“Si otros no hubieran sido necios, nosotros lo seríamos”

Tras la conferencia y su cobertura mediática, algunos científicos y divulgadores de la ciencia se limitaron a dar explicaciones científicas alternativas y a informar sobre el tema. Pero también muchas personas dedicadas a la ciencia e interesadas en su divulgación difundieron mensajes críticos e incluso insultantes hacia el legislador. “Eso es una estupidez”, “está demostrado que la vacuna es segura”, “la vacuna es un instrumento científicamente incuestionable”, “debemos escuchar a los expertos”, “en esto no hay dos bibliotecas”, “no hay que debatir estas cosas” fueron algunas de las afirmaciones que se hicieron.

Debo reconocer que como persona formada en física, al ver las imágenes de supuestas personas imantadas y escuchar los argumentos al respecto, tampoco pude evitar tener una primera reacción de sorpresa, molestia e incluso de rechazo (tal vez hasta se me escapó alguna de esas frases anteriores). Sucede que no parece razonable, dados los conocimientos y el tipo de fenómenos que un físico ha estudiado y observado, que una cantidad muy pequeña de un líquido inyectada dentro de un cuerpo humano pueda producir una imantación lo suficientemente fuerte como para atraer objetos de metal. No pude recordar ningún fenómeno similar descrito por la ciencia ni me pareció que un fenómeno así fuera factible desde el punto de vista teórico sin introducir algún elemento extraordinario. Por lo tanto, entiendo demasiado bien a los científicos y allegados a la ciencia que se irritaron y se manifestaron en forma terminante.

Nuestras historias personales, profesiones y cosmovisiones nos condicionan para reaccionar de un modo u otro frente a situaciones como esta. Pero dejarse llevar por esa reacción inicial no es un ejercicio demasiado interesante para un científico o un divulgador de la ciencia. Me parece mejor dar lugar a la curiosidad natural que nos ha movido siempre a explorar el mundo e intentar entender por qué alguien piensa de esa manera que, a primera vista, puede resultar extraña. Tal vez a partir de eso se pueda tender un puente de comunicación con aquellas personas genuinamente preocupadas por la imantación. Quizá incluso podamos aprender tanto como enseñemos.

Por otro lado, no pasemos por alto que un experto en temas científicos (pero no en física), al ser consultado al respecto en televisión, aceptó la imantación como un efecto secundario de la vacuna, salvo que no le parecía que fuera algo preocupante o peligroso. Por lo tanto, parece que el tema, al igual que cualquier otro, merece un análisis más profundo que la primera reacción de considerarlo “una tontería” o algo que sólo puede creer una persona que ignore de ciencia. En lo que sigue, dejándome guiar por algunos de los oportunos Proverbios del Infierno de William Blake, compartiré algunas reflexiones respecto de este episodio. Espero que ayuden a mejorar el diálogo de los científicos que desean divulgar sus disciplinas con el resto de la sociedad. Y también que en sí mismas sean parte de ese diálogo.

“La verdad nunca puede ser dicha de modo que sea comprendida sin ser creída”

Frases como “está demostrado que la vacuna no produce imantación” o “la vacuna es un instrumento científicamente incuestionable” me parecen peligrosas e inadecuadas para intentar divulgar la ciencia. Son frases de las cuales uno debería dudar porque en general la ciencia no demuestra cosas y sus afirmaciones nunca son incuestionables. La ciencia normalmente trabaja de otro modo. No se puede demostrar algo de modo absoluto (salvo, quizás, en matemáticas), pero sí se puede cuestionar e intentar refutar una hipótesis. Si esta resiste lo suficiente, entonces podemos adoptarla en forma provisoria como válida.

