En la vorágine massmediática de la Covid-19 se ha hablado de todo un poco: datos de morbimortalidad, distribución geográfica, conductas de prevención, famosos infectados, etcétera. Sin embargo, se ha soslayado con una liviandad exasperante el hecho de que se trata de un virus zoonótico, es decir, que originariamente se transmitió de los animales a los humanos. Habrá, pues, que analizar los modos en que el Homo sapiens se relaciona con los demás animales para tal vez encontrar alguna pista. Veamos.

Ahora mismo, en tan solo un minuto y en todo el mundo, el ser humano viene matando al menos 1.796.324 peces, 108.238 pollos, 5.109 patos, 2.569 cerdos, 2.073 conejos, 1.216 gansos, 1.094 pavos, 950 ovejas, 776 cabras, 529 vacas, 125 roedores, 106 pájaros, 46 búfalos, 18 perros, 9 caballos, 6 burros, 6 camélidos y 5 gatos. Las muertes por COVID-19 alcanzan a 39.000 durante poco más de tres meses. La pregunta obvia e incómoda es: ¿por qué nos interesan unas muertes más que otras?

El principal uso destinado a los animales es el de ser fuentes de alimento para humanos, y también para otros animales. Otro uso masivo de los cuerpos animales es para la vestimenta, mediante el uso del cuero, la lana y otras pieles. También se los utiliza para trabajar. Aunque no es ampliamente sabido, los animales son asimismo objeto de la actividad científica: en testeos de las industrias farmacoquímica y cosmética, vivisección (disección practicada en un animal vivo) y diseños experimentales propiamente dichos con fines de investigación. Por si fuera poco, estos “seres irracionales” son también usados para el ocio y el esparcimiento humanos en circos, hipódromos, canódromos, riñas, zoológicos, etcétera. Finalmente, pero sin agotar esta lista, está el mascotismo, ese extraño agenciamiento basado en la domesticación en el cual se anudan búsquedas de prestigio y moda, intereses afectivos (compañía, seguridad, compensaciones narcisistas, desarrollo del delirio racial eugenésico consagrado por el pedigrí) e intereses económicos (cementerios, guarderías, coiffeurs, podólogos, psicólogos, ropa y comida para mascotas).

Es evidente que los demás animales son objetos de una aceitada maquinaria técnica de producción de muerte. Los mismos mecanismos que sostienen este conjunto de violencias son a su vez los causantes de los principales problemas ecológicos actuales: la deforestación de bosques y selvas y su consecuente desertificación (para generar tierras para pastoreo de ganado); la contaminación por agrotóxicos y la pérdida de fertilidad de los suelos (por el uso intensivo de suelos para cultivos forrajeros); la pérdida de la biodiversidad (por la extinción masiva de especies y por privilegiar aquellas que poseen fines utilitarios, como el ganado); el aumento del calentamiento global (debido a la emisión de gases de efecto invernadero del ganado); la escasez de agua potable para millones de personas (por destinarla al forraje y al ganado); la resistencia microbiana a los antibióticos (por su uso en la ganadería con el fin de curar las enfermedades causadas por la explotación), entre otros graves problemas que enfrentan a la humanidad a la perspectiva del colapso ecológico. Mientras tanto, la “comunidad” científica, cegada por los intereses corporativos y el paladar de los consumidores, mira para otro lado.

Estos modos de relacionamiento con los demás animales están fundamentados en los diferentes relatos cosmogónicos, religiosos, filosóficos y científicos que la humanidad ha desarrollado en el transcurso de la historia y que comulgan en un punto: el antropocentrismo, esto es, el ser humano como centro de todo lo existente y como fin de la creación –en su versión religiosa– o de la evolución –en su versión moderna-secular–. Esto es patente, por ejemplo, en el relato del Génesis para el primer caso, y en la teoría de la evolución de Charles Darwin para el segundo.

Es hora de pensar y poner en práctica nuevos modos de relacionamiento de los humanos entre sí y con los demás animales. Relaciones libres, de solidaridad y apoyo mutuo.

