Entre los años 2011 y 2013, el biólogo Javier Lenzi realizó junto a un grupo de colegas 31 visitas a la Isla de las Gaviotas. Su objetivo era estudiar la interacción de la gaviota cocinera (Larus dominicanus) con las fuentes de basura presentes en el estuario del Río de la Plata, pero los hallazgos de su estudio lo terminaron metiendo en un agujero de conejo que lo haría salir unos años después al rincón más frío y ventoso del planeta.

Tras estudiar las egagrópilas (regurgitaciones) de las gaviotas, descubrió que los plásticos se habían convertido en el tercer elemento más presente en la dieta de estos animales. “Se nos vino encima la preocupación y la sorpresa de saber qué estaba pasando”, cuenta hoy Lenzi, integrante del Centro de Investigación y Conservación Marina. No imaginaba entonces, aunque lo constataría poco después, cuán ubicuos y persistentes se habían vuelto los plásticos.

En 2014 unió fuerzas con el también biólogo Franco Teixeira de Mello, del Departamento de Ecología y Gestión Ambiental del Centro Universitario Regional del Este, quien junto a otros colegas estaba encontrando microplásticos en peces de agua dulce. Unidos por esta preocupación común, formaron el grupo Plásticos y otros residuos en ecosistemas acuáticos del Uruguay, perteneciente a la Comisión Sectorial de Investigación Científica de la Universidad de la República, que nucleó diversas investigaciones vinculadas al plástico en Uruguay. Entre ellas, estudios hechos en tortugas marinas, aves marinas oceánicas, peces, invertebrados marinos, y también reportes sobre la presencia del plástico y contaminantes orgánicos persistentes en playas de Maldonado.

La creación de este grupo de estudio no pudo llegar en mejor momento. Que los plásticos constituyen un problema medioambiental grave no era una novedad para los investigadores o prácticamente para nadie. Llevan décadas acumulándose en los ecosistemas acuáticos y costeros, como resultado de la producción masiva que se desarrolló especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, a tal punto que un estudio estima que entre 19 y 23 millones de toneladas métricas de plásticos entraron a estos ecosistemas en 2016. El interés de Lenzi, Teixeira de Mello y compañía, sin embargo, entró en perfecta sintonía con el boom de investigaciones a nivel mundial sobre este fenómeno tan insidioso y extendido, en un intento por descubrir su real alcance.

En 2015 surgió la posibilidad de presentar proyectos de investigación en la Antártida, ocasión que los investigadores aprovecharon para ampliar sus conocimientos en el continente supuestamente más prístino, remoto y conservado del planeta. “En ese momento nos planteamos investigar si había plástico en la Antártida y de qué tipo, sin saber con qué nos íbamos a encontrar”, confiesa Teixeira de Mello.

Nació entonces AntarPLAST, un proyecto creado junto al también biólogo Juan Pablo Lozoya –y otros colegas– que analiza los residuos de plásticos y microplásticos en zonas marino-costeras de la península Fildes en la isla Rey Jorge, aunque se ha ampliado a otras regiones de la península antártica.

Los investigadores sacaron todo el jugo posible a sus visitas anuales a la Antártida y realizaron varios estudios al mismo tiempo, entre ellos búsqueda de microplásticos en el mar, macroplásticos en las playas, muestreos en cañadas de deshielo o monitoreos de glaciares, entre otros. “No teníamos noción de la magnitud del tema”, reflexiona hoy Teixeira de Mello, pero la tuvieron poco después de iniciar sus estudios: en la Antártida, ese continente desolado y de condiciones extremas, reinaba también el plástico.

Por ejemplo, registraron por primera vez microplásticos primarios (los que se usan como materia prima para fabricar productos plásticos) en playas de la Antártida y hallaron también por primera vez plásticos en el glaciar Collins, transportados allí por efecto del viento. En su más reciente trabajo publicado, realizado en el contexto de la tesis de grado de Fiorella Bresesti, echan mano a unas aves temperamentales y oportunistas, que es donde el proyecto vuelve a conectarse con aquellas primeras investigaciones en la Isla de las Gaviotas.

Juan Salvador Escúa

A primera vista las escúas antárticas parecen simplemente gaviotas que se pasaron al lado oscuro de la Fuerza, pero aunque ambas integran el orden de los Charadriiformes tienen rasgos bien acentuados en algunas de sus características comunes. Son depredadores formidables, oportunistas e inteligentes, que actúan a veces como los matones del barrio: roban comida a otras aves más débiles, se alimentan de crías de pingüinos y no dudan tampoco en lanzarse a veces sobre los científicos que las estudian.