El método científico implica dudar permanentemente. Por esto, las personas que dudan sobre si la vacuna es buena están siendo científicas en ese punto. El problema es que después se rinden frente a una única explicación o a una única prueba. Toda esa capacidad de dudar que defienden al inicio luego no se mantiene. Pero eso no las convierte en tontas, es algo natural en los seres humanos. Todas las personas queremos creer en algo; en algún punto tenemos que parar de dudar. Lo que sucede es que los científicos estamos más entrenados para dudar y para seguir dudando a pesar de encontrar explicaciones lindas, verosímiles o que nos gusten. En el caso de la creencia en la imantación por las vacunas, entiendo que un error metodológico cometido es aceptar la primera idea disponible para explicar el fenómeno sin ponerla a prueba o considerar explicaciones alternativas.

Ese mismo error también afecta a los científicos, que son tan humanos como cualquiera. Frente a una teoría que explica algo de una forma que nos resulta agradable, es tentador creer que se trata de algo demostrado.

Como dice en el libro Pensar rápido, pensar despacio el psicólogo Daniel Kahneman, de la Universidad de Princeton y ganador del premio Nobel de Economía en 2002: “La confianza subjetiva en un juicio no es una evaluación razonable de la probabilidad de que tal juicio sea correcto. La confianza es un sentimiento que refleja la coherencia de la información y la facilidad cognitiva de su procesamiento”. O luego: “Las afirmaciones de confianza plena nos dicen ante todo que un individuo ha construido en su mente una historia coherente, no necesariamente que la historia es verdadera”.

Un ejemplo son las leyes de Newton como explicación del movimiento de los planetas. A partir de sus leyes y su teoría de la gravedad, Isaac Newton pudo explicar las características observadas de las órbitas planetarias y calcular con precisión detalles de los movimientos de objetos astronómicos. Su teoría se consideró muy sólida y sigue siendo la base para pensar una gran cantidad de problemas científicos y respaldar desarrollos ingenieriles. Pero las observaciones mostraban que el modelo no funcionaba bien para describir el movimiento de Mercurio. Físicos y astrónomos consideraron por mucho tiempo que eso podía dejarse de lado y siguieron creyendo en su teoría. Actualmente entendemos que el movimiento planetario se puede describir mejor en todos los casos, incluyendo a Mercurio, mediante la teoría de la gravitación de Albert Einstein. La teoría de la gravedad de Newton ya no se considera correcta, aunque aún es útil utilizarla en ciertos casos. A su vez, la teoría de Einstein es permanentemente puesta a prueba con la intención de encontrarle alguna falla.

Es decir que aun algo en apariencia tan sólido como la teoría de la gravitación, que explica muy bien muchos fenómenos, no se toma como algo demostrado universalmente por parte de los físicos. Hemos aprendido a no deslumbrarnos en exceso por una teoría que parece funcionar. Pero también somos humanos y solemos aferrarnos con esperanza a ideas útiles y bellas, aun en contra de la evidencia.

Negarse a escuchar dudas sobre un tema, como puede ser la vacuna, también es una fuente de posible error. Investigar las dudas y descartarlas en caso de que no fueran razonables es el ejercicio de la ciencia. Por lo tanto, al decir que hay algo “demostrado científicamente” o que es “científicamente incuestionable” no estamos atacando la fuente del error de creer en la imantación, sino que en realidad estamos promoviendo la creencia de que las hipótesis pueden ser probadas a partir de una fortuita coincidencia entre teoría y observación. Como dice el psicólogo Daniel Kahneman: “Contrariamente a las reglas de los filósofos de la ciencia, que aconsejan contrastar hipótesis intentando refutarlas, la gente (y los propios científicos con bastante frecuencia) busca datos que puedan ser compatibles con las creencias que actualmente tiene”. Este sesgo confirmatorio afecta tanto a quienes tienen la creencia en la imantación producida por las vacunas como a quienes creen que la utilidad de las vacunas contra la covid-19 es “científicamente incuestionable”.

