Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
Esta columna se escribió antes de que se emitiera, anoche, la entrevista con Sebastián Marset anunciada en los últimos días por el programa Santo y seña. Quien firma no piensa que la decisión de realizarla implique una cuestión de principios (generales o periodísticos), sino que la evaluación dependerá de lo logrado. Dicho esto, puede valer la pena hacer algunas consideraciones, entre otras cosas sobre el tipo de país en que nos podemos convertir.
En lo periodístico, habrá que ver con qué nivel de información previa y preparación se llevó a cabo la entrevista, porque de esto habrá dependido que Marset pudiera manejarse con comodidad o se viera obligado a confrontarse con datos y argumentos sólidos. De todos modos, y en el mismo terreno, es evidente que las condiciones en las que se realizó el encuentro estuvieron muy lejos de ser óptimas.
Una periodista aislada en un lugar desconocido, y rodeada por gente armada a las órdenes de alguien requerido por delitos gravísimos, carece de algunas garantías elementales para hacer su trabajo y es poco probable que haya logrado revelaciones contra la voluntad del entrevistado, en cuya trayectoria y vinculaciones hay áreas oscuras de las que seguramente no le interesa hablar.
Más allá de esto, lo que sí constituye sin duda un problema ético es evitar que la entrevista y el contexto de su presentación contribuyan, en alguna medida, a una glorificación o legitimación frívola de Marset, sin mantener claramente a la vista los hechos por los que se lo acusa.
La publicidad previa de Santo y seña afirmó que el entrevistado diría “su verdad”. Se trata de un concepto resbaladizo: puede ser legítimo entrevistar a un narcotraficante en gran escala, un gran corruptor de funcionarios o un asesino, y todo indica que Marset es las tres cosas. Lo que no es legítimo, razonable ni prudente es asociar la palabra “verdad” con lo que diga.
Veamos, por ejemplo, un breve fragmento que se difundió en la promoción del programa de anoche. Marset afirmó en la entrevista que no le costó ni un dólar obtener el pasaporte uruguayo cuya expedición y entrega (junto con una nota de la cancillería de nuestro país, que no sabemos si le costó algún dólar) lo ayudaron a ser liberado en Emiratos Árabes Unidos y abandonar ese país con destino desconocido.
El sentido común más básico pone en tela de juicio esta afirmación si tenemos en cuenta el afán de altas autoridades uruguayas en ocultarles al Parlamento, al sistema judicial y a la ciudadanía que, cuando se le otorgó ese documento a Marset, sabían quién era y por qué delitos se lo estaba investigando con cooperación de nuestro Ministerio del Interior. Dar pie a que se consideren equivalentes la evidencia y la versión del acusado no es menor.
Llegamos así a temas que no son periodísticos ni se miden en términos de rating. Aún menos legítimo, razonable y prudente que considerar veraz a Sebastián Marset es convertirlo en una propuesta de entretenimiento. Quienes nos dedicamos al periodismo no somos policías, fiscales ni jueces, pero sí somos, antes que periodistas, ciudadanas y ciudadanos, y esto implica responsabilidades.
Hasta mañana.