Hace algunos años, en un país que se parecía bastante a este, un empresario hotelero de 75 años fue a dar a la cárcel porque la Justicia lo encontró culpable del delito que se describe en el artículo 4 de la Ley 17.815: retribución o promesa de retribución a personas menores de edad o incapaces para que ejecuten actos sexuales o eróticos de cualquier tipo.

El hombre, nacido en España pero con nacionalidad uruguaya, había comprado los favores sexuales de una adolescente (las actas judiciales la nombrarían luego como Gimena, pero ese, claro está, no era su nombre real) a la que compensó por la tarea con una cena, un par de championes y una recarga de celular. Según él mismo declaró en aquel momento, le pareció, por un instante, que era muy joven, pero ella, tramposa y aprovechada, le mintió: le dijo que tenía 18 años, cuando en realidad tenía 15. Y él le creyó, o fingió creerle, porque no es de caballeros andar husmeando en la edad de una señorita.

Esta investigación que terminó en el procesamiento de Javier Moya, dueño de La posta del cangrejo, en Punta del Este, fue llevada adelante por un juez letrado de Cerro Largo, el doctor Javier Gandini. Y si el asunto cayó en esa jurisdicción es porque Moya, antes de salir de paseo con la chica que seguiremos llamando Gimena, le pidió por teléfono a un conocido suyo, en Melo, que se la mandara. Así que el juez Gandini procesó, además de a Moya, a otros dos hombres, de 40 y 58 años, por haber montado una red que reclutaba a adolescentes en barrios pobres de la capital arachana para que mantuvieran contacto carnal a cambio de dinero y otros valores con señores veteranos.

Moya fue preso y pasó algún tiempo en la cárcel de Campanero, en Minas, hasta que su abogado defensor, el doctor Leonardo Guzmán, consiguió que el Tribunal de Apelaciones en lo Penal (TAP) de 2° Turno revocara la sentencia con los votos a favor de los ministros José Balcaldi y William Corujo. El tercer integrante, Daniel Tapié, votó en contra. Lo que el TAP sostuvo en su momento fue, sencillamente, que había “una duda razonable” sobre la edad de la víctima, haciéndose eco así de la declaración del propio acusado, que afirmaba haber sido engañado en su buena fe.

Moya fue preso en los últimos días de 2013 y fue excarcelado a mediados de 2014. Un año después, sin embargo, en mayo de 2015, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) revocó el fallo del TAP y confirmó el fallo inicial. En julio de ese año se supo que el juez Gandini había dispuesto el reintegro a prisión del empresario.

Recordar hoy la peripecia de aquel señor pudiente que encargaba adolescentes por teléfono no tiene la finalidad de entretener a los lectores, sino la de mencionar cuál fue el criterio de la SCJ para confirmar que Moya había cometido, efectivamente, el delito por el que Gandini lo procesó. Porque a nadie, ni siquiera a su abogado defensor, y mucho menos a los ministros del TAP, se le había ocurrido decir que el intercambio de sexo por dinero con una persona menor de edad no era delito. Lo que dijeron, en todo caso, fue que él no sabía que era menor. La corte, en cambio, entendió que no podía considerarse como eximente de la responsabilidad del adulto el hecho de que la adolescente dijera ser mayor.

En estos días se está llevando adelante un proceso conocido como Operación Océano por el que la Fiscalía ya formalizó a 21 personas adultas e identificó a 15 víctimas menores de edad. Y ambos números pueden seguir creciendo, porque el caso sigue abierto y se siguen recibiendo denuncias. Es razonable pensar que la defensa de los imputados intentará, como en el caso de Moya, convencer a la Justicia de que la culpa es de las víctimas.

Una vez más veremos cómo las adolescentes pasan a ser señaladas como las culpables del abuso que sufrieron. Se dirá, una vez más, que fueron mentirosas y manipuladoras, que actuaron libremente buscando un beneficio económico, que nadie las obligó a mentir ni a seducir vejetes. Y se pasará por alto el hecho de que entre los indagados hay un psicólogo, un profesor, un ex juez de menores, un diputado, el dueño de un colegio, en fin, un montón de hombres en posición de poder no sólo económico, social y político, sino, y sobre todo, en posición de poder simbólico frente a las adolescentes. Se intentará hacer pasar esta situación como una injusticia cometida contra señores respetables que primero fueron seducidos y estafados por unas arpías adolescentes y luego fueron quemados en la hoguera por la moralina de una Justicia que insiste en meter la nariz entre las sábanas y los negocios de la gente honrada.

Será necesario, entonces, no perder de vista que para que cosas así sucedan, para que un esquema prostituyente y abusivo como este funcione a plena luz del día, para que haya gente dispuesta a poner la responsabilidad en las adolescentes y no en los adultos, lo que se necesita es un sistema completamente naturalizado de mercantilización de los cuerpos y de legitimación de las más abyectas formas de hacer dinero. Y eso, mucho me temo, ya lo tenemos.