Tampoco es afortunado decir que no debemos creer en algo que “expertos de importantes universidades y de organismos internacionales han dicho que es falso”. Allí se está apelando al principio de autoridad. Enfrentarse a ese principio es lo que permitió el nacimiento y desarrollo de la ciencia moderna. Ese tipo de argumento alienta a cometer errores de razonamiento en vez de ayudar a evitarlos. El mismo principio puede llevar a que una persona que no tiene un puesto de influencia en el Estado y que no cursó estudios terciarios crea en la imantación porque un diputado ingeniero agrónomo lo dijo en el Parlamento y confía en su autoridad para hablar sobre esos temas.

Por lo tanto, mencionar a organismos internacionales, universidades de renombre, grandes laboratorios, instituciones políticas o a expertos reconocidos para decir que la imantación es falsa, en lugar de explicar los argumentos de por qué esas instituciones o expertos consideran que esa afirmación es falsa, no es un modo efectivo de ayudar a la gente a pensar mejor sobre un tema. Es entendible que en algún punto nos resulte necesario confiar en lo que dicen otras personas o instituciones. No hay nada malo en eso. Pero cada uno de nosotros confiará en instituciones o personas diferentes y debemos ser conscientes de que eso siempre implica un riesgo. Esto nuevamente nos muestra que al final de todo tal vez no seamos tan distintos a la hora de cometer errores y tropezar con sesgos cognitivos. También resulta importante recordar que los científicos, aunque puedan ser académicamente muy reconocidos en su área, pueden ser tan ingenuos como cualquier otra persona a la hora de creer en presentaciones extraordinarias y fenómenos paranormales.

Un ejemplo puede apreciarse en la historia contada por Martin Gardner en su libro La ciencia, lo malo, lo bueno y lo falso.

Allí cuenta lo que le sucedió a John Taylor, matemático de la Universidad de Londres, considerado en 1975 uno de los 20 científicos más importantes del mundo por la revista británica New Scientist, cuando concurrió a un programa de la BBC junto al mentalista Uri Geller. “Quedó tan asombrado por la magia de Geller que se convirtió en un instante a la realidad de la percepción extrasensorial y la psicocinesis”, relata Gardner. Incluso cita declaraciones que el propio Taylor hizo en la época: “Sentí como si todo el esquema que tenía del mundo se hubiera venido abajo de repente. Me veía a mí mismo desnudo y vulnerable, rodeado por un universo hostil e incomprensible”. Gardner relata que pese a que Taylor “presentaba una ignorancia suprema” sobre los trucos de magia y a no hacer “el menor esfuerzo por ilustrarse”, se puso “a trabajar examinando a niños pequeños que hubieran desarrollado cierto talento para doblar metales con la mente después de ver a Geller en la televisión”.

Taylor, pese a ser un renombrado científico que estudió y trabajó en renombradas universidades, cayó ante trucos de magia de los más usuales. Creyó con firmeza que ese fenómeno debía ser explicado con nuevas teorías físicas, en lugar de informarse en profundidad del tema o intentarlo él mismo y así encontrar que se trataba de ilusionismo.

Nadie está a salvo de cometer errores que pueden llegar a merecer el calificativo de ridículos. En cualquier caso parece saludable para divulgar una afirmación científica poner el énfasis en argumentos y evidencias, pero no en quien lo dice y en afirmar sin más que algo está “científicamente demostrado”.

Que en una sociedad existan personas dispuestas a dudar incluso de lo que está muy establecido, aunque sea de forma algo paranoica y con carencias en la metodología científica, me parece algo sano. Que haya personas preocupadas por la salud de la gente y que estén dispuestas a salir a defenderla es algo positivo. Son personas que nos recuerdan que hay que dudar y frente a eso argumentar y estudiar las distintas posibilidades, porque quizá, en algún caso, puedan tener razón. Y si no la tienen todos habremos aprendido en el proceso.

