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Cuando Abril conoció Valizas también perdió dos de sus objetos más preciados: el osito y la manta. Los recuerda seguido porque aparecen en las fotos de fondo de pantalla, esas que van cambiando para proteger la computadora. Lo llamativo es que ninguno de esos dos objetos eran azules, como decía su padre, sino celestes.

Abril nunca dice celeste; por alguna razón lo ignora y en su vocabulario sólo existe el azul. Como a mí siempre me gustó el azul, cuando ella decidió que era su color favorito me cayó simpático. “También es el mío”, le dije, “el color de la amistad” (e inmediatamente después me pregunté de dónde cuernos había sacado eso o de dónde sacaron los demás que era el color de la tristeza). Ella entonces tenía dos años. Desde los tres le encanta el rosa. Ya está por cumplir cinco. Desde mi punto de vista, el azul viene a ser un color elegante y sereno, con firmeza, con personalidad. En cambio, el celeste... a veces me suena a mal gusto o aburrido, triste de verdad. Como que le falta gustito. Es cómico cómo algunos asociamos los colores con determinadas sensaciones, situaciones o lugares.

Sin embargo, hasta hace poco no me había preguntado de dónde viene el color celeste. O el azul, si vamos al caso. Al final de cuentas, todos los colores se unen y separan en algún momento de su vibración electromagnética. Todos tienen un origen y una evolución, y también usos y asociaciones diferentes en las distintas comunidades del mundo. La historia del azul, además de ser interesante, es incluso objeto de investigación científica de varias disciplinas alrededor del mundo y, para mi sorpresa, también en Uruguay. Es así que, entrando en 2016, encontré este color como el protagonista de un proyecto de investigación y me fui a ver al líder del proyecto, Fernando González Perilli, doctor en Comunicación, percepción y tiempo por la Universidad de Barcelona, hoy investigador de la Facultad de Información y Comunicación y del Centro de Investigación Básica en Psicología, ambos en el ámbito de la Universidad de la República.

Según la cultura con que se mire

¿Quién diría que azul y celeste son lo mismo? El padre de Abril, claro, que nació y creció en Cataluña, donde al celeste le dicen “azul claro”, “azul cielo” o “azul celeste”. Allí los habitantes no distinguen demasiado el celeste del azul. Por eso Abril, aunque viva en Uruguay, tampoco hace la distinción. Y también por eso mismo no es casualidad que Fernando haya hecho su doctorado en Barcelona. Fue en esa ciudad que en 2010 inició el proyecto “Blue”, una investigación que se preguntaba hasta qué punto el lenguaje afecta la percepción del color azul. Desde entonces explora la influencia de las categorías culturales y lingüísticas en los procesos perceptivos básicos.

Fernando me contó un poco sobre la historia del azul y cómo el color lo trajo de vuelta a Uruguay, donde hoy investiga varios fenómenos asociados a la percepción, así como sus bases neurológicas. Desde que está en Uruguay estudia la historia del uso y la percepción del celeste, un color que en estos días del Mundial de Rusia está más presente que nunca.

Al parecer, los uruguayos tenemos la categoría “celeste” bien delimitada, al menos mejor que otras culturas, como la estadounidense, la inglesa, la mexicana y, obviamente, la española. Y lo siento, no es por la camiseta de fútbol (aunque tampoco me animaría a decir que “la celeste” no influye en nada), sino por un mix de evoluciones culturales propias del Río de la Plata. Aquí es donde viene lo interesante: nuestra percepción está influenciada por nuestra lengua, que es parte de nuestra cultura. Para el caso del azul y el celeste, por ejemplo, tener la palabra “celeste” en nuestro acervo lingüístico logra que seamos más eficaces a la hora de diferenciar diferentes tonalidades dentro del rango de los azules.

A esta relación entre el lenguaje y nuestras habilidades cognitivas, como la percepción o el pensamiento, se le llama “relativismo lingüístico” (¿a que suena genial como el azul?), y representa un conjunto de hipótesis que se han explorado desde mediados del siglo pasado, cuando Edward Sapir, Benjamin Whorf y otros autores desafiaron el paradigma cognitivo de Noam Chomsky. Este autor estableció que todas las lenguas tienen una protolengua o lengua madre universal; es decir, todas las lenguas tienen componentes innatos que son compartidos.

