La Organización Mundial de la Salud (OMS) afirma: “A nivel mundial, una de cada cuatro personas se verá afectada por trastornos mentales o neurológicos en algún momento de su vida”. Estas personas no suelen hacer paros o huelgas, tampoco los hacemos sus familiares. Al parecer, no sólo son invisibles, sino también son silenciados y no escuchados. No son convocados por los parlamentarios; los programas de radio y de opinión no tienen en la agenda sus necesidades ni sus reclamos, y cuando se discute la Rendición de Cuentas o el Presupuesto nadie piensa que una Ley de Salud Mental necesita financiamiento para cumplirse.

En Uruguay, finalmente, después de 80 años, se aprobó la Ley 19.529 en 2017, con el apoyo unánime de los partidos políticos y con la participación activa de referentes en todos los ámbitos, incluyendo a los usuarios (que es como se denomina a las personas que padecen algún tipo de sufrimiento mental) y a los familiares. No todos quedaron conformes; ninguna ley es perfecta, pero esta ley es un avance indiscutible.

Eso está bien.

Lo que no está bien es que no se hayan aprobado los recursos económicos para implementar la ley. Hay recursos para la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) y para el Ministerio de Salud Pública (MSP), pero no hay recursos específicos para implementar la ley ni siquiera en sus años iniciales. Años que permitirían formar o contratar recursos humanos y profesionales o comenzar a instalar las residencias asistidas o las casas de medio camino que se requieren.

Se necesitan como mínimo unos 100 millones de pesos o tres millones de dólares. Pero es imprescindible que esa partida, mínima en relación con el monto de la Rendición de Cuentas y ridícula en términos de porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB), sea aprobada con el destino exclusivo y específico de habilitar la implementación de la Ley de Salud Mental.

En relación con el PIB, lo requerido –un mínimo básico imprescindible– representa 0,5 por 10.000 del PIB. Esa cifra permite poner en funcionamiento una ley que puede llegar a beneficiar a 25% de los ciudadanos.

Los recursos son imprescindibles para que todos los hospitales del país, desde el Maciel hasta el de Tacuarembó, cumplan con la ley y sean hospitales generales que no discriminen entre pacientes con patologías cardiovasculares y personas con padecimientos mentales, y las traten en la misma institución. Son necesarios porque hay localidades en el territorio nacional, donde no hay psiquiatras, o porque no hay siquiera un número mínimo simbólico de residencias asistidas.

No puede ser que no haya recursos para atender a la población con estos sufrimientos. No puede ser que tengamos una ley pero, debido a la falta de recursos humanos y de coordinación efectiva entre los distintos ministerios y organismos del Estado, esta población termine en situación de calle o girando en las puertas de emergencia ad eternum.

No puede ser que como familiar tenga que ver cómo los políticos de todos los partidos hacen el saludo a la bandera y nos olvidan a nosotros y a nuestros dolidos hijos, padres, madres, hermanas o parejas. No puede ser que se haya aprobado esta Ley de Salud Mental y en 2010 la Ley 18.651, de Protección Integral de Personas con Discapacidad –ley que en el artículo 49 establece apenas 4% de los empleos en el Estado para personas con todo tipo de discapacidad y no sólo la referida a salud mental– y esta segunda ley continúe siendo cuasi aplicada o tenga un simulacro de aplicación.

No se puede aceptar el olvido, desprecio o mezquindad de todos y cada uno de los partidos políticos del Parlamento o de los ministerios envueltos en sus lógicas particulares. No se justifica el doble discurso de todos los partidos políticos que aprueban una Ley de Salud Mental pero luego se despreocupan de garantizar los recursos destinados exclusivamente a su implementación. Eso es un saludo a la bandera, señores y señoras del Parlamento, señores y señoras del Ejecutivo, señores y señoras de los medios de prensa que continúan reforzando la invisibilidad de esta población vulnerable que ni siquiera tiene Teletón.

Lo entiendo: salvo el loco Abreu, ningún otro da rédito político.