Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
Sesenta y cinco días después del decreto que declaró la emergencia hídrica, ayer el Poder Ejecutivo la dio por terminada. La reserva en Paso Severino se viene recuperando a buen ritmo, y el monitoreo del suministro de OSE a la región metropolitana indica valores de sodio y cloruros por debajo de los límites aumentados que había autorizado el Ministerio de Salud Pública. La cuestión es qué pudimos aprender del período crítico que llega a su fin, y si realmente se produjo un aprendizaje.
Vivimos muchos años convencidos de que en Uruguay nunca iba a faltar agua potable mientras se agravaba el maltrato irresponsable a la cuenca del Santa Lucía, gran parte del suministro de OSE se perdía debido a un mantenimiento muy por debajo de lo indispensable, y se postergaban obras necesarias para aumentar y diversificar las fuentes de abastecimiento. Hubo voces de alerta oportunas, pero fueron desestimadas e incluso ridiculizadas, hasta que un día el agua potable faltó.
Es muy discutible la forma en que el Ejecutivo afrontó la crisis. Recayó en la práctica de minimizar los problemas para cuidar su imagen; algunas de las medidas que adoptó merecieron una vez más la calificación de “tardías e insuficientes”, aunque al oficialismo le molesten estos adjetivos, y hubo otras que realmente no movieron la aguja y parecieron orientadas, ante todo, a dar la impresión de que se hacía algo más que esperar lluvias.
También hay que señalar que la reducción transitoria de impuestos al agua embotellada, que ayer terminó junto con la emergencia, volvió a mostrar que a las autoridades les parece bien que, en momentos muy difíciles para la sociedad, las empresas privadas obtengan ganancias extraordinarias sin contribuir con un solo peso a la reducción de daños.
De todos modos, nada de lo antedicho se compara en importancia con la necesidad de adoptar medidas de fondo. Hace tiempo que el panorama general de los recursos hídricos en Uruguay justifica con creces un amplio diálogo de académicos, organismos públicos, organizaciones sociales y partidos, en articulación con los ya existentes comités de cuenca y consejos regionales, para establecer una política de Estado. Sin embargo, ni siquiera la peor sequía en décadas y sus efectos inéditos llevaron a que se avanzara en esta dirección, y cabe suponer por qué.
Un debate público en la materia conduciría, en forma inevitable, a poner sobre la mesa la necesidad de corregir usos abusivos y prácticas contaminantes del agua, que desde hace muchos años se toleran o son objeto de correctivos insignificantes.
También cuestionaría en forma contundente el proyecto Neptuno, cuya licitación se adjudicó ayer, como era obvio desde el inicio, al consorcio de empresas privadas que lo ideó y que movió sus influencias para que el Estado lo aceptara. Se insiste en presentarlo como la solución definitiva a los problemas de abastecimiento de agua potable, pero no sólo es caro, de muy dudosa constitucionalidad y riesgoso en varios sentidos, sino que no habría evitado la emergencia hídrica de este año si ya estuviera terminado.
Por este camino, lo que pensamos que nunca iba a ocurrir puede repetirse en pocos años, con consecuencias aún más graves.
Hasta mañana.