Andrés Neuman habla como argentino. Esto no tendría por qué sorprender a nadie, considerando que nació en Buenos Aires en 1977, pero se vuelve relevante ni bien se cae en la cuenta de que vive en España desde la adolescencia. Allí, en Granada, estudió y se recibió, y es allí donde sigue viviendo. Entre otras cosas, allí está enterrada su madre, y él dice, un poco en broma y un poco en serio, que nunca podés saber si la patria es donde estuvo tu cuna o donde está la tumba de tu madre. El asunto es que el acento argentino de Neuman aparece sólo cuando anda por acá. Según cuenta, en España su habla se carga de tonos andaluces y de expresiones peninsulares, amoldándose cómoda y naturalmente a esa otra textura de lo que conocemos como lengua castellana. Hijo de músicos y migrante, no es raro que la materialidad de la palabra, su peso, su densidad y sus ritmos lo hayan cautivado tanto. Tampoco es raro que se haya dejado fascinar por las derivas del sentido, por la opacidad final de la lengua y por las posibilidades que se abren en la interpretación y el malentendido. Su primera novela larga –El viajero del siglo (2009), ganadora del premio Alfaguara de Novela de ese año– es la historia de amor entre dos traductores, y la última, Fractura, que se presentó la semana pasada en Montevideo, tiene en las dificultades de la extranjería lingüística uno de sus soportes fundamentales. Pero Neuman no escribe sólo novelas largas. En rigor, lo que más ha publicado es poesía, aunque también cultiva la brevedad bajo la forma del aforismo y el cuento corto. Sobre todas esas formas del habla, de la lectura y de la escritura estuvimos conversando.

Esta es una novela de casi 500 páginas, pero he leído relatos tuyos de dos líneas, y sé que también escribís poesía.

Es lo que más escribo. No es lo que más se difunde, porque la poesía piensa largo pero avanza corto, se distribuye poco. Pero lo que más he hecho en la vida es poesía.

¿Te sentís igual de cómodo en todos esos registros?

No sé si quiero sentirme cómodo escribiendo. Me parece que hay cierto grado de tensión o de guardia alta en el sentido lingüístico, conceptual, que por ahí no sale si uno escribe demasiado cómodo; por ahí te sale lo que ya sabés [Neuman dice porái, como buen rioplatense]. Me parece que precisamente cambiar de género, de formato, de extensión, tiene que ver con buscar una especie de incomodidad voluntaria. Renovar un poco el desconcierto de estar escribiendo. Creo que por ahí el trabajo creativo tiene que ver con desaprender lo que creías que sabías para crear un territorio más de descubrimiento. Y para que esto se vuelva palpable, lo que a mí me sirve es cambiar bruscamente de proyecto. No hay nada que disfrute más que salir de una novela larga y empezar a trabajar poemas cortos.

Pero siempre uno a continuación de otro; no hacés las dos cosas al mismo tiempo. No descansás de la escritura de uno haciendo otro.

No, no. Lo que yo busco es lo contrario del descanso: me encanta cansarme escribiendo.

¿Escribís sentado, sin embargo? Dicen que Ernest Hemingway escribía parado.

Sí, eso dicen. Viste que ahora se volvieron a poner de moda esos atriles para computadora. Es verdad que hay algo del riego sanguíneo-conceptual que... Es curioso, ¿no? De pronto tuvimos que llegar al siglo XXI –por supuesto, sin aprender nada– para descubrir o redescubrir el cuerpo asociado al pensamiento. A mí me fascina siempre lo que podríamos llamar la paradoja de [Immanuel] Kant: por un lado, Kant era un provinciano que nunca salió de Königsberg; sin embargo, imaginó un mundo sin fronteras, conceptualizó la Europa que todavía nadie se atrevió a ensayar. Se movía en un radio muy chiquito, pero no podía filosofar sin caminar antes dos horas. Cuentan que, antes de pensar, caminaba, un poco “walserianamente”.

Para [Robert] Walser viajar era ir caminando de un pueblo al de al lado.

Claro, pero había una noción de desplazamiento. La cuestión no es tanto a dónde te vas sino si considerás que la escritura es un acto de sedentarismo o es un acto de dinamismo, de desplazamiento. Si la escritura –o la lectura, que para mí son la misma cosa– te lleva a otro lugar o te reafirma en el lugar donde estabas. Y yo pienso que usualmente te lleva a otro lugar. Si ese lugar es a un centímetro o es otra galaxia es conceptualmente irrelevante. El asunto es que hay un desplazamiento.

