El relato cubre la trayectoria de Neil Armstrong (1930-2012) desde 1962 –poco antes de inscribirse en la NASA– hasta el viaje espacial del Apolo 11 en 1969, que él protagonizó y que le valió la condición de primer ser humano que pisó el suelo lunar.

Empieza con el episodio más sensacional en su carrera como piloto de pruebas, cuando corrió una serie de riesgos con un avión-cohete X-15. Lo vemos por primera vez de casco, en primer plano frontal, la cámara temblequeando frenéticamente como supuesta respuesta a las vibraciones del avión, y la perspectiva sonora desde dentro del casco. Es imposible para un cinéfilo disociar esa imagen de un plano famoso de 2001, odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Lanzada en 1968, esa película respondió a la euforia del programa Apolo, y en cierta medida condicionó el clima cultural alrededor de la llegada a la Luna al año siguiente. La marca de 2001 está especialmente presente en la escena del acople del Gemini 8 con el módulo Agena: el baile de los artefactos en el espacio está musicalizado con un vals, que evoca el famoso empleo del “Danubio azul” por Kubrick.

Sólo que lo del Gemini 8 terminó mal: el atasco en uno de los propulsores casi condujo al desastre, y Armstrong, con una pericia asombrosa en condiciones muy difíciles, logró que él y su colega se salvaran. No hubo fatalidad, y la genialidad de Armstrong como piloto lo puso al frente entre los candidatos para comandar el Apolo 11. Pero la misión del Gemini 8 en sí fue un fracaso, por lo que el vals a lo 2001 puede ser tomado como una ironía.

El temblequeo de 2001 ocurría en condiciones totalmente fuera de lo común (la nave estaba siendo tragada por un túnel interdimensional controlado por extraterrestres). Aquí, sin embargo, no hay vuelo que no esté temblequeando, como si los astronautas estuvieran jugando en el Rock & Samba. Esto es parte de una afectación de la película, una opción muy anti-2001: un énfasis en lo que hoy en día luce como low tech. Las naves parecen, por dentro, construcciones artesanales, las piezas metálicas manchadas (¿oxidadas?), los cortes un poquito irregulares y toscos, los comandos analógicos hechos con agujitas que parece que se van a romper o torcer y –algo bastante absurdo– vidrios empañados en las cápsulas espaciales. No sólo eso: el baño de la NASA es todo mugriento, y se pone especial atención en los accidentes fatales anteriores al Apolo 11. Se consigue así generar una especie de “exotismo temporal”: una exageración de las diferencias con el día de hoy que mitifica, de algún modo, el programa espacial sesentista como una cosa frágil, y enfatiza la condición de esos astronautas, inventores, ingenieros y científicos como pioneros que lograron hazañas en condiciones que hoy darían miedo. Las imágenes de las misiones espaciales están tomadas con 16 milímetros, lo que les da un tono periodístico pronunciado por la opción, en casi toda la película, por una cámara en mano alevosamente inestable. Eso contribuye a dramatizar la cinta: luego de tantos desastres y en condiciones tan adversas, el viaje a la Luna se siente más como una aventura.

Pero quizá el efecto más notorio haya sido “desglamurizar” un poco el programa espacial. La película se planta en un lugar ambiguo, crítico y admirativo a la vez. Es imposible no sentir cierta ironía frente a la competencia espacial con la URSS, o la neta separación (enfatizada en secuencias de montaje alternado) entre las “grandes realizaciones” de Neil y sus colegas en la NASA y las ocupaciones domésticas de su esposa (configurando una familia muy “60”). Vemos un convincente discurso de John Kennedy sobre lo necesario del programa espacial, pero poco después escuchamos el bello y rabioso poema “Whitey on the Moon”, de Gil Scott-Heron (leído espléndidamente por Leon Bridges). La caminata sobre la superficie lunar (por una vez, filmada con cámaras de altísima definición y plantadas en trípodes) es muy emotiva, pero es como la escalada del Everest: subir, decir “llegué”, mirar el paisaje espléndido que pocos tuvieron la oportunidad de contemplar, y luego bajar y recibir los aplausos. No recuerdo un solo comentario sobre la carrera militar de Armstrong (coronada con varias medallas por sus acciones en la guerra de Corea) y, en cambio, se lo contrasta expresamente con los uniformados que lo miran con sorna porque, a su criterio, no es “un verdadero piloto” (un piloto de acción). Se omite el momento en que Armstrong y Buzz Collins plantaron la bandera estadounidense en el Mar de la Tranquilidad (lo que suscitó comentarios escandalizados de espectadores “patrióticos”, tendencia que ganó fuerza con un tuit de Trump que dijo que, por ese motivo, se rehusaba a ver la película).

Hay quien atribuye la taquilla moderada de la película a la “controversia de la bandera”. Sin querer menospreciar la estupidez humana, yo diría que los motivos pueden ser otros. En definitiva, la película es una biopic que tiene que inventar recursos para crear, en forma forzada, una curva dramática a partir de una serie de eventos que no encajan en la cohesión que se espera del cine clásico. A tal efecto usaron esencialmente la línea que tiene que ver con la muerte de la hija de Neil, y la superación de los peligros. No parece suficiente, y si se tratara de un medio metraje que sólo contuviera el acto del viaje a la luna, sería igual de emotivo para quienes somos sensibles a los logros técnico-científicos de la humanidad, o igual de aburrido para quienes sean ajenos a esa perspectiva. Consta que el Neil Armstrong histórico era tímido y modesto, pero Ryan Gosling lo actúa como si su inteligencia y poder de reacción se vincularan a una incapacidad casi enfermiza de mostrar emoción (salvo en casos extremos, como el de la muerte de la hija). Quizá la opción por ese retrato algo apático sea parte del tironeo irresuelto entre celebración y crítica (ninguna de las dos demasiado sólida, como si un buen argumento pudiera herir a la otra parte) que caracteriza a esta película.

El primer hombre en la luna (First Man). Dirigida por Damien Chazelle. Basada en libro biográfico de James R Hansen. Con Ryan Gosling, Claire Foy, Corey Stoll. Estados Unidos, 2018. En varias salas.