Es moneda corriente asumir que la física cuántica es misteriosa y sólo accesible a especialistas de élite, lo cual es una verdad a medias. La física cuántica es misteriosa pero no sólo porque sea complicada matemáticamente, sino porque desconcierta al sentido común. Algunas consecuencias se pueden explicar en forma simple, sin matemáticas, y abren una ventana a ese mundo mágico. Tal es el caso del experimento mental del gato de Schrödinger.

El experimento del gato de Schrödinger es un ejemplo de atropello al sentido común. Para tranquilidad de todos hay que decir que se han realizado exitosamente experimentos que reproducen la idea original sin arriesgar la vida de un felino.

Se coloca una muestra de material radioactivo en una caja cerrada y aislada totalmente del mundo exterior, junto con un detector de radiaciones. La muestra de material radioactivo está seleccionada de modo que haya 50% de probabilidad de emisión de una partícula en el transcurso de una hora. El detector de radiaciones emite una corriente toda vez que detecta una emisión y esa corriente acciona un mecanismo en otra caja también cerrada y aislada del mundo exterior. El mecanismo hace que un martillo rompa un frasco de vidrio conteniendo cianuro. En esa misma caja hay un gato.

Entonces, si la muestra de material radioactivo emite una partícula de radiación, se activa un mecanismo que mata al gato, si no emite radiación el gato continúa vivo.

El experimento comienza cuando se juntan todos estos elementos y termina al cabo de una hora con la pregunta de si ‒sin mirar dentro de la caja‒ el gato está vivo o muerto.

La clave radica en que no tenemos forma de saber, al cabo de esa hora, si el material radioactivo emitió una partícula o no, ya que la probabilidad es mitad sí, mitad no. Por lo tanto, lo que podemos decir a priori es que al cabo de una hora hay 50% de probabilidad de que el gato esté vivo y 50% de que no lo esté.

En términos de física clásica y de sentido común, lo primero que nos viene a la mente es que el gato está vivo o está muerto independientemente de que abramos la tapa para ver. Es decir, lo que tenga que pasar ya ha ocurrido, independientemente siquiera de nuestra existencia.

Sin embargo, la física cuántica dice otra cosa, y esa otra cosa que dice es tan cierta como absurda.

¿Qué dice la física cuántica?

Empecemos por notar que la física clásica y también la relativista son deterministas y exactas. Esto quiere decir que describimos la realidad con un modelo matemático que es idealmente exacto. Por eso podemos predecir que el 10 de marzo de 2095 un eclipse de sol recorrerá Argentina, Chile y parte de África con una duración máxima de 7 minutos 36 segundos. Si conocemos con suficiente precisión la posición y velocidad del Sol, la Tierra y la Luna, podemos calcular casi exactamente dónde van a estar en cualquier momento futuro.

La física cuántica, en cambio, lo que predice es una distribución con variado grado de probabilidad de eventuales futuras posiciones sin predecir ninguna en particular, sólo una mayor o menor expectativa en cada una. Y que la única forma de conocer la posición en un momento futuro es hacer una observación que implica inevitablemente perturbar el objeto observado, probablemente rebotando un fotón u otro mecanismo. La ecuación cuya resolución predice la probabilidad de encontrar a futuro al objeto en tal o cual lugar se llama Ecuación de Onda y fue el físico suizo Erwin Schrödinger el que le dio su forma final.

De nuevo, porque esto es central y fuerte: en física clásica yo siempre puedo, en teoría, predecir con exactitud perfecta dónde voy a encontrar un objeto en el futuro si tengo en el presente los datos exactos de posición y velocidad. Las ecuaciones de movimiento son exactas. Para la física cuántica esto no es así.

La razón por la cual a pesar de la física cuántica podemos predecir un eclipse con mucha precisión es que en el mundo macroscópico en el que nos movemos, las interacciones son constantes y no hay espacio para que la indeterminación cuántica se manifieste de manera obvia.

Podría parecer relativamente inocuo sustituir certeza por probabilidad, pero si uno trata de comprender de forma intuitiva qué es lo que está pasando, choca con una barrera: ¿cómo se interpreta que no está definida la realidad de un objeto a menos que se lo observe?

100 años discutiendo

El físico danés y premio nobel Niels Bohr, responsable del modelo del átomo que conocemos ‒un núcleo rodeado de electrones orbitando‒ fue el primero en proponer hace 100 años, junto con los también eminentes físicos Max Born y Werner Heisemberg, una forma de entender la realidad a la luz de la mecánica cuántica, llamada Interpretación de Copenhague. La Interpretación de Copenhague dice que en tanto un objeto no sea observado, no existe a priori en ningún lugar en particular, sino que se encuentra distribuido, borroneado, difuso, en todos los lugares donde la Ecuación de Onda predice alguna probabilidad de hallarlo.

De nuevo, porque esto es muy fuerte, lo que dice la Interpretación de Copenhague es que el objeto en tanto no lo observemos ‒que en esencia es perturbarlo con una interacción‒ no tiene una existencia determinada, sino que lo que hay es una superposición de diferentes existencias paralelas cada una con un grado de probabilidad o intensidad dado por la Ecuación de Onda. Si esto parece absurdo y no se entiende, no hay que sentirse mal: Einstein tampoco lo entendió y lo combatió hasta sus últimos días.

Pero ¿qué pasó con el gato?

Volviendo al experimento, partimos de la base de que la muestra de material radioactivo está perfectamente aislada del mundo exterior. Esta es una condición clave que hace que el experimento así como está formulado sea casi imposible de realizar en forma práctica. Conforme a la Interpretación de Copenhague, al cabo de una hora la muestra de material radioactivo está en una superposición de estados, uno con 50% de probabilidad de que ha emitido una partícula, otro con 50% de probabilidad de no la haya emitido. Estos dos estados están presentes simultáneamente en tanto la muestra no sea perturbada por una interacción externa, como lo sería abrir la caja y mirar el detector a ver si se disparó o no.

Como la vida del gato está conectada rígidamente al hecho de que la muestra de material radioactivo haya emitido o no una partícula en el transcurso de esa hora, inevitablemente la conclusión es de que si la muestra de material radioactivo está en un estado de superposición de radiación emitida o no con igual probabilidad, entonces el gato está también en un estado de superposición de vivo y muerto al mismo tiempo con igual probabilidad. Sólo cuando levantemos la tapa se producirá el colapso como consecuencia de la observación y vamos a encontrar un gato vivo o no.

Hay que destacar que es imposible ver el estado de superposición vivo y muerto, porque el hecho de verlo, no importa lo sutil que sea la forma en que lo hagamos, genera instantáneamente el colapso de la superposición. Esto es fortaleza y debilidad al mismo tiempo del funcionamiento cuántico si queremos sacar partido para alguna aplicación práctica.

Podríamos pensar entonces que la superposición en realidad no existe, que es todo muy tirado de los pelos y que debe de haber una mejor forma de construir una teoría que verifique la física cuántica pero no genere situaciones absurdas. Eso es exactamente lo que propuso Einstein en 1935 y trató de lograr sin éxito hasta su partida. No llegó a ser testigo de desarrollos teóricos y experimentos posteriores que demostraron concluyentemente que no es posible construir una teoría alternativa y que la realidad es absurda. Pero esa historia es otra historia.

Y ese absurdo hace posible, por ejemplo, que tengamos rudimentarias computadoras cuánticas funcionando, que en esencia nos permiten saltar mágicamente por encima de los tediosos cálculos con los que se arrastran por el barro las computadoras comunes y corrientes y llegar al resultado colándose por delante.