Hace unos días, como es frecuente en estos tiempos de la posverdad y de la poscamiseta, se filtraron imágenes de posibles modelos de la camiseta que supuestamente usará la selección uruguaya de fútbol en el Mundial de Rusia. Con cierto recelo y hasta rabia, advertimos que la camiseta de alternativa –que en los mundiales de la tecnología siempre se usa por lo menos alguna vez– es la camiseta blanca con la que duerme alguna gente cuando aprieta el frío, la misma que usábamos algunos en las clases de gimnasia en los 70 y 80, la que se compra donde el Chuy cambia la y griega por la i latina. El color de una camiseta casi llevada al rango de símbolo patrio, en una sociedad que es capaz de enfrascarse en discusiones bizantinas acerca de la interpretación del himno a marcha camión, o que no reclama más honor, más honor que morir por su bandera, no parece ser un asunto menor.

Tal es así, que aquel tono celeste tomado casi por una coyuntura casual y gloriosa en honor al viejo River Plate, que con ese color había derrotado al imponente Alumni argentino, se ha transformado, más de un siglo después de aquel 15 de agosto de 1910, en un color paraoficial. Incluso hay gente que cree que se eligió por las franjas de la bandera, que, tal como te enseñó tu maestra en la escuela, siguen siendo azules.

La camiseta proscripta

Pero volvamos a la alternativa, razón de estas calenturientas líneas con ojos en la nuca, esa camiseta que, ya sabemos, nos veremos obligados a usar en algún momento durante el campeonato. Lo que algunos aún encubren con el eufemismo del proceso del gobierno cívico-militar, es decir, la dictadura, la última, la que se extendió desde el 27 de junio de 1973 hasta el 28 de febrero de 1985, tuvo algunas pedorradas de nota que matizaban el drama continuo de buena parte de nuestra sociedad. Una de ellas fue la censura de la camiseta roja como una posible alternativa para la vestimenta de la selección. Es que aquel rojo, que los usurpadores del poder nunca hubieran podido vincular con el heroico triunfo de Santa Beatriz en 1935, para los que posaban sus botas en las alfombras del palacio Estévez significaba comunismo, zurdaje. Era el color del oso ruso que extendía sus garras para comerse nuestros niños crudos. Fue entonces que la cambiaron por la blanca, que no representaba castidad y pureza. Algunos años después del retorno a la democracia, alguien en la Asociación Uruguaya de Fútbol reveló ese secreto a voces y dispuso que se impusiera el rojo como el segundo uniforme oriental, cuando en tiempos de mercado, televisión y ventas, cada representación futbolística que participara en la competencia internacional debía prever, sí o sí, una segunda camiseta de alternativa. El uso de ese color, el rojo, obedece a que en 1935, en el primer enfrentamiento en un campeonato oficial entre uruguayos y argentinos después de 1930 –no es para nada cierto que las selecciones de los países del Río de la Plata no se hayan enfrentado entre la final del Mundial de 1930 y la final del Sudamericano de Perú–, se acordó que no se usarían los uniformes con los que se enfrentaron en la primera final de la historia de los mundiales, que casi terminó en una ruptura de relaciones diplomáticas.

En tiempos en que no se cambiaban los colores que representaban a un colectivo, equipo, club, selección, porque tuviesen alguna tonalidad parecida, Uruguay había usado, alzado la copa, inventado y establecido la vuelta olímpica y asombrado al mundo con una única camiseta celeste. Mantuvo ese color glorioso de manera inalterable desde aquel día de Santa María de 1910, con la Constitución de 1830 que arrancaba con “en nombre de Dios Todopoderoso, autor, legislador y conservador supremo del universo” y definía en su artículo 5º: “La religión del Estado es la Católica Apostólica Romana”, hasta el 15 de mayo de 1932, cuando en la cancha de Sportivo Barracas, en Buenos Aires, se enfrentó por primera vez con Argentina después de la final del Mundial; en esa ocasión vistió camisa roja, pantalones blancos y medias negras. Entre la final del Mundial de 1930 y el comienzo del Sudamericano de Perú, el 20 de enero de 1935, Uruguay jugó con su selección absoluta apenas ocho partidos: seis con Argentina y dos con Brasil.

Por amor a la camiseta

Creo que ya les conté esta historia. Es la que da inicio al mito de la garra celeste. Fue en 1935 cuando los cansados y veteranos ya campeones del mundo, los mejores, llegaron a Lima, a Santa Beatriz, para jugar una nueva Copa América. Era la primera vez desde 1930, desde la final del mundo que casi genera un conflicto diplomático, y tanto uruguayos como argentinos habían decidido que no usarían sus ya clásicas camisetas.

