Es casi imposible no emocionarse ante el cuento de una amiga o amigo que acaba de avistar una ballena en las aguas oceánicas de Maldonado o Rocha. Tal vez sea porque respetamos que estos mamíferos, hace millones de años, viendo que la vida sobre la tierra firme no era tan emocionante, tomaron un camino distinto y volvieron al agua que habitaron nuestros ancestros. Tal vez sea porque como especie asumimos la barbarie de las matanzas de los buques balleneros, y verlas nadando sin ser perseguidas nos trae en poco de alivio. Podría ser, también, que la contemplación de estos seres enormes en la vastedad del océano nos ayude a comprender mejor nuestro lugar en el universo. El asunto es que por lo general, al verlas algo sentimos, y eso queda en la órbita de nuestras experiencias personales.

La ciencia, en cambio, además de intentar entender por qué sentimos lo que sentimos, tiene otras preocupaciones. ¿Por qué las ballenas son avistadas en nuestras costas? Por ejemplo, hace más de una década las investigadoras Paula Costa, Mariana Piedra y Paula Franco, de la sección Etología de la Facultad de Ciencias, publicaron un trabajo en el que analizaban los patrones de uso de hábitat y la distribución de la ballena franca austral (Eubalaena australis), el gigante que alcanza a pesar unas 45 toneladas, en las aguas de Uruguay. “Las ballenas francas australes se ven cerca de la costa uruguaya en invierno y primavera, con avistamientos pico (90% de los individuos) que ocurren de agosto a octubre”, decían en su investigación publicada en febrero de 2007 en Journal of Cetacean Research and Management.

Ballenas ROU

La ballena franca austral probablemente sea el cetáceo más avistado en esos meses que hoy son promocionados como atractivo turístico y que constituyen la “temporada de avistamiento de ballenas”. Pero además de la austral, nuestras costas son hogar, al menos temporal, de muchas otras ballenas barbadas –el grupo se conoce como misticetos y abarca a los mamíferos marinos que en lugar de dientes tienen barbas filtradoras–, como la jorobada (Megaptera novaeangliae) y otras no tan fácilmente visibles, como las ballenas minke, las sei, la fin o la gigantesca ballena azul. En total, en nuestras aguas se han registrado unas nueve especies de ballenas barbadas.

Pero los cetáceos no terminan con las ballenas filtradoras. De hecho, los cetáceos con dientes (llamados odontocetos) abundan más en nuestras aguas, con algunos muy carismáticos, como las orcas (Orcinus orca), los delfines nariz de botella (Tursiops truncatus, al que llamamos tonina) o el cachalote (Physeter macrocephalus), y otros menos conocidos, como el calderón, varias especies de zifio y dos de marsopas.

No todos estos animales que pasan o viven en nuestras aguas van hasta los fríos y ricos mares antárticos para alimentarse. Algunos, como varias especies de delfines, o la ballena Edén (conocida también como rorcual tropical) nunca abandonan las aguas templadas. Sin embargo, estas migraciones entre las aguas frías del sur y zonas más templadas es algo característico en muchos cetáceos, entre los que se encuentran nuestras periódicamente avistadas ballena austral y jorobada.

Hasta ahora se pensaba que las ballenas utilizan las aguas antárticas, ricas en krill y animales, como sitio de alimentación, prefiriendo, en los meses más fríos, emigrar hacia aguas más cálidas, en que aprovecharían para tener sus crías. De hecho, este paradigma hasta ahora dominante es cuestionado en el artículo publicado por Robert Pitman, de la División de Investigación de Ecosistemas Antárticos del Centro de Ciencias Pesqueras del Suroeste de La Jolla, Estados Unidos.

Algo no cierra

En su artículo, los investigadores señalan que “las ballenas barbadas realizan las migraciones más largas conocidas de cualquier mamífero” y por ejemplo informan que “un individuo de ballena jorobada viajó al menos 18.840 kilómetros”. Pese a esto, en la introducción de su artículo no ocultan su perplejidad: “A pesar de lo que debe ser una razón convincente, todavía no se sabe por qué las ballenas viajan estas vastas distancias”.

Sobre las posibles causas de estas largas travesías, informan que “la migración de grandes ballenas se ha descrito como un movimiento anual de ida y vuelta entre las zonas de alimentación de verano de alta latitud y las zonas de reproducción de invierno de baja latitud, un paradigma de ‘alimentación/reproducción’ que ha dominado durante más de un siglo”. Este paradigma, por ejemplo, se refleja en la página del Ministerio de Turismo de Uruguay, en la que la nota “La ruta de las ballenas” dice que la ballena franca austral “durante el verano se alimenta de toneladas de krill en zonas cercanas a la Antártida para luego comenzar su migración hacia Península Valdés (Argentina), Maldonado y Rocha (Uruguay), hasta llegar a Imbituba, Ferrugem (Brasil)” y hace hincapié en que “en las aguas más templadas de Uruguay es donde suelen reproducirse y dan a luz a sus ballenatos”.

