Los humanos no elegimos el nombre que nos identifica desde que asomamos la cabeza a la luz del mundo, pero tenemos la suerte de poder cambiarlo si sentimos que no nos representa. Es un trámite relativamente complejo, porque un cambio de nombre no es un asunto trivial, pero podemos hacerlo en cuestión de pocas semanas.

El proceso por el que se cambia el nombre a un animal es bastante más complicado, aunque el animal en sí no pueda opinar al respecto ni acudir a una suerte de registro civil de fauna para hacerlo. Si pudiera, quizá más de una especie recusaría los ridículos o poco halagadores nombres científicos que les hemos endilgado, como Vampyroteuthis infernalis (un pobre calamar que no chupa sangre a nadie), Aha ha (una avispa australiana que merece más que un chiste como nombre) o Vini vidivici (un loro que se extinguió hace unos 1.000 años en la Polinesia, ahorrándole al menos la vergüenza de cargar con un nombre que parece salido de una historieta de Asterix).

Cuando el naturalista y militar español Félix de Azara hizo la primera descripción escrita del ciervo guazubirá, en 1802, le dio justamente ese nombre tras aclarar que “así le llaman todos”. La palabra tiene origen guaraní y significa “venado pardo”, pero Azara no tuvo en cuenta que el hecho de que todos llamaran así a este ciervo pequeño y de cuernos cortos no era suficiente para la ciencia. Los nombres comunes no son constantes y cambian según país o incluso según región, lo que puede dar pie a confusiones y errores.

Este “problemita” fue resuelto por el naturalista Carl Linneo, quien 70 años antes de aquella descripción de Azara “ordenó” e internacionalizó nuestro conocimiento del mundo natural al crear la nomenclatura binominal que dio nombre y apellido a los seres vivos del planeta; el primero designa el género y el segundo la especie. Azara, al igual que tantos naturalistas pioneros de su época, no seguía aún estas formalidades.

El de Linneo fue un aporte monumental y que le valió justificadamente su lugar en el panteón de grandes científicos de la historia, sin dudas, pero no implicó que las dificultades se acabaran. Si armar el árbol genealógico de nuestra familia es complejo, imaginen lo difícil que es establecer correctamente los parentescos de esa enorme y caótica familia compuesta por todos los seres vivos del planeta. Continuamente se descubren nuevos parientes que obligan a reestructurar las ramas del árbol, se comprueba que hay especies asignadas a las familias incorrectas o se producen hallazgos que obligan a actualizar las “cédulas” de identidad. Los nombres científicos, al fin y al cabo, tampoco son constantes, y la historia del guazubirá es un buen testimonio de ello.

Mi familia es un dibujo

El nombre científico del guazubirá también ha ido cambiando con el tiempo. El que ostenta hasta hoy, Mazama gouazoubira, no fue postulado por Azara, como dijimos, pero tampoco por quien lo describió formalmente para la ciencia en 1814, el anatomista alemán Gotthelf Fischer, quien basándose en las observaciones de Azara lo llamó Cervus gouazoupira, cambiando por error la b por la p en el nombre. Con el tiempo quedó claro que la especie no pertenecía al género Cervus (que es nativo de Eurasia) y se la agrupó bajo el género Mazama, usado para designar a una familia de ciervos americanos desde 1777.

El problema es que los ciervos americanos han demostrado ser una pesadilla para los taxónomos, con un árbol genealógico tan complejo que a su lado los personajes de Juego de tronos o los Buendía, los integrantes del nutrido y enrevesado clan familiar de la novela Cien años de soledad (de Gabriel García Márquez), parecen formar familias sencillitas.

El género Mazama incluye hoy a nueve especies de ciervos neotropicales con una extensa distribución en Centroamérica y Sudamérica. Tienen distintos tamaños pero comparten características comunes, como los cuernos cortos, rectos y puntiagudos de los machos. La única de estas especies presente en Uruguay es el guazubirá, al que los brasileños bautizaron como “veado-catinguieiro”. A diferencia del venado de campo (Ozotoceros bezoarticus), nuestro otro cérvido autóctono, se siente cómodo en bosques nativos y exóticos.