Como dice Kahneman en su libro refiriéndose a los trabajos del psicólogo Paul Slovic, de la Universidad de Oregon, estudioso de los procesos de toma de decisiones asociados a los riesgos: “Su obra ofrece un retrato no muy favorecedor del ciudadano y la ciudadana medios: guiados por la emoción más que por la razón, avasallados con facilidad por detalles triviales e inadecuadamente sensibles a las diferencias entre probabilidades bajas y probabilidades insignificantes”. Pero en el libro se reseña también que Slovic estudió las reacciones de los expertos, “claramente superiores en el manejo de números y magnitudes”. Si bien los expertos presentan, aunque atenuados, “los mismos sesgos que el resto de los humanos”, Kahneman dice que el investigador encontró que “a menudo sus juicios y preferencias en relación con los riesgos divergen de los de las demás personas”. Y al indagar sobre esas diferencias, dice que Slovic “pone de relieve que los expertos a menudo miden los riesgos por el número de vidas (o años de vida) que se pierden, mientras que el público hace distinciones más sutiles, por ejemplo entre una ‘buena muerte’ y una ‘mala muerte’, o entre fatalidades sobrevenidas accidentalmente y muertes que se producen en actividades voluntarias, como el esquí. Estas distinciones legítimas son ignoradas a menudo en estadísticas que sólo cuentan casos”. Por esto, reseña que “Slovic arguye que el público tiene un concepto más rico de los riesgos que los expertos” y “se opone resueltamente a la idea de que los expertos deben mandar y sus opiniones han de aceptarse sin objeción cuando están en conflicto con las opiniones y deseos de otros ciudadanos”. Slovic ante estas diferencias de apreciación del riesgo entre expertos y público en general señala que “cada parte debe respetar las ideas y la inteligencia de la otra”.

“Nunca sabrás lo que es suficiente a menos que sepas lo que es más que suficiente”

¿Qué quiere decir exactamente alguien que afirma que su cuerpo está imantado por causa de una vacuna y que es capaz de pegarse objetos de metal a la piel? Es difícil entender el alcance preciso de esas afirmaciones si no formamos parte del grupo de personas que creen en eso y desconocemos las premisas e ideas subyacentes. Antes de asumir que otros seres humanos son ingenuos o tontos (o incluso corruptos o mentirosos, aunque con esto último haya que tener más cuidado), prefiero pensar que tienen puntos de partida distintos de los míos y que las palabras significan cosas distintas para ellos que para mí. La fuerza magnética o una vacuna no tienen el mismo significado para un físico, para un epidemiólogo, para un ingeniero agrónomo o para alguien que cree que la imantación del cuerpo humano por una vacuna es posible.

Para un físico probablemente una vacuna no sea más que un poco de líquido con algunas moléculas disueltas y que de algún modo (que desconoce por no ser tema de estudio en su disciplina) ayuda a mejorar nuestra resistencia a un virus. A su vez, para un físico las propiedades magnéticas de la materia son cosas muy concretas que considera extremadamente complejo entender en todos sus detalles. Esto hace que a primera vista le parezca muy ingenua la afirmación de que la vacuna produce imantación, ya que según su visión del mundo es evidente que eso no puede suceder.

Pero quien afirma que la vacuna produce imantación lo hace desde otra base respecto de lo que son el magnetismo y las vacunas. Tengo la sensación (haciendo introspección de mi vida precientífica y de situaciones cotidianas en que me enfrento a temas que ignoro) de que para el grupo de personas que cree que esa imantación es posible (incluyendo eventualmente a un epidemiólogo o a un ingeniero agrónomo), una vacuna es algo raro y misterioso que fue creado por laboratorios en que trabajan expertos con habilidades que les resultan ajenas. Para la mayoría de las personas, el concepto de magnetismo es algo muy cotidiano y simple. Interactúan con los imanes que pegan en la puerta de la heladera, y han escuchado que la Tierra tiene un campo magnético que orienta las brújulas. Al no haber reflexionado con profundidad respecto del origen de esos fenómenos, es entendible que les resulte concebible que se pueda producir algo similar en un cuerpo humano inoculado. Qué cosas nos parecen verosímiles depende mucho de nuestros antecedentes, el tipo de fenómenos que hemos experimentado y el tipo de ideas que tenemos. Quienes pensaron que la vacuna puede producir imantación en el cuerpo tal vez partieron de la base de que las vacunas son propagandeadas como buenas e inocuas, pero como son algo cuyo funcionamiento no comprenden, porque es muy complejo y no son expertos en eso, no saben si eso es cierto o si se les está ocultando información. Temen que haya intereses económicos o de algún otro tipo que muevan a administrar algo que pueda perjudicar la salud de las personas. Son temores razonables, y seguramente muchos científicos compartan esas dudas frente a algún asunto (uso de combustibles fósiles, venta de alimentos ultraprocesados, la obsolescencia programada, la destrucción de selvas y bosques, la minería a cielo abierto, etcétera).