Recurriendo a una asesina

Para estudiar la migración de los cetáceos, Pitman y sus colaboradores recurrieron a las orcas, ya que se había registrado que estos cetáceos migraban de las aguas antárticas hacia aguas más templadas, pero que lo hacían en “viajes de ida y vuelta de alta velocidad de duración relativamente corta (semanas, versus meses para ballenas grandes)”, lo que los llevó a considerar “poco probable que estas migraciones fueran para fines de reproducción o alimentación”.

Por otro lado, Pitman y el también autor del artículo John Durban habían publicado en 2012 que individuos de orcas en la Antártida “a menudo estaban cubiertas con una llamativa película de diatomeas amarillas, pero en otras ocasiones, los mismos individuos estaban ‘limpios’”. Entonces plantearon una hipótesis que el trabajo actual viene a profundizar: “Las orcas podrían conservar el calor corporal en aguas antárticas subcongelantes (cercanas a -1,9° C) al reducir el flujo sanguíneo a su piel externa, lo que impediría el crecimiento y desprendimiento normales de la piel, provocando la acumulación de diatomeas”, razonaron, y postularon que “las orcas podrían verse obligadas a hacer viajes periódicos a aguas cálidas para mudar su piel; en el proceso, se desprenderían de las diatomeas y parecerían limpias cuando regresaran a las aguas antárticas”.

En ese entonces, denominaron a esta hipótesis “migración de mantenimiento fisiológico” y sugirieron que dado que “todas las ballenas acumulaban diatomeas en aguas antárticas, la muda de la piel podría formar la base para la migración latitudinal a larga distancia para las ballenas que se alimentan en latitudes más altas”. Ahora, siete años después, vuelven con más pruebas, recurriendo a estudios de fotoidentificación y marcado por satélite de 62 orcas de aguas costeras de la Antártida en dos áreas (Península Antártica Occidental, visitada en 2008-2009 y 2016-2017, y oeste del Mar de Ross y la Bahía de Terra Nova, entre 2003 y 2017).

A lo largo de su estudio, observaron que de las 63 orcas, 30 (48%) “emprendieron migraciones de larga distancia a latitudes más bajas”. ¿Y el resto? Pitman no oculta lo que les salió mal: “Los otros 32 individuos probablemente también habrían migrado si sus etiquetas no hubieran dejado de transmitir antes de partir”. También vieron que las orcas marcadas “viajaron más rápido durante la migración que cuando se alimentaban en aguas antárticas”, ya que en promedio en los sitios de alimentación nadaban a 3,4 km/h, mientras que al migrar lo hicieron a 8,4 km/h, y se sumergieron más profundo en los lugares de alimentación (95,8 m en promedio) que al migrar (en promedio 37,5 m).

En el trabajo dicen que sus hallazgos respaldan su hipótesis de que “aunque las orcas comúnmente ocurren en aguas antárticas durante el verano, cuando la presa es abundante y accesible, sus migraciones posteriores a latitudes más bajas no son para fines de alimentación o reproducción”, debido al “patrón observado de movimiento direccional, velocidad elevada, profundidades de inmersión disminuidas y tiempo limitado en el extremo norte de la migración”. También regresaron a las aguas antárticas en aproximadamente seis semanas, “una indicación más de que probablemente no abandonaron las aguas antárticas debido a la falta de presas”.

Cuidando la piel

¿Por qué van las orcas de la Antártida hacia aguas más templadas y retornan rápidamente a las aguas polares? Según este artículo, por la salud de su piel.

El trabajo señala que muchos vertebrados “se someten regularmente a la muda epidérmica, un proceso de mantenimiento normal para reemplazar la piel, el cabello y las plumas”, e indica que esa muda “también es esencial para los mamíferos marinos”. A ese respecto, dan cuenta de que para los cetáceos se creía que la muda era un proceso continuo, con una única excepción: la ballena beluga (Delphinapterus leucas), que en el verano del norte va a los estuarios de ríos del Ártico canadiense y Alaska. Entonces se dijo que lo hacía para dar a luz en aguas más cálidas; “sin embargo, a pesar del extenso trabajo de campo, no se observaron partos y poca o ninguna alimentación en los estuarios”, reseñan. La pista la dio un cazador inuit, que fue citado en un trabajo científico de 1983 diciendo: “Las belugas van a los ríos para calentarse. Y, como focas, se mudan la piel. Se mudan en el agua tibia”. Como sucede algunas veces, la ciencia confirmó lo que el inuit sabía por experiencia.