Descansar, entonces, no. Pero pienso que cada página que escribimos tiene algo de tejido de la ropa que llevamos puesta, que está compuesta de diferentes materiales. Igual que una prenda de ropa puede tener distintos porcentajes de algodón, de poliéster, de nailon, me gusta pensar que una página, y particularmente una novela, puede tener una base narrativa con sus dosis necesarias de poesía y de pensamiento. En el fondo mi ideal de escritura tendría que ver con practicar secretamente todos los géneros a la vez: dar con esa frase o esa página que se alimente de todos esos géneros: del asombro poético, del pensamiento del ensayo y de la creación del personaje propia de la narrativa.

¿Reescribís mucho?

Sí. Creo que la escritura y la reescritura son la misma cosa. Ni siquiera creo que sean dos procesos distintos. Todo novelista sabe que la primera página es reescrita cada vez que abrís el archivo. La primera página es ese párrafo que volvemos a empezar todos los putos días. Eso es estar escribiendo.

Y ese párrafo te mueve todo el resto.

Claro. Yo no digo que haya un solo método para escribir, pero sí digo que no concibo la posibilidad de primero redactar, con eso que se llama fluidez, y después ver cómo lo revisás. En ese sentido, asocio la prosa más –de nuevo– a lo poético. Cada verso modifica el anterior; es muy difícil saber cuál es la primera versión de un poema. Cuando llegaste al último verso ninguno de los anteriores permaneció intacto. A mí me gusta enfocar la prosa así. Incluso mis novelas largas –la mayoría de mis libros son muy breves, pero los más conocidos son los largos–, como El viajero del siglo o como Fractura, tuvieron muchísimas más páginas. Fractura tenía 650 y ahora tiene 400 y pico, y considero que esas 200 que murieron en el camino eran lo más importante que le podía pasar al libro.

¿Saber armar una valija es saber lo que no hay que poner?

Eso lo suscribo. Totalmente. Creo que un libro es un equipaje de mano. Y que lo más importante de una valija no es lo que uno pone sino lo que dejó afuera. Lo que retrata nuestra vida, nuestra escala de valores, está en aquello de lo que uno decidió prescindir. Hay una elipsis vital hermosa en un equipaje, y quizá por eso me gusta tanto la idea de viajar.

En esta novela el asunto del lenguaje también tiene que ver con eso del desplazamiento y del equipaje. ¿Partís de la intraductibilidad de cualquier texto, o de cualquier palabra?

La novela narra todo eso que pasa cuando no hablamos del todo bien una lengua. Lo que sucede más allá del (y gracias al) malentendido. Y eso nos devuelve a la pregunta de la traducción y, por ejemplo, de la traducción poética. Creo que en el fondo la traducción es un acto poético, con lo cual la traducción poética no sería más que la exageración de un problema que está siempre latente en cualquier acto de traducción, y que es qué entendiste y qué podés decir con eso. Lo que queda después del malentendido sería lo literario. Y eso, en la novela Fracturas, se aplica también a las relaciones amorosas. Estaría el ideal completo de transparencia, de traducción literal, que sería entender completamente a la otra persona, reflejarte en ella, unirte y ser uno solo –todos esos ejercicios que caen más o menos entre la violencia y la ingenuidad–, y estaría la otra manera de ver la traducción, que es cómo negociamos entre tus prejuicios y los míos, cómo hacemos para querernos desde horizontes lingüísticos y emocionales distintos. Y esa especie de lengua franca precaria, esa franja de posible entendimiento muy delicado con el que a duras penas podemos comunicarnos, serían el amor o la poesía.

El viaje de Watanabe, el protagonista de Fracturas –que es un sobreviviente de los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki–, parece buscar menos reconstruir su pasado que volver a encontrar ese desconcierto, ese extrañamiento frente a lo que pasó.

