Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
El Centro de Archivos y Acceso a la Información Pública (Cainfo) dio a conocer su noveno informe anual sobre periodismo y libertad de expresión en Uruguay, que registra la persistencia de problemas en ambas áreas.
Se destacan, por un lado, las denuncias de hostigamiento y descalificación contra medios y trabajadores, en su mayoría por parte de políticos; y por otro las dificultades y obstáculos para acceder a información en poder de organismos estatales, a menudo con incumplimiento de las normas vigentes en la materia. Puede ser útil considerar quiénes y de qué manera son, más allá de los datos evidentes, las víctimas en última instancia de estas dos prácticas indebidas.
El derecho de acceder a información no es una especie de privilegio para periodistas, sino que le corresponde al conjunto de la población. Los medios de comunicación y sus trabajadores actúan como intermediarios especializados en buscar datos relevantes, esforzarse por verificarlos y entenderlos, divulgarlos con criterio profesional y facilitar que se comprendan su contexto y su significado. Tienen, por supuesto, derecho a hacer este trabajo, pero están al servicio de los derechos de mucha más gente.
Cada vez que se niega a periodistas información que debería ser accesible, se le está negando al conjunto de la sociedad. Es muy importante tener esto presente, para ver que reportes como el de Cainfo no son prácticas de presión “corporativa”, en beneficio de quienes ejercen nuestra profesión, sino reclamos orientados a lograr que la ciudadanía tenga la mayor cantidad de elementos para conocer la realidad y tomar decisiones de todo tipo, desde las vinculadas con necesidades materiales básicas hasta el ejercicio de sus derechos cívicos en cada acto electoral.
Por otra parte, la cuestión del hostigamiento y la descalificación tiene también unos efectos obvios y otros –de igual o mayor gravedad– que no saltan a la vista.
El daño causado por la prédica sobre el “periodismo militante”, practicado por “operadores” al servicio de intereses no declarados, tiene como víctimas evidentes a las personas acusadas, por lo general sin pruebas, de mentir, manipular al público y, en general, utilizar los medios de comunicación para contrabandear opiniones disfrazadas de información. Pero esa prédica tiene otras consecuencias lamentables, y una de ellas es, paradójicamente, la naturalización y el fomento del mal periodismo.
Quienes se convencen de que muchos periodistas son parte de un ejército enemigo tienden, con frecuencia, a ver todo el sistema de los medios de comunicación como un campo de batalla cultural, en el que la neutralidad es cosa de pusilánimes, y a tomar partido por quienes se muestran como integrantes de otro ejército “amigo”, enfrentado con el primero.
El resultado habitual es que la credibilidad se prejuzga. Pierden importancia las noticias en sí mismas, de las que a menudo sólo se toma el titular o alguna frase, y se tiene en cuenta ante todo la etiqueta asignada de antemano al mensajero, para identificarlo como alguien a quien hay que defender o atacar. Y así, como se suele decir, la primera víctima de la guerra es la verdad.
Hasta mañana.