El 58º Premio Nacional de Artes Visuales desplazó costumbres bastante asentadas, aunque, contrario a la tendencia de las pasadas ediciones, se manifestó sin polémicas ni escándalos: generalmente inaugurado en noviembre, se abrió ya entrado diciembre y, sobre todo, abandonó la histórica sede del Museo Nacional de Artes Visuales del Parque Rodó para ocupar el Espacio de Arte Contemporáneo (EAC). Es una elección que tiene más sentido, ya que el EAC, como su nombre delata, es un lugar dedicado exclusivamente al “arte contemporáneo” del país; sin embargo, la mudanza despertó, al anunciarse, algunas preocupaciones debido al tipo de espacio muy particular que lo conforma (se trata de una ex prisión), carente de salas amplias que permitan, por ejemplo, la presencia de instalaciones de gran tamaño. Finalmente, las inquietudes se evaporaron porque el museo estrenó, para el evento, una sala nueva –esta sí, grande– que se conecta a la estructura a través de un corredor y que quedará permanentemente (en el mismo plan de reformas por las que se inauguró el primer piso del lindero y flamante Museo Nacional de Historia Natural). Si los cambios exteriores fueron densos, el núcleo de obras seleccionadas no sorprendió mucho con respecto a los premios más recientes: en cuanto a lenguajes, se confirma la gran mezcla desjerarquizada que caracteriza al arte de hoy globalmente; desde el punto de vista temático, aletean en el aire inquietudes sociales, adecuada o inadecuadamente tratadas, además del desarrollo de investigaciones formales de algunos autores de larga trayectoria (con resultados logrados en los casos de Olga Bettas, Javier Bassi, Martín Pelenur y Diego Villalba).
Hay que alabar el acotado número de los selectos, que no llegan a 30: evitar la acumulación de piezas improcedentes –algo que ha afectado al premio en el pasado– es un gran inicio. Sin embargo, y vamos anticipando, a la postre se trata de una edición relativamente tibia, en la que una de las experiencias más frescas es, un poco paradójicamente, pasear por la pequeña muestra personal de Linda Kohen, que este año da nombre al premio, armada por el director del EAC, Fernando Sicco: con sus 94 años sigue pellizcando al espectador mediante inusuales autorretratos.
Como es debido, puedo empezar con los premios (y seguir y terminar, por economía de espacio, rozando apenas lo más destacable del conjunto). No convence el Premio Gran Adquisición MEC: se trata de la videoperformance Crossfit, de Emilio Bianchic, exhibida en una pantalla adornada con alas de cartón de colores que remiten a aquellas vestidas por los protagonistas de su video: jóvenes que deambulan por Buenos Aires con estas alas, imitando vagamente a un grupo de mariposas que se desplaza, participando en actividades nimias y tratando de cruzar la calle sin ser atropellado, aunque algún componente lo sea (digitalmente), frente a cierta indiferencia de sus compañeros de cruce. Como es explicitado en el texto que acompaña la obra, la “mariposa” remite a “la femineidad de una persona vinculada al espectro masculino”, y la metáfora gira alrededor, se supone, de la vulneración de sujetos discriminados por su identidad sexual. Pero la pieza en su (me imagino, buscada) sencillez resulta bastante intrascendente (ni siquiera goza plenamente de cierta estética meta-Camp y meta-Kitsch que se puede apreciar en otros trabajos de este artista y de su colectivo BásicaTV).
El Primer Premio fue otorgado a 5 retratos digitales, de María Agustina Fernández Raggio, ya presentado en la última Bienal de Montevideo, por lo que copio y pego aquí lo que escribí en aquel momento: “Unas filmaciones narran cómo la artista escaneó tridimensionalmente imágenes de los presidentes posteriores a la reconquista de la democracia, para crear algo semejante a dibujos de estos en estilo Pixar, en retratos tecnológicos del poder (que no difieren mucho, en rigidez y afectación, de las pinturas y esculturas oficialistas previas al siglo XX) mezclados con un sedante videodiario”.
Resulta muy acertado el Segundo Premio: se trata del poscuadro Novus, de Rita Fisher –una versión diferente se había visto en el mismo EAC hace un par de años–: explosión de trozos pictóricos semejantes a grandes cáscaras de huevo aplicadas, con quirúrgica pericia, a la pared por medio de alfileres, simulando una explosión congelada, en una suerte de lúcido y no pomposo himno a lo fragmentario e “irrestaurable”. Confirma, además, cómo en la incomodad del soporte parecería anidar hoy lo mejor de la pintura. El Tercer Premio, Ella tiene veneno, de Germán di Pierro, sale del edificio y luce en hojas pegoteadas a las paredes, prêt-à-disparaître, desventuras de gente común en el agobiante mundo capitalista, con un tipo de dibujo a lo Raymond Pettibon: filosa mezcla de denuncia social, telenovela y espíritu punk. Un cuadro intimista, pese a su gran tamaño, que captura, con encuadre casi cinematográfico, una porción de lo cotidiano, es Esta mujer, de Seida Lans, que ganó el Premio Pintura Julio Alpuy y es el último de los galardonados.
Son interesantes la nueva propuesta de Liliana Farber, Blue Vessel, sólo experimentable como app, y un complejo juego de rescate, homenaje y reivindicación del pintor planista Guillermo Laborde (y de su pareja, el crítico Luis E Pombo) por mano de José Gómez Rifa en Escaleno. Pero son, sobre todo, dos obras las que, gracias a estimulaciones sensoriales y físicas agudas, llaman la atención. Ojo de buey, de Juan Manuel Ruétalo, logra tonificar el medio video a través de un simple marco: el inquieto océano en loop que se espía desde la redonda ventanilla de barco termina por marear, traduciendo la experiencia de navegante del artista hacia la Antártida, pero también reproduciendo sensaciones comunes a la idea de travesía agotadora, por ejemplo, migratoria. Asimismo, la operación puramente estructural, arquitectónica, de Nicolás Branca en Welcome redefine el espacio del espectador: en una movida a lo ¿Quieres ser John Malkovich?, Branca redujo la puerta de ingreso a una sala, empequeñeciéndola de tal manera que sólo con un gran esfuerzo se puede acceder a ella (y está decepcionantemente vacía): el umbral modificado y la frustración de la vacuidad mudan de inmediato la relación tanto con el entorno como, quizá, con la institución museal.
Finalmente, cabe mencionar que todas las piezas están dotadas de cartelitos que no sólo aportan datos técnicos, sino que también contienen explicaciones de las obras, a menudo largas y detalladas: toda una toma de posición –encaminada a un consumo didáctico del arte– que parece una buena idea frente a la creencia común de que ciertas obras contemporáneas producirían confusión en el visitante por su carácter hermético. Un único apunte: colgarlos, por favor, un poco más altos para evitar contorsiones dolorosas a la hora de leerlos.
58º Premio Nacional de Artes Visuales Linda Kohen. Espacio de Arte Contemporáneo (Arenal Grande 1930). Hasta el 17 de marzo.
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