Por lo tanto, desde esa perspectiva, la cuestión de la imantación es casi secundaria e irrelevante en cuanto a los detalles (como, en el extremo opuesto, puede ser irrelevante la existencia de la imantación para un epidemiólogo). Entonces, algunas personas, partiendo de la preocupación de que una vacuna pueda tener efectos indeseados, encontraron una prueba que consideran verosímil y plausible: se difundió por las redes sociales que la vacuna provoca imantación, los científicos lo niegan, pero al acercar imanes a la cara y tenedores al pecho descubren que estos efectivamente quedan pegados. Aparece un fenómeno nuevo que no sabían que era posible y que habían postulado otras personas (algunas con títulos universitarios) como un efecto secundario de las vacunas. Y si se niega ese efecto que pueden comprobar, nada impide que haya otros efectos secundarios más perjudiciales que son ocultados.

Que los científicos nieguen la realidad (o la relevancia) de ese fenómeno, o que algunos reaccionen con expresiones terminantes e insultantes y negándose a debatir o dialogar, puede parecer una confirmación de las sospechas de que quizá haya motivos ocultos y se esté ocultando información.

“Nunca perdió el águila tanto tiempo como cuando se sometió a la enseñanza del cuervo”

Las diferencias en cosmovisión a la hora de interpretar un episodio como este no se dan únicamente entre científicos y el resto de las personas. Un aspecto importante del funcionamiento de la ciencia, que muchas veces no está claro para el público general, es que implica una especialización muy grande. Cada científico ha dedicado su carrera a un tema o área determinada, y en general no ha tenido tiempo o interés para estudiar aspectos de la ciencia que no son relevantes en su área.

Obviamente, hay excepciones. Existen científicos cuya curiosidad los lleva a informarse al menos de las bases de las distintas disciplinas científicas, y a estar al día con los descubrimientos y las nuevas ideas. Eso suele ser más usual en quienes se dedican a la divulgación. Pero aun así, no existe algo tal como un experto en ciencia, que sepa y pueda responder cualquier pregunta de cualquier área. Frente a un mismo problema de la vida real, que tiene una complejidad enorme y una gran cantidad de variables, distintos científicos de distintas disciplinas van a ver aspectos diferentes, y les van a dar relevancia a unos aspectos sobre otros según sus temas particulares de preocupación o interés, lo que va a venir dado por su visión del mundo, que a su vez es producto de su especialización.

Por eso, lo más normal es que un epidemiólogo no sepa de física poco más que lo que estudió en el liceo, porque no es algo especialmente relevante en su trabajo cotidiano. Dentro de la forma de ver el mundo de un epidemiólogo, puede creer que hay un excipiente (algo que forma parte de su vocabulario) que tenga un efecto secundario (que forma parte de su imaginario; los medicamentos pueden tener efectos secundarios) que podría tener un efecto magnético (algo de lo que sabe más o menos lo mismo que el público general). Pero para él es irrelevante el magnetismo, lo que le importa es aquello que sirva para evitar la propagación de una epidemia. Por lo tanto, se va a fijar más en cuántas personas, después de vacunadas, dejan de morir al tener contacto con la enfermedad y no en alegatos de imantación. Por eso, en ciertos temas científicos muchas veces puede terminar siendo mejor la opinión de un periodista informado que la de un científico que no es experto en ese tema.