Claro, cada cierto tiempo él necesita refundarse como extranjero. Se buscó un trabajo que le permitió hacer eso. No viaja porque es cosmopolita: viaja porque su empresa lo va mandando a distintos países. Él, de algún modo, disfruta sometiéndose a esta posibilidad de ser tantos como idiomas, amores o ciudades tenga, y su vida va confirmándolo en ese asombro una y otra vez, y también en los límites de esa identidad camaleónica, porque se va topando con ciertos dilemas que se van presentando un poco como el regreso del espectro, hasta que decide hacer algo con esa repetición. Termina, por así decirlo, abrazando a su espectro.

¿Viajaste a Japón para preparar esta novela?

No me interesaba tanto viajar a Japón. Lo pensé mucho; me daba miedo caer en una experiencia turística de Japón. Hay mucha literatura así. Por un lado, está el Japón exótico y maravillosamente ritual que ya está muy bien contado por los japoneses –ante el que no creo que nosotros podamos decir nada extraordinario–; por otro, está ese Japón de superficie que es el de “ay, estuve en Tokio y me flasheó”. Esa experiencia ya la tuvieron tantos millones de personas que ¿qué podría agregar a eso? Entonces me interesaba más bien tomar Japón como un punto de referencia casi onírico. Es un Japón que incluso está mal recordado, porque el único japonés de la novela lleva la mayor parte de su vida fuera de Japón; cuando vuelve es un extranjero en su propia patria.

Lo que hice fue sumergirme obsesivamente durante unos años en leer literatura japonesa, en estudiar historia japonesa y en ver cine japonés. Hasta que sentí un poco que mi lógica pasaba a estar muy condicionada por esas ficciones y ese arte japonés. Quería escribir desde ahí.

Las únicas intervenciones en primera persona son las de las mujeres. Watanabe está contado desde afuera. Por más que la simpatía del narrador esté con él, siempre está contado en tercera persona.

Es que ese, creo, es un desplazamiento más interesante que el geográfico, y que me importaba tanto o más. Primero, me parecía que había un cruce interesante entre la idea zen del centro y la lenta e inexorable subversión del patriarcado que estamos viviendo. Imprevistamente, se cruzaban –no porque el zen sea feminista, que no–, pero había un punto de encuentro: lo que él zen llama “el centro vacío”. La idea occidental de centro tiene que ver con el poder: creemos que un país está representado por su capital, que lo más interesante de una ciudad está en el centro y que, por supuesto, la humanidad está representada por su centro masculino. Es decir que un hombre habla en nombre de la humanidad pero una mujer, históricamente, o no puede hablar o, si habla, lo hace apenas en nombre de sí misma, porque no tiene capacidad representativa. Entonces pensé: ¿y si tomando la subversión de los discursos que provienen del feminismo y la idea del centro vacío del zen ponemos en el centro de la historia un supuesto protagonista masculino que no habla nunca? El centro zen está vacío porque puede ser ocupado por cualquier otra identidad: es un centro disponible. No es dominante sino acogedor. Entonces pensé en poner en el centro de la novela a un protagonista masculino que sólo existe en la medida en que es narrado por otras voces. A la vez, ¿no es eso exactamente lo contrario de lo que el patriarcado narrativo ha hecho toda la vida? Porque es verdad: la historia narrativa por ahí no tiene demasiados grandes personajes femeninos, y cuando los hay son narrados, construidos e imaginados desde los intereses, deseos y perspectivas masculinas. Yo pensaba que podría ser divertido y enriquecedor para mí hacerlo al revés: este hombre es una construcción de la fantasía de esas cuatro mujeres que lo recuerdan, pero sobre él, a ciencia cierta, sabemos poco. Sabemos lo que ellas dicen o creen recordar.

Por otro lado, el periodista argentino que promueve toda esta reconstrucción del personaje Watanabe es tartamudo. El tipo tiene que estructurar un discurso y no puede no vacilar, no trastabillar.

Exacto. Y además fracasa, porque no consigue entrevistar a Watanabe. Es muy torpe. El que debía ser el detective heroico que arma las piezas no puede, tartamudea, le da vergüenza hablar por teléfono, no consigue dirigirse a su objeto, o a su sujeto investigado. Casi se puede decir que él también se pone en manos de los testimonios de estas mujeres, ante la imposibilidad que tiene de narrar él, porque su máximo informante no le dirige la palabra. Sin él no hay historia, pero por otro lado él es un manojo de limitaciones. No es el que cierra y explica todo, sino que él también se mueve en los huecos y en las grietas. La historia se arma, finalmente, por sus limitaciones.