Con motivo de los 70 años del Instituto de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración de la Universidad de la República visitó nuestro país Juan Camilo Cárdenas, decano de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, doctor en Economía Ambiental y de Recursos, y autor de decenas de artículos científicos y de libros, como Dilemas de lo colectivo. Al escucharlo hablar con pasión de sus investigaciones y de la enseñanza de la economía uno se convence de que otro mundo es posible.

Cuando Juan Camilo Cárdenas me recibe en el Instituto de Economía me excuso diciéndole que, por deformación, no suelo cubrir asuntos de economía para esa sección. Enseguida me excusa entre risas: “Es que yo no creo que la economía sea una ciencia”. Me toca hacer entonces de abogado del diablo y le digo que me interesó conversar con él porque hace un abordaje experimental de aspectos de la teoría económica, y entonces sí concuerda: “Sí, hacemos un abordaje experimental con el método científico”. Desde ese consenso, entonces, arrancamos formalmente con la entrevista.

En el programa de tu curso de cooperación y competencia en la Universidad de los Andes hay una unidad sobre los fundamentos prosociales del comportamiento. ¿Por qué enseñar eso a la gente que estudia economía? ¿No es tan así entonces ese postulado clásico de que cada uno está por la suya tratando de obtener el máximo beneficio?

Hay una pregunta abierta, que es si la gente que estudia economía cree que uno debería estudiar el funcionamiento de los seres humanos reales y si tienen que estar abiertos a entender cómo se comportan los seres humanos reales y no los que aparecen en el texto económico, entonces hay que dejar un poco abierta la pregunta de si los humanos reales son o no prosociales. La economía está tratando de entender la sociedad real, el funcionamiento de los seres humanos de verdad, ese es un primer punto. El segundo punto es si esos seres humanos que quieren estudiar economía se comportan distinto al resto de los seres humanos o no, porque uno puede decir que los economistas no se comportan así. Después de décadas de muchos estudios y repeticiones de experimentos de prosocialidad, resulta que finalmente los estudiantes de economía, finanzas, administración también son prosociales, entonces ahí hay un primer problema epistemológico para esto que estamos hablando, porque resulta que los seres humanos, a los que también pertenecen los estudiantes de economía, finanzas y administración [ríe contagiosamente], son prosociales. Hay todo un debate, y hay cierta regularidad empírica, de que las personas que estudian finanzas y administración son un poquito menos prosociales que el resto de la gente, y si bien esa regularidad empírica está ahí, eso no quiere decir que no sean prosociales, es sólo que lo son un poco menos. La inmensa mayoría de los seres humanos no se comportan con ese supuesto de que los humanos son maximizadores individuales de su utilidad material de corto plazo. No estoy diciendo que no exista, y claro que hay seres humanos que funcionan alrededor de eso y que utilizan eso como algoritmo para tomar decisiones, pero eso es muy poco frecuente. Claro que prestamos atención a los precios, y claro que si las cosas están más baratas compramos más y que si están más caras compramos menos; claro que tratamos de comprar más la cosas que nos producen más satisfacción y menos las que nos producen menos. Todo eso es un modelo de maximización de utilidad. Pero resulta que también es cierto que estamos dispuestos a sacrificar algo material por obtener justicia, o que estamos dispuestos a sacrificar algo por los demás, por anónimos que sean y aunque nunca los vayamos a volver a ver en la vida. Estamos dispuestos a sacrificar algo por el medioambiente. Lo que estoy diciendo es que a los seres humanos de verdad, sean o no estudiantes de economía, les importan todas estas cosas. Les importa su bienestar, les importa su bolsillo, les importa el consumo, pero también les importa el bienestar de los demás, les importan el medioambiente, la justicia y la equidad. Entonces, lo que la economía ha venido tratando de hacer es abrirse un poco más hacia esas dimensiones humanas que están más allá de la pura regularidad del consumo de cosas materiales. Cuando consumimos televisores, cuando consumimos celulares hay patrones regulares que se acogen más o menos bien al modelo económico tradicional. Pero resulta que también somos racionales y consistentes con tener otras cosas, con sacrificar cosas con tal de tener esos méritos o virtudes del bienestar social, de la igualdad y de la conservación del medioambiente.

“La inmensa mayoría de los seres humanos no se comportan con ese supuesto de que los humanos son maximizadores individuales de su utilidad material de corto plazo”.

En varios artículos que has publicado estudiaste cómo los comportamientos están guiados por el principio de la competencia, pero también por el de la cooperación. ¿La enseñanza de la economía debería incorporar en mayor medida esa dimensión cooperativa del ser humano, incluso para obtener mejores beneficios económicos?

Absolutamente. Y por muchas razones. Por ejemplo, ustedes son un diario cooperativo, es decir que tienen un número de personas que deciden aportar algo individual y personal para que se produzca algo de beneficio colectivo, que vaya más allá del beneficio personal. Y lo hacen racionalmente. La pregunta es si eso es viable, sostenible en el tiempo, o si utilizo un argumento darwiniano, si eso es evolutivamente sostenible, si puede permanecer en el tiempo. La economía tradicional lleva mucho tiempo diciéndonos que no, que son la competencia y el interés individual, el “gen egoísta” de Richard Dawkins los que han llevado a la evolución y al progreso a la humanidad, por lo que uno se preguntaría para qué cooperar si cooperar es dejar que los demás se aprovechen de uno, si se dará lo del free biter [algo así como “el mordedor gratis”], el que no aporta y se beneficia del aporte de los demás. Sin embargo, si uno mira la evidencia arqueológica, histórica, a lo largo de miles de años, desde muchas disciplinas todo indica que cooperar es buen negocio. No se trata de que cooperar es bueno por una razón altruista, sino que cooperar es buen negocio en muchos sentidos. Por ejemplo, en la crianza de los hijos, o si yo inculco, practico, sostengo o promuevo comportamientos cooperativos en mi vecindario, en mi empresa, en mi grupo de trabajo, en mi grupo de colegas, en mi grupo de socios, en el tiempo eso me puede hacer más viable. Más viable quiere decir que incluso en un ambiente en el que hay competencia los grupos que cooperan más pueden ser más competitivos. Grupos que a su interior no promueven la solidaridad, el altruismo, la cooperación, la confianza van a dejar de ser competitivos, porque van a reducir su posibilidad de ser fuertes cuando aparezca la competencia con otros grupos. Y la evidencia biológica, la evidencia antropológica, la evidencia económica de que las personas que cooperan más generan grupos que en el tiempo evolucionan más, se mantienen más y responden mejor a los choques externos; eso es algo muy fuerte. Los grupos que cooperan entre ellos son muy fuertes, se reproducen con mejores atributos, y estoy hablando de grupos de humanos, de hormigas, de chimpancés o de muchos otros tipos de seres vivos. Esto lo dijo el mismo Charles Darwin, que habló de la selección de grupos y no sólo de la selección individual, pero por mucho tiempo la lectura que la gente quería de Darwin era solamente la de la supervivencia del más fuerte.

Ni siquiera respetaron que en realidad es la supervivencia del más apto...

Y el más apto puede ser también el grupo. Y los grupos aptos son grupos que cooperan, que son solidarios, que son reciprocantes, que confían y que son confiables. Al interior de esos grupos se dan suficientes dinámicas para proveer cosas que hacen que sean más fuertes; los experimentos económicos que hacemos con humanos en laboratorio corroboran esto con muchísima claridad.

Foto: Ernesto Ryan.

Foto: Ernesto Ryan.

Me maravilló el artículo que publicaste sobre tu investigación acera de la honestidad de las personas. Lo llevaste a cabo en 16 países, y observaste que las personas son más honestas de lo que varios índices de corrupción o de transparencia de los países señalan. Incluso en el artículo proponés que esta honestidad hallada en las personas no contradice esos índices de corrupción o transparencia, sino que tal vez sean las instituciones las que, por mecanismos propios, fomentan el comportamiento deshonesto.

El tema de la honestidad es muy difícil de estudiar, recién estamos arañando la punta de iceberg. Presenta dificultades metodológicas, porque si les pregunto a vos y al fotógrafo [Ernesto Ryan ametrallaba con su cámara a Juan Camilo mientras conversábamos] si son honestos, probablemente si son deshonestos no me lo van a decir. Pero además está el tema de definir qué es la honestidad. Todos tenemos algo de comportamientos deshonestos y honestos, no es que seamos esencialmente deshonestos o esencialmente honestos. El problema de medir la honestidad a través de preguntas de encuestas autorreportadas es algo que se llama ‘sesgo de deseabilidad’, que se produce cuando la gente contesta lo que cree que el encuestador quisiera oír.

Y tampoco va a contestar algo que esté en disonancia con la percepción que tiene de sí mismo...

Ese tema de la disonancia entre la percepción propia y lo que los otros ven es uno de los elementos más importantes para estudiar la honestidad. Dan Ariely tiene un modelo que toma en cuenta el balance entre la autoimagen y las ganancias de la deshonestidad. Los actos deshonestos que me representan ganancias reales materiales los voy a balancear; voy a sopesar cuánto gano por esa trampa, o, como le llamo yo, por ese atajo, y cómo ese atajo me afecta al verme en el espejo y sentirme bien conmigo. Si haber cometido ese acto me hace sentir muy mal conmigo, y eso empieza a pesar más que la ganancia, definitivamente no cometo el acto deshonesto, pero si lo que gano en el acto deshonesto pesa mucho y la afectación en la imagen que tengo de mí no pesa tanto, entonces voy a tomar el atajo. Ese balance depende de muchas cosas: de la cultura, de si me están mirando, de si mi esposa y mis hijos me ven, de si mis vecinos creen o no que yo hago ese tipo de cosas, y ese balance está cambiando todo el tiempo. Lo que es destacable del estudio que hicimos es que las personas no reportaban si eran honestas o no, simplemente se enfrentaban a una situación en la que si querían mentir nadie se iba a dar cuenta, salvo ellas mismas, y se llevaban un chocolate. Creamos una situación en la que se podía ser deshonesto y no pasaba nada, nadie lo miraba, nadie verificaba y nadie juzgaba a la persona. Y aun así la mayoría de la gente resultó tener una conducta honesta. Nadie está diciendo con esto que toda la humanidad es honesta, si así fuera no tendríamos escándalos como el de Odebrecht. Aun así, como no está bien decir que los seres humanos son egoístas, tampoco está bien decir que los seres humanos en general somos deshonestos.

Una de tus líneas de trabajo es ver cómo esto afecta, por ejemplo, la forma en que lidiamos con los temas ambientales. Muchas veces las personas que están en el terreno no son las más beneficiadas por los sistemas económicos, pero a la vez la sociedad depende de sus acciones para el beneficio de todos. Por ejemplo, analizar qué pasa cuando a determinadas personas les doy plata por no deforestar en lugar de comprometerlas con las buenas razones para mantener el bosque.

Sobre el tema de los incentivos económicos todavía nos falta aprender más. Cuando hice los primeros experimentos económicos en campo sobre temas de recursos naturales, en 1998, uno de los resultados que encontramos fue que cuando uno introduce un mecanismo individual, en ese caso no se trataba de entregar dinero sino de una sanción monetaria, se empeoraron las cosas. Esa es la noción del crowding out, la erosión de las motivaciones intrínsecas. Parte de la pregunta que me he venido haciendo en todo este tiempo es cómo los incentivos monetarios llegan a interactuar con las motivaciones intrínsecas, es decir, si uno hace las cosas porque le pagan por ellas o porque lo castigan, o porque tiene una motivación intrínseca para hacerlas. Cuando uno cría hijos y trata de inculcarles que empiecen a lavar los platos, tender la cama y ayudar en la casa, puede caer en la tentación de darles dinero a cambio de que realicen esas acciones. Después, cuando se necesita que eso siga pasando, los hijos pueden llegar a decir que si no les das dinero entonces no lo hacen. ¿Pagamos o no pagamos entonces por colaborar en la casa? Cuando nos salimos del hogar y nos vamos a la casa común, al planeta, creo que hay un paralelismo importante: ¿le pagamos a la gente o no por hacer lo correcto?

Por ejemplo, los bonos de carbón...