En la isla Rey Jorge pueden encontrarse dos especies: la escúa polar del sur (Catharacta maccormicki) y la escúa marrón (Catharacta antarctica lonnbergi), un poco más grande que la primera pero de aspecto muy parecido. Ambas son visitantes invernales ocasionales en Uruguay, donde cada tanto se las puede ver aterrorizando a gaviotas y gaviotines para quitarles la comida.

“Es un grupo de especies igual de rendidoras para los estudios que las gaviotas, en el sentido de que se alimentan de muchísimas cosas, no sólo de alimento natural. Comen residuos, son generalistas, súper territoriales y competitivas; entonces tienen características biológicas y comportamentales similares a las gaviotas, con las que nosotros ya teníamos experiencia”, explica Lenzi.

A lo que se refiere Lenzi es al análisis de las egagrópilas, igual al que realizaron en Isla de las Gaviotas e Isla de Flores, que permite hacerse una buena idea de la dieta de una especie en particular y entender también su relación con las actividades humanas. Así como las gaviotas nos dieron una buena idea de lo que estaba ocurriendo con los desperdicios humanos en nuestras costas, las escúas pueden hacer otro tanto en la Antártida.

“Además, al ser tan abundantes y estar súper distribuidas en el hemisferio sur, sobre todo en la Antártida, eventualmente las escúas podrían servir como una especie indicadora del estado del ambiente”, amplía Lenzi. Como están entre los predadores tope de las tramas tróficas, lo que ocurre con las escúas no tiene importancia sólo para ellas sino para toda la cadena alimenticia.

Varios estudios han analizado la dieta de las escúas en distintas regiones antárticas, pero hasta ahora sólo uno se centró en la península Fildes, una zona de importancia por la gran cantidad de bases reunidas allí (incluyendo la base Artigas de Uruguay). “Casi 20 años después, considerando la diversidad creciente de actividades humanas que se llevan a cabo en la península, hay necesidad de analizar la dieta de las escúas y la ingesta de desperdicios en un contexto de cambio ambiental”, aclaran en su artículo. Fue exactamente lo que hicieron: era hora de salir a revolver los vómitos de las escúas en nombre de la ciencia y la conservación de la Antártida.

No es tonta pero come vidrio

Para realizar su estudio, los investigadores usaron dos enfoques. Primero, colectaron egagrópilas en forma sistemática en cinco zonas costeras de la península entre los veranos de 2017 y 2020. Luego, con la ayuda generosa de Christina Braun, investigadora alemana de la Universidad Friedrich Schiller de Jena, quien tiene un amplio conocimiento de la zona –y es coautora además del artículo–, analizaron las egagrópilas colectadas en zonas de nidificación durante la época reproductiva en 2020.

Contar con estos datos diferenciados era importante. “Obtener datos centrados en los nidos y la temporada reproductiva podía abrir la ventana para pensar un poco las implicancias de la ingesta de plásticos en el éxito de estas aves en la reproducción, sobre todo en relación al desarrollo de los pichones. Por ejemplo, si los individuos que se reproducen están comiendo plásticos que tienen contaminantes adheridos, eso también puede pasar a los huevos y a los pichones, lo que abre un montón de oportunidades para explorar cómo el plástico está impactando a nivel fisiológico. Son hipótesis interesantes para desarrollar, se abre una buena línea de trabajo”, señala Lenzi.

Equipo de investigación en la Antártida.
Foto: gentileza Javier Lenzi

Equipo de investigación en la Antártida. Foto: gentileza Javier Lenzi

Luego de hacer la colecta se dedicaron a una paciente clasificación liderada por Fiorella Bresesti, catalogando primero los restos según si eran naturales o desperdicios. Dentro de los naturales, había restos de aves, algas, gasterópodos, anfípodos, peces, mamíferos marinos, lapas y piedras, una colección que demuestra la voracidad y plasticidad de las escúas. Esto último también literalmente, como se verá en el análisis de los otros restos. Dentro de los desperdicios, separaron los plásticos de los no plásticos (como hilo, vidrios, papel o metal). A los primeros los dividieron según su color y tamaño, distinguiendo entre microplásticos (entre uno y cinco milímetros), mesoplásticos (entre cinco y 20 milímetros), macroplásticos (entre 20 y 100 milímetros) y megaplásticos (más de 100 milímetros).