Luego, del antropocentrismo al especismo hay un solo paso. El especismo es definido como una forma de discriminación basada en la pertenencia a una especie, en virtud de la cual los miembros de una especie son considerados moralmente más importantes que los miembros de otras. Una ilustración de ello es la típica imagen de la cadena trófica, en la cual el humano se posiciona en el ápice de la pirámide.

Según la teoría darwiniana, la vida ha evolucionado mediante mecanismos de selección natural, de formas más simples a formas más complejas. Una de sus hipótesis subyacentes indica que la competencia por los recursos limitados lleva a la lucha por la vida intra e interespecies. Lejos de enjuiciar la veracidad de esta teoría –la cual, por cierto, acumula mucha evidencia a su favor–, lo que aquí se pretende discutir son algunos de sus efectos en la conformación de la subjetividad contemporánea. Precisamente esto mismo ha hecho el pensador anarquista Piotr Kropotkin (reconocido científico, geógrafo y naturalista) en su clásico libro El apoyo mutuo, en el que argumenta, con ejemplos biológicos e históricos, cómo la ayuda mutua y la cooperación son factores más importantes de la evolución que la lucha y la competencia. En otras palabras, “las especies más evolucionadas (mejor adaptadas a la supervivencia) son aquellas que más desarrollado tienen el instinto cooperativo, así como también, en la historia humana, las épocas y pueblos más florecientes fueron aquellos que más practicaron y desarrollaron el apoyo mutuo”.1 Contrariamente, en las especies o sociedades en las que decae el apoyo mutuo acaece la pérdida generalizada de la vitalidad, diezmando así sus fuerzas para la lucha por la supervivencia, al punto de llegar a la extinción.

Un mínimo examen de realidad revela que los humanos, entre nosotros y con otras especies, lejos de establecer relaciones solidarias de mutualismo, comensalismo o simbiosis, nos relacionamos preponderantemente mediante la explotación, la depredación y el parasitismo. La hiperexplotación capitalista de todas las formas de vida, la urbanización creciente, la globalización totalizante y el aceleracionismo histórico potencian la nocividad de esas asociaciones y nos enfrentan a retos que requieren de grandes obras para afrontarlos. Se precisa mucho más que un lavado de manos para salir del laberinto en que nos puso el sueño de la razón.

La actual pandemia de Covid-19 puede servirnos para iluminar nuestra debilidad frente a las formas más primitivas de vida y descentrarnos de esa posición privilegiada y omnipotente en la que nos hemos autocolocado. En esta búsqueda permanente por el equilibrio vital, el daño humano al ambiente y demás especies –el efecto antrópico– será objeto de nuevos reequilibrios, aun cuando estos impliquen afectar su continuidad o calidad de vida en la Tierra. En otras palabras, como un perro que se sacude las pulgas, la biosfera encontrará el modo de sacudirse la plaga humana en caso de ser necesario.

Ante este panorama, no faltarán quienes pongan el grito en el cielo: “El problema no es que usemos a los animales, sino cómo lo hagamos”, y otra serie de lugares comunes que la opinión pública y la razón de Estado suelen esgrimir. Y clamarán por la intervención estatal, con sus regulaciones, habilitaciones y controles. Harán llamados a la conciencia y buscarán reformar una moral.

Lamentablemente, todo eso no conduce más que a nuevos fracasos. Para decirlo claramente: no es este un problema técnico. Estamos ante un problema ético-político que requiere de profundas transformaciones para su solución: movimientos instituyentes, contrainstituciones, rebeliones... otros fundamentos. Es hora de pensar y poner en práctica nuevos modos de relacionamiento de los humanos entre sí y con los demás animales. Relaciones libres, de solidaridad y apoyo mutuo. ¡La imaginación al poder!

Gustavo Medina es licenciado en Sociología.


  1. D’Auria, Aníbal, (2007). El anarquismo frente al derecho. Lecturas sobre propiedad, familia, Estado y justicia. Libros de Anarres: Buenos Aires, p. 136.