Frente a la presunta imantación, un físico piensa que no es posible según la teoría, para un epidemiólogo no es relevante, mientras que a las personas que están preocupadas les resulta irrelevante qué es el magnetismo (o si el fenómeno es producto del magnetismo o de otra cosa), si la vacuna es de ARN o cuál es su porcentaje de efectividad. Les preocupa estar por fuera de los lugares donde se investiga, se elaboran vacunas y se toman decisiones que les pueden afectar. Y como es natural, tienen miedo de que les mientan, los manipulen y que con tal de hacer un negocio se les administre algo que los enferme. Tienen miedo de cosas que, todo indica, incluso para los que nos dedicamos a la ciencia, ocurren en el mundo real.

Pero a veces los científicos no nos ponemos a mirar esas cosas (a menos que nos dediquemos a las ciencias sociales), sino que centramos la atención en otras cuestiones. Frente a las vacunas, nos preguntamos únicamente sobre las propiedades magnéticas de un material o sobre cómo se modela matemáticamente la propagación de una enfermedad en una población. A los científicos nuestra manera de ver el mundo a veces también nos lleva a ser ingenuos.

“¿No sabéis que cada pájaro que hiende el airoso camino es un inmenso mundo de deleite cerrado por vuestros cinco sentidos?”

Para comprender la cosmovisión de otra persona no sólo hay que intentar pensar al respecto. Es importante compartir sensaciones y vivencias. Cuando un medio me consultó respecto de este episodio, me pareció interesante evaluar el grado de dificultad que tendría hacer una demostración de imantación como la que se presentó en el Parlamento. Para eso fui a la cocina de mi casa, tomé el tenedor de metal más liviano que allí había e intenté pegarlo a mi brazo.

Con sorpresa descubrí que si no me movía demasiado se mantenía contra mi piel incluso al colocarlo en forma casi vertical. Incluso no se despegaba si movía el brazo lentamente. No se precisaron trucos especiales para recrear la experiencia. El fenómeno se sintió espectacular y más fácil de realizar de lo que esperaba. Fascinado, me entretuve un rato filmándome, moviendo el brazo que sostenía al tenedor y explorando los límites de ese equilibrio. Luego busqué una moneda liviana que uso para hacer demostraciones en mis clases de física y la coloqué en mi cara, al costado de la nariz. Haciendo presión logré que la moneda quedara pegada allí y se mantuviera incluso al mover la cabeza suavemente hacia los lados.

La sensación fue mágica: había descubierto una habilidad que no sabía que tenía. Era uno más de esos trucos que funcionan a los que he hecho referencia en diversas actividades de divulgación. Por lo tanto, me encontré ante algo digno de ser explicado. Si mi sistema de creencias funcionara de otra manera y alguien me hubiera dicho que eso era una imantación producida por la vacuna, quizá lo hubiera creído. Y si sospechara de malas intenciones y de despreocupación por la salud de las personas, podría haberme preocupado mucho. Pero los físicos, en particular los que trabajamos en biomecánica, pensamos más en fuerzas de atracción electrostática entre materiales, en fuerzas de atracción intermolecular (llamadas de Van der Waals), en adhesivos secretados por seres vivos, en el efecto de atracción provocado por la tensión superficial de líquidos que se encuentran entre dos superficies en contacto, en fenómenos de succión. Todas estas cosas se invocan en trabajos científicos para explicar la capacidad de diversos animales para caminar por las paredes y los techos.

Por lo tanto, sin entrar en muchos detalles, y sabiendo que llegar a comprenderlos con la precisión requerida en la ciencia profesional podría implicar mucho tiempo de investigación (que puede implicar usar cámaras de vacío, solventes de lípidos, materiales que absorban la humedad, entre otras cosas), asumí que el fenómeno debía estar relacionado con la interacción física entre las secreciones de la piel y los metales usados. También hice un salto de fe hacia la explicación que me resultaba más coherente. Eso a un experto en biomecánica le resulta suficiente, pero es apenas una de las posibles miradas sobre la realidad. Puedo entender que habría pensado algo muy distinto si mi profesión fuera otra. Pero en cualquier caso no puedo evitar seguir sintiendo curiosidad y fascinación respecto de ese fenómeno nuevo para mí.

