características particulares y amerita un análisis caso a caso o, eventualmente, organizado de acuerdo a subcategorías. Sin embargo, quiero llamar la atención acerca del problema en su conjunto, y en especial sobre las respuestas o reacciones que tanto institucionalmente como individualmente somos capaces de articular.
Cabe preguntarse entonces sobre cómo nos hacemos cargo de la violencia en Uruguay. No de aquellas episódicas violencias que convocan a la indignación inmediata, sino de la violencia como fenómeno estructural. Para ello parto de la base de que si no somos capaces de acercarnos a comprender la raíz del tema, será muy difícil mejorar nuestro desempeño en cuanto a consolidar y extender la convivencia democrática pacífica minimizando los casos de agresión violenta interpersonal.
Algunas preguntas adicionales: ¿cuál es el proceso mucho menos visible, o invisibilizado, detrás de cada una de estas violencias? ¿Qué nos dicen, en un análisis posindignación con el agresor, cada uno de estos asesinatos? ¿Se explican exclusivamente por la decadencia moral de parte de nuestra sociedad, que necesita ser llamada al orden solamente mediante medidas y acciones más o menos coercitivas? ¿O bien existen aspectos de fondo en los que todos debemos interpelarnos? Ante esta complejidad, debería quedar claro que no es con el linchamiento de los agresores, con la demanda de inflación punitiva ni con la acusación enfermiza a quienes lideraron la iniciativa #NoALaBaja que vamos a avanzar por el camino de las soluciones reales. En cualquier caso, con reacciones como estas estaremos reproduciendo circuitos que alimentan la violencia. Ni la violencia del pibe que mata a un taxista ni la del mafioso que está armado a guerra en su mansión, rodeado de lujos y autos de alta gama, pueden abordarse en profundidad desde reacciones de este tipo. Aunque nos gane la bronca, deberemos ser capaces de articular una reflexión persistente que ambiente un cambio necesario y medianamente perdurable. Obviamente, no es sencillo. Ni inmediato. Y quizá esta sea una de las partes más angustiantes del asunto.
Todo indica que, hagamos lo que hagamos, vamos a convivir con situaciones de este tipo durante un tiempo más o menos prolongado, por lo que, en principio, conviene desconfiar de aquellos que anuncien soluciones inmediatas. Por el contrario, generar condiciones para un debate público honesto, amplio y crítico es un punto clave, aunque el ambiente predominante en el terreno de las redes sociales poco contribuya a esto. Un tipo de debate en el que las instituciones públicas y quienes actuamos en ellas tenemos una dosis extra de responsabilidad, pero en el que es necesario entender que el tipo de transformaciones culturales que se requiere deben convocar a una acción colectiva que excede con creces la exclusiva intervención del Estado.
Para muchos seguirá siendo una opción recortar la realidad parados en el odio hacia el adolescente de 14 años que mata. Sin embargo, y aunque esto sea incómodo en más de un sentido, tenemos que recordarnos que él debería tener un mañana, porque su futuro es también el de todos, y en el camino que pueda recorrer se juega una parte importante de lo que seremos como sociedad en este siglo XXI. Casos como este nos interpelan en algunas dimensiones adicionales que quiero remarcar en clave de tres nudos sobre los que es posible actuar, con la conciencia de que en ellos no se agotan las respuestas, pero también de que sin ellos parece difícil arribar a una transformación real y sostenida del problema de la violencia. Omito intencionalmente, en este momento, la reflexión sobre el sistema de justicia en su conjunto, sin dejar de reconocer que conforma un pilar ineludible en el abordaje del tema.
Si bien hemos avanzado significativamente en este terreno en los últimos años, se torna clave revisar y profundizar en la cobertura y calidad de las políticas que conforman lo que se denomina red de protección social a la infancia. Uruguay tiene las condiciones para ser un país en el que el sufrimiento social de niños y niñas tienda a reducirse a niveles cercanos a cero. Es posible y, sobre todo, necesario.
En un sentido similar y complementario se puede ubicar el desafío de prestar una asistencia más calificada a las familias (el uso del plural incluye la diversidad, no sólo la cantidad). Para ello deberíamos considerar dejar definitivamente a un lado las concepciones moralizantes y paternalistas basadas en lo que se concibe como la buena familia, así como incorporar la perspectiva de género como un pilar clave. En ese sentido es prioritario garantizar el acceso a la vivienda de calidad y asegurar el ingreso básico familiar en las etapas claves de la crianza. Pero esto sólo será efectivo si promovemos efectivamente el enriquecimiento cultural y la seguridad del entorno comunitario con base en un enfoque urbanista de acceso con equidad al espacio público.
Último, pero no menos importante, es el reforzamiento del proceso de cambio cultural a partir del papel jugado por una educación que profundice la formación humanista y las competencias sociales tanto como el logro académico. Promover una formación ciudadana para la participación y la convivencia que subraye el carácter socioemocional o espiritual en la transmisión de aquellos valores básicos que nos ligan como comunidad centrada en la democracia, con prácticas curriculares no periféricas sino tan prioritarias como la enseñanza de la lengua o la matemática.
En la medida en que seamos capaces de convocarnos en torno a una elaboración propositiva que, partiendo de la bronca y la indignación, impulse nuestra conciencia transformadora, podremos hacerle honor a esos buenos augurios de año nuevo presentes en los abrazos de medianoche y los grupos de WhatsApp.