Crimen en El Cairo es una coproducción de Suecia, Alemania y Dinamarca. La acción se ubica en Egipto e involucra a inmigrantes de Sudán, pero fue filmada en Marruecos, parcialmente inspirada en un incidente que en realidad ocurrió en Dubái, donde fue asesinada una cantante de Líbano, y la película toma mucho del género estadounidense-francés conocido como film noir. Espectadores curiosos como para ir a verla, pero no tanto como para averiguar todo eso, pueden celebrarla con un comentario del tipo “¡Qué bueno, un policial egipcio!”. Total, la mayoría de nosotros no conocemos a ninguno de los actores y no sabemos distinguir los distintos acentos del árabe (la mayoría de los actores son migrantes o hijos de migrantes de diversos países árabes o de Sudán, establecidos en Europa o Estados Unidos, y algunos de ellos tienen una buena carrera actoral en sus países de residencia, sobre todo el muy buen protagónico Fares Fares, que es sueco de origen libanés). Y la película, aunque difícilmente llegue a proyectarse en Egipto (donde fue prohibida), parece pretender lucir como egipcia, con ese tinte amarillento-verdoso que hace recordar el cine de Youssef Chahine, y con cámara en mano. Lo que no parece egipcio es la relativa osadía sexual, que lidia con la prostitución, el adulterio, e incluso tiene una escena casi de sexo (se corta en el primer abrazo) con un poquito de desnudez. La presencia de la palabra “Nilo” en el título original en inglés puede jugar con la referencia más inmediata, frente a la asociación de investigación detectivesca con Egipto: la novela Muerte en el Nilo, de Agatha Christie (1937).

La acción transcurre a inicios de 2011 y culmina en las movilizaciones del 25 de enero, que dieron origen a la revolución que derrocó el régimen de Hosni Mubarak. Esas movilizaciones inciden circunstancialmente en las últimas ocurrencias de la anécdota. Por lo demás, la conexión entre la historia policial y la revolución es vaga, más simbólica que otra cosa. Importa, sí, el clima de corrupción vigente en la era Mubarak.

Noredin es un mayor de la Policía. Recibe su parte de las muchas coimas y presiona (amenaza veladamente) a sus subordinados para que no hagan negocios personales fuera de su control. Al inicio de la película, arriba de un hotel Hilton encuentran degollada a una cantante. De inmediato constatamos la poca seriedad del procedimiento: un policía pisó el charco de sangre y dejó huellas de su paso, el otro está haciendo pis en el retrete de la suite donde ocurrió el crimen, el otro ordenó comida a cuenta de la muerta, manosearon el cadáver, y el propio Noredin, cuando lo inspecciona, saca el fajo de dinero de la billetera de la víctima y lo mete en el propio bolsillo. La Policía forense, por algún motivo, no llega nunca. Queda claro que la habitación del hotel fue alquilada por alguien poderoso, cuyo nombre no puede ser revelado por la gerencia, que le arrima a Noredin, por las dudas, una carpeta rellena con plata para que no hurgue demasiado.

Todo indica que ese tipo de situaciones es común y que el crimen no se va a resolver. Llegan órdenes superiores para cerrar el caso, certificando suicidio. Por una vez, sin embargo, Noredin decide insistir e investigar en serio. De a poco, las coimas y otras oportunidades que se le ofrecen para hacer la vista gorda dejan de interesarle. Nunca se explica bien el porqué de ese cambio. Quedan en el aire algunas posibilidades: quizá se compadeció ante la belleza de la muchacha asesinada, o lo conmovió su voz cuando escuchó su CD; quizá la vinculó con su esposa, fallecida años ha en un accidente de auto. Puede, incluso, tratarse de una especie de enamoramiento post mortem. O cambió, sencillamente porque sí.

Este es uno de esos policiales que se cuidan de anclar la actividad profesional en un cotidiano verosímil: en forma alternada con la investigación, vemos a Noredin cuidar al padre anciano, tratar de arreglar la televisión por cable, intentar aprender a usar esa cosa novedosa que es Facebook, siempre cargado de una melancolía que tiene que ver con una vida deslucida y solitaria, con la falta de sentido moral de su existencia, con la improbabilidad de salirse con la suya cuando, finalmente, decide hacer las cosas bien. Noredin es una persona saludable, inteligente y eficaz, pero por el cine hollywoodense estamos tan acostumbrados a ver a policías resistentes como maratonistas, fuertes como boxeadores, hábiles con sus autos como corredores de Fórmula 1 y potenciados por el tratamiento gráfico energizado del estilo de continuidad intensificada, que cuando vemos a uno reducido a una dimensión humana y filmado sin el propósito de expresar poder, nos resulta frágil, patético.

Las distintas instancias (de la investigación y del cotidiano) van revelando otros aspectos podridos, además de las coimas: la exposición de los inmigrantes sudaneses a toda clase de injusticias, la reverencia con la que incluso un oficial de policía tiene que acercarse a un poderoso empresario (que además es legislador y “mejor amigo del hijo del presidente”), el uso cotidiano de la tortura en los interrogatorios policiales, la represión a tiros de las primeras manifestaciones revolucionarias. La forma en que Noredin va vivenciando todo eso, cuando cambió la posición de opresor por la de justiciero que pelea contra el sistema, tiene mucho de los thrillers políticos de los años 70, a lo Costa-Gavras o Dino Risi. Su concientización es, en alguna medida, la nuestra. El estilo cinematográfico no es noir, pero el panorama es más duro y moralmente desolador que el de cualquier film noir ubicado en San Francisco.

Crimen en El Cairo (The Nile Hilton Incident) | Dirigida por Tarik Saleh. Con Fares Fares, Mari Malek, Ahmed Selim. Suecia/Alemania/ Dinamarca, 2017. En Casablanca, Alfabeta Shopping.