“Espera veneno del agua estancada”

Luego de intentar entender mejor la motivación y el modo de pensar de las personas que creen en la imantación y de descubrir la fascinación ante una experiencia nueva, es momento de poner nuestras visiones del mundo sobre la mesa. Un físico puede explicar cómo funciona un imán. Un virólogo puede explicar cómo se comporta un virus. Un inmunólogo puede explicar cómo funciona una vacuna. Un epidemiólogo puede explicar el efecto de la vacuna sobre la salud de una población. Pero además, los científicos estamos acostumbrados a dudar y a pensar en formas de experimentar y poner a prueba las distintas hipótesis que podrían explicar un fenómeno. Por eso, como científicos, podemos sugerir a otros integrantes de la sociedad algunos procedimientos basados en nuestra experiencia que ayuden a evitar los errores comunes que se cometen al tratar de buscar explicación a un fenómeno.

En el caso de esta preocupación por la imantación, el diálogo parece verse facilitado por el hecho de que se trata de personas que toman ideas y conceptos de la ciencia para generar sus hipótesis. Al tomar ideas científicas, como la de la imantación, para describir sus propias ideas, permiten hacer algo fundamental en ciencia: diseñar experiencias que puedan refutar una hipótesis.

Para poner a prueba la hipótesis de la imantación se podría medir con instrumentos (por ejemplo, una brújula) el campo magnético y ver si efectivamente está allí o no. También hay una serie de pruebas que cualquier persona puede hacer en su casa, como ver qué pasa al usar objetos de metal y otros que no lo sean. Se puede observar qué pasa con objetos de distintos tamaños y distintas formas. Se puede probar con personas que no se hayan vacunado. También sería muy bueno ver qué pasa con esta “imantación” antes y después de vacunarse para ver si hay diferencias.

Si efectivamente se trata de una imantación, los objetos metálicos deberían quedar pegados al cuerpo, incluso con capas de ropa entre el objeto y la piel. ¿Ocurre eso? Probablemente encontremos (como me pasó al continuar con mis pruebas) que un gran número de objetos livianos y más bien achatados, de muchos materiales, no sólo de metal, pueden quedar pegados a la piel de un ser humano durante algún tiempo, incluso en posiciones extrañas o si el cuerpo se mueve un poco. Seguramente encontremos que esto les sucede a varias personas que lo prueben, sin importar si están vacunadas o no. Vemos también que es un efecto que no sucede si hay ropa entre la piel y el objeto. También se puede observar que si probamos poner talco en la zona en que el objeto estaba quedando pegado ya no va a ser posible sostenerlo con facilidad.

Todas estas pruebas nos van a mostrar que seguramente no se trata de una imantación en el sentido en que este término se usa en física. Aun así, los objetos quedan pegados. Una posible explicación congruente con los resultados de las pruebas anteriores es que la piel se encuentra cubierta por una fina capa de grasa y sudor, que hace que objetos pequeños o livianos se adhieran a ella. Esta explicación fue muy sonada para justificar el fenómeno. Sin embargo, para continuar con el ejercicio científico habría que seguir poniendo a prueba esa hipótesis y ver si sigue resistiendo.

Experimentos como esos se han hecho para argumentar que algunos animales se adhieren a las paredes mediante la tensión superficial de líquidos (eliminando la humedad de la superficie, los animales ya no podían sostenerse), otros lo hacen por fuerzas de Van der Waals (cálculos teóricos de estimación de la fuerza de adherencia son consistentes con las medidas experimentales) y otros usando pequeñas sopapas de succión (si se los coloca en una cámara de vacío y se reduce la presión atmosférica, los animales caen). En ningún caso era completamente evidente cómo ocurrían esos fenómenos hasta que se hicieron muchas pruebas controlando las condiciones de los experimentos. En muchos casos sigue habiendo dudas e inconsistencias en las explicaciones teóricas. De eso se trata la ciencia.