Un ejemplo paradigmático de este fenómeno citado por Whorf –quizá hasta demasiadas veces para algunos, comentó Fernando– es la percepción del color blanco de los esquimales: se estima que pueden tener desde cuatro hasta más de 100 variantes lingüísticas para ese color. Fantástico. Pero la pregunta es si los esquimales piensan diferente.

La locura celeste es relativa

En el mundo del relativismo lingüístico existen dos hipótesis muy estudiadas: una fuerte y otra débil. Según la primera, el lenguaje determina nuestra forma de percibir el mundo; para la segunda, el lenguaje condiciona nuestra forma de pensar. Según las últimas publicaciones de Fernando y colaboradores sobre la percepción categórica del color, las hipótesis débil y fuerte no tendrían por qué ser tan categóricas, y es muy probable que se superpongan. Eso podría deberse a que tanto la percepción como el pensamiento son fenómenos muy complejos. La lengua, en todo caso, estaría favoreciendo unos procesos de percepción y pensamiento sobre otros. En sus investigaciones con el azul, Fernando y su equipo hicieron experimentos comportamentales y registros de electrofisiología, además de una búsqueda y revisión de documentos extraordinaria. Todo esto para llegar a la conclusión de que los uruguayos sí diferenciamos el celeste.

Entre los documentos que ilustran sus trabajos está la creación de nuestro Pabellón Nacional, el 18 de diciembre de 1828: “El Pabellón del Estado será blanco con nueve listas de color azul celeste horizontales y alternadas, dejando en el ángulo superior del lado del asta, un cuadrado blanco en el cual se colocará el sol”. Así nació nuestra primera bandera, sin celeste sino a “rayas blancas y azul-celestes”. Es decir, aquel pabellón, que hoy es a rayas azules y blancas, probablemente fue celeste y se denominó azul-celeste porque así nombraban, y aún hoy nombran, en España al celeste o, mejor dicho, a su “azul claro”. Hace muy poco, en mayo de 2018, publicaron los resultados de una nueva investigación en la que comparan los términos básicos para determinados colores con sus categorías. Allí muestran que entre los dialectos castellano, mexicano y uruguayo, sólo nosotros “manejamos” el celeste. Esto es: sólo nosotros usamos la palabra “celeste” para la categoría “azul claro” del azul.

De todo este relativismo lingüístico azulado lo que me queda claro –y me fascina– es que, en definitiva, la lengua sí puede influir en cómo pensamos. Así lo defienden autores como el lingüista Daniel Everett, que convivió siete años con la comunidad Pirahã de la Amazonia y afirma que, aparentemente, son incapaces de contar como nosotros pues no poseen números gramaticales. Y así intenta mostrarlo la investigadora Lera Boroditsky en su charla TED “Cómo el lenguaje moldea nuestra forma de pensar”, cuando comparte datos sobre comunidades muy distintas de la nuestra, como la kuuk thaayorre, de Australia. Para ellos la izquierda y la derecha no existen, todas las direcciones son puntos cardinales. Y algo más llamativo aun: miden el tiempo de este a oeste. Según Boroditsky, “su tiempo está en el paisaje, no en ellos”. Esto abre la puerta a un montón de preguntas y especulaciones sobre cómo podríamos estar condicionados por el lenguaje. Lo bueno es que, como siempre en la ciencia, queda mucho por conocer.

Confieso que, a pesar de que el fútbol no me importa mucho, casi siempre que escucho “Ay, celeste, regalame un sol” me erizo y no pocas veces incluso se me cae una lágrima. No puedo escapar a mi cultura, mi tradición, mi historia. No puedo dejar de ver al celeste como una parte de mí; triste, fuerte, melancólica y ganadora. Sí, ganadora. ¿Será la garra charrúa la que me hace pensar esto? Lo que es seguro es que en el Río de la Plata, el azul y el celeste existen como dos categorías de color independientes. Menos mal.

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Referencias (artículos de Fernando González Perilli):

1) www.frontiersin.org/articles/10.3389/fcomm.2017.00018/full

2) www.frontiersin.org/articles/10.3389/fpsyg.2018.00761/full

La autora es magíster en comunicación científica, médica ambiental y encargada de comunicación y divulgación científica del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable.