Viendo los pronósticos electorales de las encuestas para el balotaje del domingo y lo que efectivamente arrojaron las urnas, uno podría decir que la mayoría de las empresas encuestadoras le erraron como unos animales. Sin embargo, la expresión no sería feliz, por dos motivos. Por un lado, la mayoría de los analistas coinciden en que efectivamente algo cambió entre que se hicieron los últimos sondeos y el acto eleccionario. Por el otro, los animales –reino del que formamos parte– tienden a ser refinadamente buenos y eficientes en lo que hacen, y no hay evidencia como para afirmar que los animales no humanos se equivoquen más que los humanos. Durante siglos el primate Homo sapiens se ha creído muy distinto al resto de las formas de vida del planeta, pero desde la publicación de El origen de las especies, de Charles Darwin, en 1859, la ciencia nos ha venido bajando de ese pedestal, y no a fuerza de hondazos, sino en base a evidencia consistente. Tan buenos animales somos los seres humanos que compartimos con ellos un rasgo distintivo: mostramos más interés por nuestra propia especie que por el resto de las formas de vida.

El asunto es que no nos contentamos con esa falta de atención hacia el resto de los animales que habitan este planeta, sino que por mucho tiempo compensamos la falta de conocimiento sobre cómo viven y por qué son como son con las más absurdas ideas, muchas veces inspiradas en prejuicios religiosos y morales. El libro de Lucy Cooke, zoóloga que ha trabajado en varios medios televisivos y escritos, es un maravilloso compendio sobre disparates que hemos pensado por siglos sobre animales como los perezosos, los buitres, las ranas, los murciélagos o las hienas, y de cómo, con torpeza a veces, con gran inteligencia otras, distintos científicos y científicas han ido derribándolos para dar paso a una visión más aproximada a eso que podemos llamar realidad. Como dice la propia autora, “tenemos mucho que aprender de nuestra experiencia de siglos y siglos de malentendidos con respecto a los animales”; además amplía: “A los historiadores de la ciencia les gusta celebrar nuestros éxitos, pero creo que es igualmente importante examinar nuestros fracasos, especialmente cuando consideramos por qué la verdad puede resultarnos tan absolutamente inesperada”.

Aprendiendo mediante disparates

Cooke propone hacernos conocer más sobre la inesperada verdad acerca de varios animales justamente repasando los prejuicios, muchos de los cuales se remontan a los bestiarios medievales pero también a sabios griegos como Aristóteles o el famoso naturalista Conde de Buffon, que hacían ver al perezoso como un animal tan lento y torpe que estaba condenado a desaparecer, o a las hienas como hermafroditas cobardes, o a las ranas como seres no generados por otras ranas sino a partir del barro, el estiércol o la materia en descomposición, o al oso panda como una especie tan incompetente como para hacerse cargo de su propia reproducción. Estos y otros prejuicios, inventos, patrañas y falsedades, casi nunca basados en observaciones, se originan, como dice Cooke, en “el irresistible impulso de antropofizarlo todo”, algo que para ella “nos hace equivocarnos y nos oculta la verdad”. Al antropomorfismo, la autora agrega la arrogancia como otro de los males que nos han alejado de un mejor entendimiento de los animales: “Tenemos todo un historial de acciones basadas en la presunción de que el resto del reino animal esta ahí simplemente para servir a nuestras necesidades”, escribe, y señala que en esta “época de extinciones masivas, no podemos permitirnos el lujo de cometer muchos más”.

En este repaso sobre lo que se decía de distintos animales, escrito con humor, buen pulso, conocimiento y experiencias personales con investigadores expertos en las especies tratadas y con los propios bichos, Cooke escribe un libro que es trágico y cómico al mismo tiempo. Porque los risueños disparates que figuraban en los bestiarios escritos por bestias medievales y los textos de antiguos naturalistas y filósofos, con los que nos enteramos de que los hipopótamos inventaron la flemotomía –la técnica de curarse haciendo cortes para que circule la sangre– o que las cigüeñas, en lugar de migrar a zonas más cálidas durante el invierno europeo, se transformaban en otras aves, o que los castores al ser perseguidos se cortaban con sus dientes los testículos, fueron luego puestos a prueba por personas que, en aras de confirmarlos o desmentirlos, realizaron los más ridículos –y cruentos– experimentos.

Es que la ciencia es una construcción humana, y como tal, cambia con el tiempo. Por suerte hoy nadie emplearía el mismo procedimiento que utilizó el sacerdote italiano Lazzaro Spallanzani en 1793 para determinar cómo hacían los murciélagos para atrapar, en la más absoluta oscuridad, insectos diminutos en pleno vuelo. Al principio fabricó unas capuchas para cegar a los animales, pero como observó que eso no afectaba demasiado su vuelo, dio un paso más: les quemó las córneas con un alambre al rojo vivo o les cortó los ojos con una tijera. Para su sorpresa, los animales siguieron volando con habilidad. Así que, desechado el sentido de la vista, procedió a anular los otros sentidos: los pintó con barniz para eliminar el tacto, pero los bichos seguían volando bien y esquivando obstáculos. Taponéo sus fosas nasales, y tras realizar algunos ajustes, pues algunos murciélagos insistían en morir tras no dejarlos respirar, observó que eso tampoco afectaba el vuelo. Finalmente, para eliminar el sentido del oído, les cortó o quemó las orejas, las perforó con clavos al rojo vivo o las llenó con cera caliente. Y entonces los animales “lanzados al aire cayeron en dirección perpendicular”. Pero como los murciélagos murieron al día siguiente, la prueba no era conclusiva. Así que luego diseñó unas “trompetillas de latón”, que al rellenarse o no de cera, permitían tener un grupo experimental y otro de control. De esta manera, Spallanzani concluyó que los murciélagos necesitaban “oír para poder ver en la oscuridad”.

El método de diseñar experimentos que permitan eliminar variables empleado por el italiano era lógico y buscaba realizar afirmaciones basadas en la observación, algo que aún aplica la ciencia. Su falta de empatía hacia otros seres vivos, en cambio, hoy no pasaría ningún control ético de los que se exigen para experimentar con animales. El libro de Cooke repasa varios de estos experimentos, no todos tan despiadados, diseñados para conocer más a los animales, algunos que incluso estaban condenados al fracaso, ya que partían de premisas absurdas, como por ejemplo afirmar que todos los animales del nuevo mundo eran más pequeños porque América era una tierra tan pobre que los animales se degeneraban. En este repaso, el lector reflexiona junto a la autora sobre cómo conocemos lo que conocemos y cuáles serían los límites aceptables para producir ese conocimiento cuando se trata de otros seres vivos.

Verdades sorprendentes

El libro de Cooke no es sólo un compendio de la idiotez humana al respecto de los animales y del trabajo que llevó a derribar algunos de los mitos y patrañas sobre ellos; es también una obra que recoge datos y curiosidades sobre estos animales que superan ampliamente las fantasías más febriles de los redactores de los bestiarios. Que los hipopótamos fabrican su propio “protector solar”; que los pandas, en su ambiente natural, lejos de la mirada psicótica de los humanos preocupados por sus tasas de reproducción, son capaces de copular más de 40 veces en una sola tarde; que algunas ranas se usaron como tests de embarazo por décadas; que los perezosos, en lugar de ser unos animales condenados a desaparecer por torpes, son de los grandes mamíferos más abundantes; que una cigüeña es capaz de comerse unos 30 grillos por minuto, o que los vampiros son animales altruistas que comparten el alimento con aquellos congéneres que no han logrado beber sangre en la jornada.

Con talento, rigor, humor y fascinación por los animales, Cooke, que es fundadora de la Asociación de Amigos del Perezoso –cuyo lema es “ser veloz está sobrevalorado”– logró un libro tan ameno como didáctico. “Los humanos hemos desintegrado el átomo, conquistado la Luna y detectado el bosón de Higss, pero en lo que refiere a entender a los animales todavía nos queda un gran trecho por recorrer”, señala la autora. Para cualquier amante de la naturaleza que esté dispuesto a asumir que en nuestra sed de conocimiento hemos metido la pata varias veces, este libro es una maravilla. Para los que creen que los humanos le erramos menos que los animales, este libro es, en cambio, una lectura obligatoria.

Libro: La inesperada verdad sobre los animales.

Autora: Lucy Cooke.

Editorial: Editorial Anagrama, colección Argumentos.