“El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la ira del tempestuoso mar y la espada destructiva son porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo humano”

La mejor ciencia siempre parte de la fascinación por el descubrimiento de un nuevo fenómeno, por la motivación para entenderlo. La búsqueda científica siempre trata de entender, ya sea al magnetismo, a las vacunas o a las personas. Una hipótesis, por disparatada que sea, siempre es un buen punto de partida, y desde allí hay que llevar el proceso científico hasta el final, buscar varias hipótesis, someterlas a pruebas, volver a dudar. Y nunca olvidar esa fascinación inicial que disparó todo.

Quizá partir de experiencias emocionales, que pueden ser compartidas por todos los seres humanos, sea una buena idea para comunicar la ciencia. Creo en una divulgación por medio del diálogo y del entendimiento mutuo, en la que el científico divulgador se esfuerza por mirar a través de los ojos de los otros para entender cómo mostrarles del mejor modo el mundo basado en la ciencia que conoce. Divulgar es compartir una experiencia, no puede limitarse a insultar o intentar convencer. Quizás no sea tema de debate, pero sí es tema de diálogo.

En la novela de Amin Maalouf Los jardines de luz se cuenta la historia de Mani, aquel hombre que fundó una doctrina universal profundamente humana que pretendió ser conciliadora de tres religiones. “De sus libros, objetos de arte y de fervor, de su fe generosa, de su búsqueda apasionada, de su mensaje de armonía entre los seres humanos, la naturaleza y la divinidad no queda ya nada. De su religión de belleza, de su sutil religión del claroscuro sólo hemos conservado estas palabras: ‘maniqueo’, ‘maniqueísmoֹ, que en nuestras bocas se han convertido en insultos”. Tal vez ese sea el destino de quienes intentan conciliar a quienes no tienen interés en conciliarse. Pero a través del novelista libanés, Mani nos sigue hablando: “El que se niega a ver a Dios en las imágenes que le presentan está a veces más cerca que los demás de la verdadera imagen de Dios”. Esta frase oportuna, reemplazando o reinterpretando la palabra ‘Dios’, se puede extender a cualquier aspecto de la realidad. Me parece que intentar la divulgación de la ciencia es algo que está inevitablemente ligado a buscar la conciliación de personas y visiones del mundo. El riesgo vale la pena.

Quienes divulgamos la ciencia somos herederos de aquellas personas que, luego de haber hecho un viaje más largo de lo usual para buscar alimentos y nuevos paisajes, volvían a la aldea con una nueva fruta, un nuevo mineral o habiendo observado un nuevo animal y en la noche, en torno al fuego, hablaban de eso e inspiraban a otras a buscar sus propios caminos de exploración. La vida me dio la oportunidad de conocer a mucha gente maravillosa que se dedica a la ciencia y que valora hacer divulgación científica. Son mis compañeros y compañeras de profesión. Pero tengo confianza en que aún pueden ser un poco más maravillosos a la hora de comunicarse con el resto de la sociedad.

El esfuerzo por ser más objetivos y metódicos, y los años de entrenamiento para lograrlo, no implican perder la capacidad de amar a unas minúsculas e imperfectas criaturas que habitan sobre un punto azul pálido que se mueve por la inmensidad del espacio. En el acierto o el posible error, todas son criaturas admirables que se buscan unas a otras para amarse de los modos más variados. Desde una desventajosa posición no dejan de luchar, con ciencia o sin ella, por dar significado al frío e inmenso universo que las rodea. Así son los humanos: tan parecidos entre sí cuando se los mira desde las cercanías de Júpiter, tan distintos cuando se miran entre ellos.

Todos los subtítulos de esta nota pertenecen a los Proverbios del Infierno, de William Blake.