En Perú esperaban con ilusión y cierta admiración a los campeones, pero al no presenciar el juego florido de aquellos cracks empezaron a mofarse. Así, casi de arrastre, Uruguay llegó al último partido, apenitas, mientras que Argentina les había llenado la canasta a todos, gracias a sus jóvenes goleadores. Ustedes ya conocen el final de la historia del Sudamericano de Perú. O lo imaginan. Tal vez no sepan que fue ahí que se corporizó en letras sobre papel la idea, el concepto, el principio casi filosófico de la garra celeste. Y fue con camiseta roja.

La garra

Diego Sciuto, por esos tiempos wing, y después Diego Lucero, un futbolista de la edad y del barrio de José Nasazzi, que devino periodista y que posteriormente se transformó en la única persona que trabajó en los 15 mundiales que hubo en el transcurso de su vida, contaba: “El recuerdo más querido, ese que sobresale entre todos los otros porque tuvo un significado muy especial, porque fue el resultado de la superación de muchas situaciones adversas, porque fue el triunfo que parecía imposible, porque coronó el esfuerzo de los que cuando más parecían vencidos, cuando todo se daba para ser superados y derrotados, se irguieron como gloriosos vencedores. Esa fue la conquista del Sudamericano extra jugado en Lima en el verano de 1935”.

En Lima, en Santa Beatriz, llegaron a la final del Sudamericano los cansados héroes orientales capitaneados por el Terrible Nasazzi para enfrentar a los jóvenes valores argentinos que brillaban en los campos y en las tenidas tangueras de Armenonville. Los peruanos se mofaban de nuestros campeones del mundo y vaticinaban un claro triunfo argentino; sin embargo, la victoria fue de los rojos, 3-0. Fue cuando nuestro viejo centerhalf Lorenzo Fernández cayó acalambrado y, aunque no estaba en condiciones para seguir, se le arrimó el Mariscal y le dijo: “Levántese, Lorenzo. Imagínese lo que van a decir en Montevideo...”. El viejo Fernández –tenían 35 años de los de antes, los dos– se levantó, volvió a correr, a trancar con la cabeza y a levantar la copa.

Después se volvió a la celeste, pero con la roja se despidió de la gloria el Terrible Nasazzi. Con la roja nació el amplio concepto de garra.

El jueves 7 de mayo de 1970, la excepcional colección 100 años de fútbol dedicó su fascículo 23 a “La garra celeste”. En el primer párrafo se pregunta si existe la garra celeste o es sólo un mito, para, varias páginas más adelante, verse obligado a un editorial en el que señala: “Al entregar al público este número dedicado a la garra celeste, 100 años de fútbol considera oportuno intentar explicar una interpretación valedera de esa expresión tan expuesta al equívoco. Sería un error identificar la garra con el machismo y la prepotencia física. No es esa la imagen que queremos reivindicar, sino, en cierto modo, la contraria. Entendemos que la garra radica esencialmente en una condición anímica, una fuerza espiritual capaz de sobreponerse a circunstancias adversas. Consiste en un entusiasmo capaz de modificar esas circunstancias. Capaz del milagro deportivo. La expresión nació en ocasión del Campeonato de Lima de 1935, a raíz de la actuación de Nasazzi, Fernández y Héctor Castro, ya veteranos, a quienes la opinión pública había erigido en custodios de las glorias celestes frente a un cuadro argentino teóricamente superior. Y lo que hicieron esos tres grandes personajes fue oponer a la mentada superioridad porteña –ellos, cuyas fuerzas físicas empezaban a mermar– un poder anímico indomable, un fervor, una fe, y una abnegación al servicio de la victoria, que los llevó a conquistarla [...]. La hazaña física se presta para la anécdota, y la memoria popular la magnifica y la asocia luego decisivamente a los grandes triunfos. Pero detrás del sudor, del arrojo y la pierna fuerte, incluso en sus excesos, y quizás sin que los propios actores lo sepan bien, ha habido siempre un espíritu, una actitud indeclinable de lucha, de entrega total a una causa colectiva. Y es allí donde reside la esencia de la verdadera garra, que la rescata del folclore y la incorpora a los valores de la sociedad”.

No más testimonios,su señoría.

La camiseta roja es hija de la victoria del Mundial de 1930, “revancha” de la victoria mundial de Ámsterdam en 1928 y, a su vez, falsa revancha por ausencia de Colombes en 1924, entre los más grandes representantes del fútbol por esos tiempos. La roja apareció con los riesgos, para mantener intacta la gloria celeste. La roja fue el símbolo de una forma de extender los sueños y dio el nacimiento a la concepción de garra. Con la roja el Terrible José Nasazzi levantó con una mano al Gallego Lorenzo Fernández mientras decía: “Miren qué papelón cuando ahora la radio diga a Montevideo que el Gallego Lorenzo Fernández entró a quejarse y pide relevo como si fuese un flojo cualquiera”, y con la otra levantó la última de las copas que ganó jugando para Uruguay.

¿Entendés por qué si Uruguay debe tener otra camiseta tiene que ser roja? ¡Dejate de camisa blanca!