Los naturalistas de los siglos XVIII y XIX agruparon a estas nueve especies en la misma familia basándose sólo en características morfológicas, ya que no contaban por entonces con las técnicas genéticas que en las últimas décadas revolucionaron nuestro conocimiento del mundo natural. Y fueron estas herramientas las que mostraron ya hace unos cuantos años que algo estaba mal en esta familia de ciervos.

Los primeros indicios de crisis familiar pueden rastrearse a 2008, cuando un exhaustivo trabajo genético realizado a todos los géneros de ciervos neotropicales reveló que especies consideradas hermanas eran en realidad parientes lejanas.

“Algunas de estas especies que teníamos agrupadas en Mazama ingresaron en momentos muy distintos a nuestro continente y evolucionaron con caminos muy diferentes”, cuenta la bióloga Susana González, una de las autoras de aquel trabajo y responsable del Departamento de Biodiversidad y Genética del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE).

Para dejarlo más claro: dentro del género Mazama tenemos especies de la rama de los ciervos grises (como el guazubirá o el ciervo amazónico Mazama nemorivaga), cuyo antepasado en común vivió hace unos cinco millones de años, y también especies de la rama de los ciervos rojos, cuyo antepasado en común vivió hace unos dos millones de años. No hay forma de que integren la misma familia. O, por usar la terminología correcta, estas especies no forman un grupo monofilético (no provienen de un mismo y exclusivo antepasado común) sino polifilético, con múltiples orígenes.

Que se los haya colocado juntos obedece a que los ciervos del género Mazama constituyen “uno de los casos más increíbles de convergencia evolutiva en mamíferos”, dicen los autores del trabajo. Comparten las mismas características físicas externas no por parentesco sino porque la evolución se las brindó en forma independiente como solución para los mismos problemas (tener cuernos cortos es una ventaja en bosques achaparrados). El pez sargo chopa (Archosargus probatocephalus) tiene unos dientes perturbadoramente iguales a los del ser humano (busquen imágenes e intenten dormir esta noche), pero nadie piensa que son parte de nuestra familia o que alguno de nuestros antepasados recientes se cruzó con ellos: simplemente desarrollamos las mismas herramientas dentales para una dieta omnívora similar.

La genética nos indicaba hace rato que era hora de asignar un nuevo nombre al guazubirá, pero, volviendo al principio, en la ciencia un cambio de nombre no es un trámite judicial que lleve sólo 30 días. Requiere un largo y muy completo trabajo que convenza a la comunidad científica, que fue justamente lo que hicieron Susana González y sus colegas en un artículo recientemente publicado, liderado por el investigador brasileño Maurício Barbanti, científico doctorado en Veterinaria y Genética.

Susana González (archivo, julio de 2020).

Susana González (archivo, julio de 2020).

Foto: Mariana Greif

Volver al futuro

Barbanti y González no sólo están enfocados en el guazubirá. Se propusieron desenredar el lío generado durante el siglo XVIII y XIX con todas las especies hoy agrupadas en Mazama, una tarea titánica que requiere viajar en el tiempo en varios sentidos.

Por un lado, González está visitando museos de Europa y Norteamérica desde 2012, analizando los ejemplares originales con los que se describió a las distintas especies. Puede parecer paradójico que deba viajar a otros continentes para estudiar animales sudamericanos, pero las primeras colectas fueron hechas por naturalistas y exploradores europeos, un colonialismo científico que aún no nos hemos sacudido del todo.