Bonos de carbón, pago por servicios ambientales, por deforestación evitada... hay un debate muy grande y la evidencia es mixta. Hay casos en los que los incentivos monetarios hacen el equivalente al crowding in, es decir que refuerzan y promueven las motivaciones ambientales, y hay otros casos en que las erosionan. Hay un caso interesante, que es el de las bolsas plásticas. Tal vez el más comentado sea de plast tax de Irlanda, que fue un impuesto al uso de las bolsas en supermercados y que en un año redujo su uso en 98%. Aquí se acaba de implementar algo similar y lo que he oído de colegas como Marcelo Caffera, que es un buen amigo y un gran economista ambiental, es que efectivamente está cayendo mucho el uso de bolsas plásticas. Pagar cuatro pesos por bolsa es muy poquito dinero, pero probablemente a la gente le dé un poco de vergüenza, porque fue lo que pasó en Irlanda y supongo que aquí estará pasando algo así, ya que al llegar a la caja se tiene detrás a dos o tres personas con bolsas reusables y te preguntan si vas a necesitar una bolsa. Los cuatro pesos monetariamente no lo van a arruinar a uno, pero hay algo de compromiso moral delante de la persona de la caja y de las personas detrás en la cola con bolsas reusables, que te van a mirar feo por usar bolsas plásticas cuando estamos haciendo un compromiso social para cuidar entre todos el medioambiente. Los cuatro pesos, más que el valor monetario, pueden ser un señalizador de un compromiso cívico y moral de las personas.

“A los economistas les hemos dado mucho poder, incluso más del que se merecen”.

Lo opuesto buscan en la caja cuando te preguntan si querés donar una suma pequeña para un hospital o una fundación.

Ese tema de vergüenza u orgullo está todo el tiempo mediando, porque somos seres sociales y nos están mirando, y porque además nos miramos al espejo. Entonces, esos incentivos monetarios pueden estar disparando otras cosas, en algunos casos perjudiciales y en otros beneficiosas. Los impuestos a las bolsas plásticas pareciera que van funcionando. El caso contrario más famoso tal vez sea el del experimento en un jardín de infantes en Israel, en el que a un grupo de padres que pasaban a buscar tarde a sus hijos se le comenzó a aplicar una multa y a un grupo de control no. Lo que pasó fue que en los grupos en los que se cobraba la multa aumentó el número de padres que llegaban tarde; la multa dejó de ser una sanción y pasó a ser un precio adicional, que provocó una erosión de la motivación intrínseca. El tema de los bonos de carbono puede llegar a tener ese riesgo, que haya países que contaminen pero les den dinero a países pobres para que cuiden bosques.

Entre las distintas actividades montevideanas de una agenda apretada, diste una charla sobre una nueva forma de enseñar la economía. Hay cosas que rompen los ojos, como por ejemplo que el crecimiento ilimitado es una fantasía inalcanzable con costos enormes o que el planeta es un sistema finito. ¿Creés que cambiar la forma en la que enseñamos economía es algo central para cambiar el mundo en el que vivimos?

Absolutamente. Yo me formé como ingeniero, no como economista. Estaba el séptimo semestre cuando nos visitó Manfred Max Neef, un chileno que acababa de ganar el premio Nobel alternativo de economía. Max Neef había trabajado en la banca multilateral, fue consultor de organismos de peso y economista. En su conferencia sobre su libro La economía descalza dijo que los economistas se habían vuelto personas muy poderosas, y más aun, que los economistas se habían vuelto personas muy peligrosas. Cuando lo oí decir eso me dije que tenía que estudiar economía, que tenía que ser algo muy interesante como para que alguien lo planteara así. Creo que eso sigue vigente: a los economistas les hemos dado mucho poder, incluso más del que se merecen. Y resulta que las cosas que hacen los economistas, cada vez que cambian un impuesto, una política pública o una regulación, impactan a mucha gente. Dado que tienen tanto poder, las universidades tenemos que pensar cómo estamos formando a los economistas. Tenemos que formarlos en la ética, en el razonamiento moral, en el pensamiento crítico, y creo que si incorporamos al aula de clase todo el tema de la economía experimental y comportamental y dejamos de pensar que la economía es una ciencia eclesiástica con obispos y dogmas irrefutables y la volvemos una disciplina empírica, observacional y experimental en la que miramos lo que hacen y cómo se comportan los humanos de verdad vamos a mejorar la formación de los economistas. Si lo logramos, puede que los economistas se transformen en personas más humildes, más realistas, y eventualmente pueden convertirse en personas que tomen decisiones más acordes a cómo funciona el mundo de verdad frente al tema de los recursos finitos, de la capacidad de sostenibilidad de planeta, de la equidad, y entones diseñar mejor las políticas.