En la colecta en zonas costeras entre 2017 y 2020, los investigadores recogieron 255 egagrópilas de escúas, en las que identificaron siete tipos de alimentos distintos. Las aves constituyeron el elemento más importante de su dieta, algo nada raro teniendo en cuenta las colonias de diferentes especies de pingüinos que se encuentran relativamente cerca y sabiendo que las escúas también suelen depredar petreles, confirmando su ganada reputación de reyes del bullying en la zona. Además de comida natural, los científicos confirmaron la presencia de plásticos y residuos sintéticos, tal cual esperaban. En 6,7% de las regurgitaciones hallaron residuos y en 1,9%, plásticos.

En la zona reproductiva, mientras tanto, recolectaron 13 egagrópilas de escúas polares del sur y 64 de escúas marrones. Dentro de las primeras, hallaron plásticos en 15,4% de las muestras y desperdicios en 23,1%. Dentro de las segundas, los plásticos aparecieron en 12,5% de las egagrópilas y los residuos no plásticos en 1,6%.

En total, hallaron 105 fragmentos plásticos y 38 ítems no plásticos regurgitados por las escúas en la Antártida. Entre ellos había 76 fragmentos de pintura, pedazos de láminas de plástico, papel, plásticos duros, pedazos de celulosa y de vidrio, y hasta un anillo de metal (de los que se usan para marcar aves).

“Durante el período de 2017 y 2020 se detectaron microplásticos y mesoplásticos en la dieta de las escúas. En el período 2017-2020, detectamos sólo mesoplásticos en las escúas polares del sur, y elementos de las cuatro categorías (micro, meso, macro y mega) en las escúas marrones”, señalan en el trabajo. Aunque conformaban una colección preocupante y nada despreciable en un lugar como la Antártida, por un momento los investigadores temieron que fuera peor.

Plástico nuestro que estás en los polos

“Cuando llegás a la Antártida por primera vez empezás a ver que el plástico está por todos lados”, cuenta Teixeira de Mello. Como notaron bastante material plástico picoteado en las zonas de búsqueda, tuvieron miedo de encontrar una cantidad desproporcionada de estos elementos respecto de trabajos similares realizados en otras zonas. “Cuando analizamos los resultados finales, vimos que en general las proporciones de plástico o de basura que encontramos van en línea con lo que se ha reportado en la Antártida para estas especies”, aclara Lenzi.

Puede que la incidencia del plástico y la basura no haya sido tan catastrófica como sospecharon en un momento, pero los datos –lejos de ser motivo de alivio– constatan el consumo de estos elementos nocivos por parte de uno de los máximos depredadores de la avifauna antártica, lo que hace pensar en potenciales efectos negativos en otros niveles de la cadena trófica. Por ahora, la ventaja de las escúas es que tienen una oferta abundante de alimento en la zona (léase: otras aves, principalmente) además del plástico que picotean ocasionalmente, apunta Teixeira de Mello.

Su investigación abre además otras puertas a nuevas investigaciones. Por ejemplo, el análisis de los colores de los residuos plásticos hallados en la temporada reproductiva arrojó un patrón interesante. 69 % de los fragmentos plásticos eran rojos o rosados, una gran diferencia con el resto: 12% amarillos, 7% anaranjados o marrones, 6% blancos, 2% azules o púrpuras, 2% verdes y 1% negros. Si bien el objetivo del trabajo no era profundizar en las preferencias cromáticas de las escúas y mucho menos concluir que son una suerte de toros de la fauna antártica que embisten contra cualquier cosa roja, “es un resultado muy interesante para trabajar con más datos”, aclara Lenzi.

Esta preferencia quizá esté asociada a la abundancia de fragmentos de pintura roja en la zona –“hay muchísimos al sur de la base china”, dice Lenzi– pero también podría tener que ver con los efectos de este color sobre las aves marinas. “Una hipótesis a probar es si las aves marinas tienen una fijación con el rojo por la sangre, si este color desata algo que les llama la atención y que asocian con el alimento. O si hay algo relacionado con la forma en que perciben los colores”, agrega. Establecer una vinculación de este tipo sí podría tener implicancias importantes en materia de conservación y manejo ambiental.