Por otro lado, Barbanti se metió en una tarea “bastante más arriesgada”, según dice González. Decidió recrear las aventuras de los naturalistas de hace 200 años y visitar nuevamente los lugares donde encontraron los ejemplares. Está tomando allí nuevas muestras con el objetivo de recomponer el puzle de todas estas especies y comparar pasado y presente. Es una empresa quijotesca, pero hablamos de la misma persona que salvó a una población de ciervos del pantano (Blastocerus dichotomus), amenazada por la inundación provocada por la construcción de una represa en Brasil, saltando desde un helicóptero sobre 250 ejemplares para capturarlos y trasladarlos a una zona segura.

En el caso del guazubirá, Barbanti viajó a la localidad tipo de la especie en Paraguay –es decir, la localidad en la que habitaban los primeros especímenes descritos por Azara– para conseguir nuevos ejemplares. ¿Por qué hacer esto y no basarse sólo en las herramientas genéticas? Nuevamente, porque cambiar un nombre establecido ya por tanto tiempo no es cosa sencilla.

“Hacer cambios en la taxonomía es difícil, más cuando hablamos de animales grandes. Suele haber mucha resistencia en los zoólogos más clásicos. Entonces, para hacer un cambio de género hay que realizar un trabajo muy completo y que sea irrefutable, que sea muy integral. Por eso lleva tiempo”, cuenta González. Más aún si el trabajo sale en la prestigiosa publicación Journal of Mammalogy, “donde están los mejores mastozoólogos del mundo”.

Su trabajo incluyó no sólo el análisis genético de ejemplares de guazubirá y de las demás especies de ciervos neotropicales, sino una caracterización morfológica con mediciones muy minuciosas y la actualización de la descripción taxonómica de Azara. Al mismo tiempo, los científicos tuvieron que realizar una revisión histórica y bibliográfica para otorgar el nombre correcto al guazubirá.

Lo correcto no siempre es lo más lindo

Quien describe una nueva especie para la ciencia tiene derecho a elegir su nombre, respetando siempre los principios de nomenclatura que rigen desde Linneo. Cuando incluso el género de la especie es nuevo, la responsabilidad es mayor, porque se elige “nombre” y “apellido” de la criatura. Eso explica que existan nombres como el de la araña Draculoides bramstokeri, la hormiga Pheidole harrisonfordi o la polilla Neopalpa donaldtrumpi, que tiene la desgracia de poseer unas escamas rubias en la cabeza que se semejan al indescriptible peinado del expresidente estadounidense.

El caso del guazubirá es distinto, porque es una especie descrita en varias ocasiones desde tiempos de Azara. Para estos casos, el Código Internacional de Nomenclatura Zoológica indica que la prioridad la tiene el nombramiento más antiguo. Mazama suena muy lindo, pero ya vimos que no corresponde. “La especie que retiene el nombre del género es Mazama americana, porque por reglas taxonómicas fue la que primero se describió con ese nombre. Por eso todos los de esa familia, que son los ciervos Mazama rojos, van a mantener ese género”, aclara González.

El género Cervus, como dijimos, tampoco es válido, ya que describe a especies originadas en Eurasia. Según concluyeron los investigadores, el nombre más antiguo para el género del guazubirá es Subulo, utilizado como subgénero por el naturalista y espía británico Charles Hamilton Smith en 1827 para englobar a los ciervos sudamericanos de tamaño medio y cuernos cortos, entre los que estaba el guazubirá.

Subulo es una palabra latinizada de origen etrusco que significa, muy apropiadamente, “especie de ciervo con cuernos puntiagudos” (también significa “flautista”, pero no viene al caso). ¿Nos gustaría que Smith hubiera elegido un nombre de más bella sonoridad? Seguramente, pero no lo hizo, y de acuerdo a las reglas nomenclaturales, Subulo es el nombre válido más antiguo para el género, y gouazoubira –usado por Fischer en 1814–, el más antiguo válido para la especie. Por lo tanto, ahora debemos llamarlo Subulo gouazoubira. “Sí, es realmente horrible, pero es el que se usó”, admite González.

Guazubirá.

Guazubirá.