Los investigadores sugieren que migrar a aguas templadas “puede ser la regla entre todos los cetáceos de alta latitud”. Fisiológicamente hay una razón para pensarlo: “Como en los pinnípedos, un ambiente más cálido es aparentemente clave para aumentar el metabolismo de las células de la piel y estimular la muda en los cetáceos”, dicen. Para proceder con la muda hay que aumentar el flujo de de sangre a la superficie de la piel, lo que “resulta en una pérdida de calor corporal, especialmente en un ambiente acuático frío. Una forma de reducir esa pérdida de calor y mantener la homeotermia es a través de la vasoconstricción periférica”. La vasoconstricción reduce el flujo sanguíneo a la piel pero también impide el metabolismo, lo que resulta en un “conflicto entre la termorregulación y el mantenimiento epidérmico”. Al tener menor tamaño –y perder calor más fácilmente– esta tensión es aun mayor en las crías.

En el caso de las orcas y otros cetáceos antárticos, es frecuente que las diatomeas se fijen en su piel, generando una especie de biofilm. Los investigadores señalan que los balleneros a principios de 1900 fueron pioneros en usar las diatomeas para conocer a su presa: “se suponía que las ballenas delgadas y limpias eran recién llegadas que habían estado ayunando en los trópicos”. Pero, luego de “un mes de alimentarse en aguas antárticas, comenzaban a acumular una llamativa película de diatomeas amarillas”, señalaban los balleneros.

Y entonces todo cierra para estos investigadores: “La muda de la piel en los cetáceos limitaba la colonización por microorganismos al proporcionar una superficie autolimpiante”, por lo que plantearon que “si las orcas conservaban el calor corporal al reducir el flujo sanguíneo a la superficie de su piel, esto disminuiría o suspendería la proliferación celular normal de la piel, evitaría el desprendimiento y permitiría que se acumulen las diatomeas. Luego, cuando las orcas migraron a los trópicos y mudaron su piel, también arrojaron las diatomeas y regresaron a la Antártida limpia, como los primeros balleneros se habían dado cuenta con los rorcuales”.

¿Un nuevo paradigma?

“Es probable que todos los cetáceos en las aguas antárticas adquieran películas de diatomeas, y si, como hemos sugerido para las orcas, esto indica que no están mudando su piel como lo harían normalmente, entonces estas otras especies también pueden necesitar migrar a zonas más cálidas para mudar su piel”, señalan los investigadores. También hacen notar que las ballenas barbadas, al ser más grandes que las orcas, “pueden acumular suficiente grasa durante los 4-6 meses de alimentación intensiva de verano en la Antártida”, lo que las llevaría a poder “ayunar en gran medida durante el resto del año”. Con eso lo que están explicando es la migración anual registrada y conocida en las ballenas como nuestra franca austral.

Este ayuno “podría permitirles sincronizar su ciclo de reproducción para que coincida con un viaje único, extendido, estacional (invierno) a latitudes bajas con fines de muda”, razonan. “En lugar de que las ballenas migren a los trópicos o subtrópicos para parir, las ballenas viajarían a aguas cálidas para el mantenimiento de la piel y tal vez encontraron adaptativo tener a sus ballenatos mientras están allí. Las aguas cálidas necesarias para la muda de la piel podrían, entonces, contribuir al crecimiento y la supervivencia de sus crías”, dicen a modo de conclusión.

Dicen que la hipótesis de migración por muda de piel (SMM en inglés, por “skin molt migration”) también “podría ayudar a explicar por qué los individuos que no están pariendo”, como adolescentes, machos adultos o hembras en reposo, también migran a aguas más templadas, “una pregunta que no ha sido respondida por explicaciones previas sobre la migración de ballenas”. Por tanto, proponen sustituir el paradigma de “migración por alimentación/reproducción” por el de “migración por alimentación/muda”. Para ellos esto haría cambiar la forma en la que vemos a las ballenas: “En lugar de ser consideradas especies polares que migran a los trópicos para la muda y la reproducción, podrían describirse mejor como formas de aguas cálidas que migran hacia los polos para alimentarse”.

Si Pitman y los suyos están en lo cierto –algo para lo que ellos mismos dicen que necesitan más pruebas– la próxima vez que veamos ballenas en nuestras costas sabremos que, como alguien que va a un centro de belleza, vinieron hasta aquí para hacerse una limpieza de cutis.

Artículo: “Skin in the game: epidermal molt as a driver of long-distance migration in whales”.
Publicación: Marine Mammal Science (2020).
Autores: Robert Pitman, John Durban, Trevor Joyce, Holly Fearnbach, Simone Panigada, Giancarlo Lauriano.