Lo mismo ocurre con algo bastante más difícil de investigar, que es la procedencia de estos plásticos que regurgitan las escúas. “Las fuentes de residuos que hacen que el plástico pueda ser ingerido por las escúas son difíciles de establecer en la Antártida, aunque hay esfuerzos en desarrollo”, apuntan en el artículo.

“Todo el mundo quiere saberlo, porque evidentemente para el manejo ambiental es información súper relevante saber de dónde vienen los contaminantes. Sabemos que existen diferentes fuentes y diferentes vías por donde circulan, pero rastrearlos es complicado”, responden los investigadores.

Entre esas potenciales fuentes están las bases científicas de los países (cuyo sistema de manejo de residuos “debe mejorar”), las actividades turísticas (que ocurren en un período corto del año), la pesca y los barcos. Aunque los autores lo consideran poco probable, tampoco se puede descartar que algunos residuos lleguen de los continentes del norte. Hasta hace poco se creía que la corriente circumpolar aislaba a la Antártida y actuaba a modo de barrera, pero ese concepto ha sido desafiado en los últimos años por los resultados de varios estudios, incluyendo algunos elaborados por los mismos investigadores del artículo que nos ocupa. El estudio de las egagrópilas de las escúas nos da solo una piecita más para intentar entender lo que ocurre con los plásticos en la zona, aunque no sabemos aún cuándo o cómo nos ayudará a completar el puzle.

A contracorriente

“Este y otros proyectos persiguen un objetivo mayor y más a largo plazo, que es tratar de entender la dinámica y el movimiento de los plásticos. Por eso nosotros muestreamos plásticos en el mar, los buscamos en el glaciar (intentamos ver cómo se transporta de allí hacia el mar) y realizamos experimentos para ver si el plancton consume el microplástico; estamos tratando de entender cuál es el circuito en esta área de estudio para poder armar algún día esa película con base en todos los artículos”, dice Teixeira de Mello.

El consumo de plástico por parte de la biota –en este caso en particular de las escúas– “es justamente un link dentro de esos componentes, es parte de ese movimiento del plástico en la zona antártica”. El consumo de estas especies “podría no implicar nada o podría implicar mucho, pero en realidad hay muchos puntos intermedios donde pueden estar aportando a la fragmentación de plásticos grandes, la liberación de contaminantes de los mismos plásticos o al consumo de pequeños fragmentos que no quedan en la egagrópila”, señala Teixeira de Mello. Para que esta pieza en particular del rompecabezas adquiera alguna forma, investigan también lo que ocurre con el plástico en peces y en otras aves como pingüinos.

Lograr comprenderlo es fundamental para tomar medidas que protejan un ecosistema vulnerable que es problema de todos, no de un solo país. Esta vulnerabilidad “impone la necesidad de profundizar los esfuerzos de mitigación actuales, en el contexto del Tratado Antártico, para reducir la contaminación de residuos plásticos y no plásticos”, dice el trabajo.

Si bien los autores destacan varios esfuerzos particulares que se realizan hoy en día para mejorar la situación, aclaran que “no existe actualmente ninguna agencia o plan de acción para mitigar la presencia de estos residuos en la Antártida, especialmente en regiones densamente pobladas como la isla Rey Jorge”.

“Acá el problema es igual al de los bienes comunes. Cuando un plástico se escapa de tu base ya no es tuyo sino de todos. Entonces hay dos niveles a trabajar: uno es el más alto, como la legislación antártica, y otro es más bajo, el de iniciativas a nivel de países. Es el mismo problema con la basura en el mar en general”, reflexiona Teixeira de Mello.

“Las presiones internacionales, más todas las publicaciones sobre plástico en la Antártida que están saliendo, van a terminar forzando al sistema. Hoy no hay país que no hable de contaminación marina por plásticos, y obviamente en el ámbito internacional antártico se discute mucho también. Hay un tema de voluntades políticas, pero en algún momento se tendrá que hacer algo y el costo lo vamos a asumir todos”, concluye.

Al igual que los gritos de las beligerantes escúas, los resultados de este trabajo sirven como un llamado de alerta desde la última esquina del mundo, que no está tan prístina e intocada como nos gusta imaginar.

Artículo: “Diet and debris ingestion of skuas on Fildes Peninsula, King George Island, Antarctica”
Publicación: Marine Pollution Bulletin (octubre de 2022)
Autores: Javier Lenzi, Fiorella Bresesti, Juan Pablo Lozoya, Barbara de Feo, Evelyn Krojmal, Gissell Lacerot, Christina Braun y Franco Teixeira de Mello.