Foto: Leo Lagos

El guazubirá se suma de este modo a los mamíferos nativos que cambiaron su “cédula” recientemente, como el gato de pajonal, que pasó de Leopardus munoai a Leopardus fasciatus, nombre que le otorgara Dámaso Antonio Larrañaga.

Para formalizar el nombre, los investigadores debieron proporcionar un neotipo, que es el ejemplar que se selecciona para la descripción de una especie en ausencia del holotipo (ni Azara ni Fischer indicaron uno). En este caso, eligieron un guazubirá colectado por Barbanti en la ruta 12 de Asunción de Paraguay.

Estas aventuras de Barbanti, recreando los pasos de los primeros naturalistas que trabajaron en el continente, probablemente traerán más novedades en el enrevesado mundo de los ciervos sudamericanos y obligará a determinar nuevos géneros y especies. Incluso dentro del género Mazama aguardan algunas sorpresas.

La familia no se elige

En su análisis genético, los investigadores corroboraron que el guazubirá está más relacionado con el venado de campo o el pudú andino que con los supuestos integrantes de su misma familia. Concluyeron que incluso dentro de los ciervos grises del género Mazama que se creían originalmente más emparentados, como el guazubirá y el ciervo amazónico, no hay relación cercana. No tienen un único y exclusivo antepasado común. Por lo tanto, proponen que también se designe un nuevo género para el ciervo amazónico, dejando Subulo para el guazubirá y para el chuñi andino (Mazama chunyi), su “especie hermana” según la genética, aunque todo esto deberá confirmarse en futuros trabajos. Gracias a los científicos, estos ciervos están descubriendo secretos familiares a una velocidad mayor que la de una comedia de enredos italiana.

Para ejemplificar el lío fenomenal que los ciervos crearon en Sudamérica, al diversificarse con tanto éxito desde que llegaron al continente y desarrollar características físicas similares, en su artículo González y Barbanti crearon árboles genealógicos basados únicamente en la morfología, utilizando 38 medidas de cráneo en un caso y 14 medidas del cuerpo en otro; el resultado no puede ser más desconcertante, con especies de parentesco lejano agrupadas como hermanas. Es como si alguien pusiera en la misma familia a Pablo Abdala y José Amorín Batlle, o a Alfonso Lessa y Pablo Mieres, juzgando sólo por sus características físicas externas y no su parentesco real.

“Nuestro análisis de las medidas corporales y craneales no aportaron criterios informativos para discriminar los géneros de ciervos neotropicales. Por lo tanto, su integración con datos moleculares y citogenéticos debe ser tenida en cuenta en nuevos estudios taxonómicos de especies agrupadas en Mazama”, explican en el trabajo.

“Este árbol revela que la morfología mezcla, confunde. En cambio, cuando vas a la figura que muestra cómo quedan las especies por genética, con los genomas mitocondriales completos, quedan agrupados como deben ir. Es una forma de mostrar que por sí sola la morfología no es una buena herramienta para separar especies o géneros”, agrega González.

En resumen, su estudio no solo asigna formalmente un nombre distinto a un viejo conocido de nuestras tierras, sino que abre la puerta a nuevos cambios y revisiones de los ciervos sudamericanos, al corroborar que en una sola familia convivían al menos tres clados no relacionados.

Saber el nombre correcto de algo no significa conocerlo cabalmente, como advertía el físico Richard Feynman. Pese a su abundancia en el continente, sabemos poco de este ciervo pequeño y tímido que se esconde en nuestros bosques. La genética nos está ayudando a desenredar su historia compleja, un camino auspicioso para entender mejor al guazubirá. O al subulito, como prefieran decirle.

Artículo: “Resurrection of the genus Subulo (Smith, 1827) for the gray brocket deer, with designation of a neotype”
Publicación: Journal of Mammalogy (setiembre de 2022)
Autores: Agda Bernegossi, Carolina de Souza, Eluzai Pinto, José Cartes, Halina Cernohorska, Svatava Kubickova, Miluse Vozdova, Renato Caparroz, Susana González y José Maurício Barbanti.